El escritor y su personaje
Desaparece un maestro, pero en el momento del balance abundan más los apuntes sobre su vida que los dictámenes acerca de su escritura.
El diván del psicoanalista destrona a la cátedra. Qué malsana, absurda obsesión la que nos impulsa a privilegiar la existencia sobre la obra, cuando respecto de su creación todo artista, desde el más celebrado hasta el más desconocido, debería permanecer en un plano de humildad, invisible en realidad. Una vez más parece que lo importante no fue lo que escribimos, pintamos o esculpimos, sino lo que votamos (o no), dónde vivimos (o no), a quién amamos (o no).
Tras el fallecimiento de Juan Goytisolo, en la hora de las necrológicas, vencen por goleada los textos que frecuentan sus circunstancias, y solo tangencialmente, casi pidiendo perdón, asoman los que recuerdan la relevancia del escritor. ¿Será que, en realidad, hace ya años que nadie leía a Goytisolo, dueño de una literatura tan preclara como esquiva, condenada a un elogio vacío de lectores, como esos mármoles que en las academias todos veneran pero nadie contempla?
¿Es razonable que, en la hora del adiós, uno de los renovadores capitales de la literatura escrita en español durante la segunda mitad del pasado siglo coseche decenas de artículos a propósito de sus gustos sexuales, sus conflictos familiares y sus hábitos domésticos, y apenas unos cuantos a propósito de su estatura creativa? ¿Es ese el destino de los mejores escritores?
¿Acabar devorados por su personaje, por ese sujeto, íntimo y a la vez expuesto, que celosamente, contra viento y marea, acaso han intentado desterrar, pero que a menudo lo invade todo, incluso el decoro?
Parece que al muñidor de Álvaro Mendiola, al novelista que fue Juan Goytisolo, este es el destino inmediato que su país, al menos su país de lengua literaria, le tenía reservado: convertirlo en un crisol de interpretaciones, en un cúmulo de hermenéuticas dedicadas a rastrear los orígenes de su carácter, las razones de su fiereza, los porqués de su desapego.
Como si esas raíces, esas razones y esos porqués no se hubieran transparentado, por activa y por pasiva, en una obra que desde Juegos de manos hasta El exiliado de aquí y de allá ha venido fecundando sesenta años de escritura de una radicalidad, coherencia y lucidez con escaso parangón en nuestro ruedo ibérico, tan pacato y comedido.
Lástima, pues, que del autor de La resaca, Señas de identidad y Reivindicación del conde don Julián hoy los jóvenes lectores, aquellos que ante el hecho de su muerte podrían sentir el estímulo de acercarse a su escritura, tengan que saberlo todo acerca de cómo vivía en Marrakech, con quién y con cuánto dinero, pero no se les explique por qué esos títulos, hace más de medio siglo, no pudieron publicarse en España, y aun hoy, admirados a la sombra del calendario, mueven al extraño asombro que provocan las obras sin fecha de caducidad.