Mundos de Kentridge
El Museo Reina Sofía se hace a lo largo de cuatro meses (hasta el 19 de marzo de 2018) escenario de un gran teatro que no tiene comparación en el mundo del arte.
El artífice que ocupa con su obra las nueve salas de la planta tercera del edificio Sabatini es William Kentridge, un sudafricano nacido en 1955 y relativamente desconocido del gran público, creo yo que por su ramificada trayectoria; hace 18 años, cuando tuve ocasión de descubrirlo en el MACBA de Barcelona, me pareció un genial excéntrico, sin saber si era un cineasta, un director de teatro o un dibujante. Los años y los reconocimientos (el último, el Princesa de Asturias de las Artes 2017) han aclarado el misterio de su identidad, poderosa plásticamente, comprometida políticamente, deslumbradora en una belleza que turba y conmueve, sin dejar la más refinada exigencia formal. Un artista diverso y completo cuya técnica iguala a su inspiración.
Aunque el museo señala que la muestra se centra en su producción para los escenarios, el visitante se encuentra con mucho más. Los esbozos preparatorios de sus montajes de ópera, los vídeos respectivos, los deliciosos diseños de vestuario, son en efecto mementos teatrales de alguien que ahora se disputan los principales coliseos de Europa y América. Pero si tenemos la curiosidad y el tiempo suficiente (es muy recomendable ver las proyecciones, algunas largas y otras breves y magistrales como la de su Ubu de 1997), lo que se despliega ante nuestros sentidos es un universo singular poblado de antihéroes puestos al día, el Padre Ubu de Alfred Jarry, el Ulises de Monteverdi, el Wozzeck de Büchner y de Berg, y una antiheroína de resonancia, la Lulú de Wedekind reinterpretada por la música de Berg y revivida de forma inolvidable, pese a haber surgido accidentalmente, en el montaje que Kentridge estrenó en 2016 en la Metropolitan Opera; solo por ver los infinitos recovecos de la maqueta escénica de esa Lulú vale la pena el desplazamiento para disfrutarla en su riqueza, en su asombrosa invención de color y significados.
El teatro y el cine de animación son sus territorios preferidos, pero Kentridge tuvo también formación en la escuela de Bellas Artes de Johannesburgo, y eso se advierte en las paredes del Reina Sofía, donde, más allá de los elementos corpóreos, las pantallas y los monitores que nos guían por la obra fílmica y escénica del autor, destellan sus cuadros: la serie de carboncillos Paisajes coloniales, tan aguda de concepto como de realización, los dibujos a tinta india sobre papeles impresos, o la que quizá sea la obra maestra seminal del mundo pintado de Kentridge, las ocho piezas grabadas del Ubu cuenta la verdad, impresionante antesala a la estancia donde se halla el material visual y los trazos a mano hechos in situ por el artista.
El final de la exposición tiene un apogeo fílmico que no conviene desvelar y un regalo sofisticado y hechizante: el desfile, encapsulados en dos vitrinas, de la galería de personajes que vistieron al elenco de La nariz de Shostakovich, otro de los renombrados montajes de William Kentridge.