Una solución realista para Siria

21 / 10 / 2013 10:24 Michael O'Hanlon (Newsweek)
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Cumplidos dos años de guerra civil, el modelo bosnio de separación de comunidades en un Estado se antoja como una solución válida para acabar con la violencia.

Se cumple ya más de un mes desde que Estados Unidos y gran parte de la comunidad internacional se impusieran la tarea de responder al uso de armas químicas por parte del Gobierno sirio. El objetivo fundamental que existe tras las diferentes propuestas (desde la primera, de un ataque con misiles, a la actual, de impulsar los esfuerzos para el desarme) es sin duda razonable: asegurarse de que no se vuelvan a usar este tipo de armas en Siria. Las posibilidades de éxito en este asunto concreto parecen bastante altas, aunque la discusión al respecto es muy intensa. 

Pero, ¿qué pasa con el problema de fondo? Porque limitarse a eliminar el arsenal químico sirio no va a detener una carnicería que ya se ha cobrado en torno a 100.000 vidas. ¿Estados Unidos y sus aliados internacionales se conformarán con quedarse sentados mirando cómo la matanza continúa o deberían tratar de hacer algo para detenerla? Buena parte del debate en torno a esta última posibilidad ha tomado cuerpo en la discusión sobre qué tipo de intervención cabría realizar.

Los críticos con Obama se apoyan en precedentes del pasado, como la fallida intervención estadounidense en Ruanda, en 1994, o la más exitosa de Libia, en 2011, para impulsar propuestas como que se arme a los rebeldes o que se establezca una zona de exclusión aérea. Los contrarios a estas opciones, sin embargo, invocan los ejemplos de Irak y Afganistán y sostienen que realizar una intervención militar, costosa económicamente y expuesta a todo tipo de riesgos, no es una decisión sensata (y menos si el escenario es Oriente Próximo). 

Objetivo final.

Y sin embargo, más allá de esta controversia puntual, hay una serie de cuestiones que permanecen desatendidas. Son preguntas como ¿qué se pretende conseguir realmente en Siria? ¿Cuál sería la situación exacta del país una vez acabada la guerra, siquiera en el mejor de los escenarios posibles? Decir que el objetivo es que los rebeldes derroquen a Bachar al Assad y que seguidamente se constituya un orden político fundado en algún tipo de reparto del poder es simplemente insuficiente. La insurgencia es un entramado caótico, y dos de sus principales grupos se alinean con Al Qaeda. Además, en caso de que los rebeldes lograran derrotar a Al Assad, podría ocurrir que las diferentes facciones se enfrentaran entre sí. O que iniciaran matanzas entre los antiguos partidarios del régimen. Y es que el derrocamiento del dictador no pondría fin a la guerra en Siria, del mismo modo que la caída de Sadam Husein, en 2003, no trajo la estabilidad a Irak. 

Así, antes incluso de que Estados Unidos se plantee qué debe hacer en Siria, debería pararse a pensar qué quiere conseguir realmente con una posible intervención. Se trata de algo complicado porque las circunstancias pueden cambiar (y probablemente lo hagan) en los próximos meses y, sin embargo, tal cálculo a largo plazo no es imposible.

Sin embargo, aquí el modelo a seguir no es Irak, ni Afganistán, ni Libia, sino Bosnia. Este modelo tiene sus defectos, pero constituye al menos un buen punto de partida. Como muchos recordarán, a principios de los noventa asistimos durante años a matanzas en Bosnia similares a las sirias, y no fue hasta que convergieron la presión de la opinión pública internacional y las condiciones militares y políticas cuando fue posible una solución. La OTAN finalmente bombardeó a las milicias serbias de Slobodan Milosevic e impulsó la firma de un tratado de paz, lo que desembocó en una partición suave del país. El resultado no fue perfecto, pero casi dos décadas después, serbios, croatas y musulmanes no han vuelto a entrar en guerra. 

