Arrepentimientos
Ha habido muchos psicólogos empeñados en defender que el remordimiento no sirve para nada. Olvidan que tiene que ser el comienzo de un cambio.
Hay una frase que me irrita profundamente, sobre todo porque se dice con tono de orgullo, como si fuera una demostración de autenticidad: “No me arrepiento de nada de lo que he hecho”. Tal vez porque la edad me impulsa a hacer recuento de mi vida, lo cierto es que cada vez me arrepiento de más cosas: de cosas que hice mal o que no hice o cuyas consecuencias no preví. El lenguaje ha analizado muy bien los sentimientos morales y habla de culpa (objetiva), sentimiento de culpa (que puede ser justificado o injustificado), remordimiento y arrepentimiento. La moral católica, que afinó mucho en estos temas, distinguía diversas etapas: examen de conciencia, dolor de corazón y propósito de enmienda. Esto último es lo que da sentido a lo anterior. Ha habido muchos psicólogos empeñados en defender que el remordimiento no sirve para nada. Olvidan que tiene que ser el comienzo de un cambio. De lo contrario es, ciertamente, un sentimiento inútil.
Creo que ha sido una tragedia social que hayamos tirado por la borda la práctica del examen de conciencia. Lo hemos hecho con el convencimiento de que era un invento de la religión para culpabilizarnos, pero olvidábamos que los antiguos estoicos y epicúreos lo practicaban sistemáticamente. Después han colaborado la prisa, la glorificación del presente, una cierta laxitud ética que nos afecta, el adormecimiento de la sensibilidad, y también el hábito de echar la culpa de todo a la sociedad, en vez de evaluar la responsabilidad de cada uno de nosotros. Vuelvo a decir que esta es un meditación en voz alta. Estoy hablando de mí. Por ejemplo, cada vez que he intentado “hacerme el listo”, me he equivocado. Menciono esto porque creo que es una motivación muy generalizada.
A los que sentimos arrepentimiento por muchas cosas, nos asalta inevitablemente una pregunta: ¿por qué lo hice? Sócrates respondió: siempre se hace el mal por ignorancia. Si lo conociéramos, haríamos siempre el bien. Sartre salió por otro camino: el ser humano cambia constantemente: el yo de hoy no es el yo que hizo esa acción ayer. Ambas respuestas son insuficientes y pueden ser esgrimidas como excusa para cualquier cosa. Es verdad que nos resulta difícil explicar nuestros actos, sobre todo porque suelen estar multimotivados, es decir, son el resultado de muchos deseos o hábitos concurrentes que en una situación dada impulsan a una decisión. Cada uno tiene sus demonios interiores que debe controlar: la vanidad, el resentimiento, la violencia, el sexo, la ambición, la pereza. La cobardía, casi siempre.
La tercera etapa que señalaban los moralistas es la más complicada: reparar el daño, restituir. Algunas veces es posible: que quien ha robado devuelva lo robado. Otras veces es más difícil, porque el daño es irreparable. Para los autores griegos, la tragedia consistía en tener que enfrentarse con problemas insolubles. Los personajes de Dostoievski se castigaban a sí mismos sin clemencia por sus faltas. Tal vez la solución menos mala sea una especie de “pena sustitutoria”. No puedo arreglar lo que hice, pero puedo colaborar –precisamente por esa razón– a que no vuelva a suceder. No solo que el arrepentido no vuelva a hacerlo, sino también que colabore a que otros no lo hagan. Es posible que esa sea la razón de que muchos arrepentidos se hayan convertido en predicadores contra aquello que defendieron. Muchos pueden pensar que eso perpetúa indefinidamente el remordimiento. En realidad, lo que prolonga es el arrepentimiento, y eso está bien.