Ventanas rotas
El ambiente pesa de manera sutil sobre nuestras creencias, muchas de nuestras ideas han cambiado en pocos años y nos costaría explicar las razones.
Ante los comportamientos sociales que no nos gustan, el primer movimiento es criticar a los responsables visibles. Desde hace algún tiempo, he cambiado la dirección de la mirada. Lo que me interesa saber es de qué soy culpable yo. No hay postura más soberbia y estúpida que la de quien dice: “No me arrepiento de nada de lo que he hecho”. Esa aceptación parece el colmo de la autenticidad, o sea, de lo guay. Haber perdido la costumbre del examen de conciencia –que rechazamos porque pensamos que era un invento eclesiástico, cuando procede de los viejos estoicos– nos ha hecho peores. Con facilidad perdemos la lucidez ética y caemos en el autoengaño. Vemos la paja en el ojo ajeno, y no la viga en el propio. La inmoralidad produce un efecto adormecedor, y uno puede acabar siendo colaboracionista sin percatarse. “¡Qué difícil es no caer cuando todo cae!”, decía el buen Antonio Machado. El ambiente pesa de una manera sutil sobre nuestras creencias y nuestras evaluaciones. Nuestras ideas sobre el aborto, la homosexualidad, las relaciones sexuales, la infidelidad o sobre el pago de impuestos, han cambiado en unos pocos años y seguramente nos costaría trabajo explicar las razones. Se vuelve aceptable lo que antes no lo parecía y viceversa, lo que nos obliga a preguntarnos ¿qué ideas estaremos aceptando ahora de las que nos avergonzaremos dentro de un tiempo? Posiblemente de la indiferencia con que estamos viendo los horrores de Siria, o las tragedias de los emigrantes. Este adormecimiento de la percepción moral explica cosas inexplicables, como el horror nazi. No es verosímil que todos se hubieran convertido en asesinos. Es más fácil pensar que sufrieron un peligroso tipo de intoxicación.
Ahora hace veinte años que dos sociólogos –George L. Kelling y Catherine Coles– publicaron un libro que se ha convertido en un clásico: Arreglando ventanas rotas. Estudiaban el influjo que tiene el entorno –físico y social– en el comportamiento de las personas. Si en un edificio hay una ventana rota y nadie la arregla muy pronto empezarán a aparecer más ventanas rotas. La apariencia de abandono, de que nadie cuida de esa ventana, de que da lo mismo, suscita conductas destructivas. Suele ocurrir con los bienes públicos. Cuando los administradores no administran bien, cuando despilfarran, los ciudadanos pueden considerar que están justificados para hacer lo mismo. Nos metemos entonces –advierta el lector que hablo en primera persona, porque no estoy acusando a nadie, sino haciendo examen de conciencia en voz alta– en la espiral descendente del colaboracionismo. El capital social entra en quiebra, y eso perjudica a toda la comunidad, la empobrece, vuelve toscas las relaciones, alienta la desconfianza. Voy a ver si tengo alguna ventana cerca que arreglar.