Desgraciadamente, es probable que acabar con la guerra civil en Siria sea aún más difícil de lo que lo fue en Bosnia. En primer lugar, porque las distintas facciones rebeldes están muy divididas y en ellas militan numerosos extremistas. Y en segundo lugar, porque en las principales ciudades del país las diferentes comunidades religiosas se encuentran muy entremezcladas, lo que hace que a día de hoy sea difícil imaginarse algún tipo de partición del país. 

Pero las cosas pueden cambiar. Lamentablemente, y tal y como ocurrió en Bosnia, la propia guerra está separando poco a poco las diferentes comunidades religiosas. Esta circunstancia, trágica pero innegable, implica que en tanto la guerra continúe, la posibilidad de una partición suave será cada vez más realista.

En la medida en que el objetivo de Estados Unidos no es una victoria rebelde en sí, sino más bien que estos alcancen una posición de poder decisiva que obligue a Al Assad a abandonar el poder y fuerce a sus seguidores a negociar un tratado de paz, Washington podría lograr su meta si va apoyando poco a poco a las facciones rebeldes moderadas, sin provocar con su apoyo un vuelco repentino de la situación. La Administración Obama ha tardado mucho en empezar a realizar esfuerzos serios en esta dirección; según algunas fuentes, Estados Unidos no ha empezado a proporcionar armas a los rebeldes sirios hasta pasados 30 meses desde el origen del conflicto. Y, sin embargo, aún no es demasiado tarde.

Está claro que armar y organizar a los rebeldes (e incluso prestarles apoyo aéreo si fuera necesario) no va a acabar con la guerra de la noche a la mañana. Es posible que llevara meses, o incluso más de un año, sentar en la misma mesa de negociaciones a los partidarios de Al Assad y a los rebeldes. Pero si esto llegara a ocurrir, ¿qué forma exacta adoptaría una partición suave en Siria?

Cualquier plan de paz realista contemplaría que los alauíes, la minoría a la que pertenece Al Assad, mantuvieran una zona del país, probablemente a lo largo de la costa, donde la policía local se convertiría en la principal fuerza de seguridad. De este modo, los alauíes dispondrían de una amplia autonomía, y tal vez tendrían como líder a un antiguo dirigente del actual régimen, del que habría que evitar que fuera familia del dictador o tuviera una estrecha conexión con él. El propio Al Assad tendría que dejar el poder y, en el mejor de los casos, exiliarse. En el Norte los kurdos mantendrían el control de ciertas zonas, mientras que en el resto del país el poder pasaría a manos de los suníes, que habrían de esforzarse para limitar la influencia de sus facciones extremistas. Las principales ciudades de Siria tendrían un control compartido, como ya ocurrió en algunos lugares de Bosnia, como Mostar. Y, por supuesto, los derechos de las minorías quedarían consagrados en el acuerdo que en último término sancionaría esta nueva configuración del país. 

Contingente militar.

Es cierto que este plan haría necesaria la presencia de fuerzas de paz estadounidenses sobre el terreno, un contingente tal vez similar al de los 20.000 soldados que se desplegaron en Bosnia en 1995. Dada la dificultad de la misión y la necesidad de un liderazgo fuerte, la presencia de tropas estadounidenses sería imprescindible; y, sin embargo, Washington solo debería realizar tal despliegue si otros países, entre los que habrían de figurar Turquía y los Estados árabes, aportaran la mayor parte de los efectivos. De hecho, EEUU debería propiciar el compromiso internacional con esta estrategia desde ahora mismo, antes de asumir cualquier implicación directa en el conflicto.

No hay nada malo en los actuales esfuerzos por despojar a Al Assad de su arsenal químico, pero no se puede perder de vista que el objetivo más importante y a largo plazo es el establecimiento en Siria de un consenso político. El acuerdo en torno a este punto es la mejor baza para detener el baño de sangre. Podría servir para mitigar la oposición de Rusia a una posible intervención, y, en lo tocante a EEUU, permitiría debatir el camino a escoger en Siria, partiendo de unos presupuestos realistas y bien informados.

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