La Maestra
No me dejó ir al conservatorio: “Tú lo que tienes que hacer es aprender, los títulos no te servirán de nada”, decía siempre.
Burro. Que eres un burro. Que yo no sé cómo se puede ser tan burro. ¿No te das cuenta de que es una negra con puntillo? Y si no haces el puntillo, ¿qué te pasará, so burro? Que llegarás al final del compás y te faltará una corchea, todo se descuadrará y no sabrás qué hacer. Venga, volvamos a empezar. Ay, Señor, dame paciencia.
Conocí a María Jesús Ayala, a quien todos llamábamos la Maestra por antonomasia y con mayúscula, gracias a Paco Chamorro. Yo acababa de entrar en el coro, tendría unos diecinueve años, y aquello me había cambiado la vida. Estaba deslumbrado. Paco me llevó, con mucho misterio, a casa de aquella mujer. Había un piano Gaveau de media cola, muchos libros y muchos adornitos de plata y cristal. Y olía a ronchitos, aquellos caramelos que se fabricaban en la parte de abajo del edificio.
La maestra era una enérgica mujer de la edad de mi madre que sonreía como un diamante. Así que tú eres Luisito, me dijo. Yo asentí. Y quieres estudiar música, siguió ella. Ahí yo puse una cara un poco rara porque no sabía de qué me estaba hablando, pero Paco, que me había llevado allí sin avisarme de nada, me hizo el gesto de “tú di a todo que sí y calla”.
María Jesús era una pianista excepcional y una profesora cotizadísima. Y una de las personas más buenas que he conocido en toda mi vida. Jamás me cobró un duro por sus clases. Cada vez que te llamaba burro (y lo hacía todo el tiempo) (y tenía razón) te daban ganas de comértela a besos. Abrió para mí los años de la felicidad. Tuvo una paciencia infinita, porque yo era un turbión: antes de terminar primero de solfeo ya había metido en casa un piano de alquiler, y no le quedó más remedio que empezar a enseñarme piano; casi me mata. En menos de cuatro meses le llevé una especie de suite para teclado, escrita al modo del Renacimiento, que era el monumento nacional a la torpeza; casi me vuelve a matar, pero empezó a enseñarme rudimentos de armonía, composición, contrapunto... Nunca me consintió pisar el conservatorio, en donde ella era catedrática. “Tú lo que tienes que hacer es aprender, los títulos no te servirán de nada”, me decía siempre.
Fueron, repito, los años de la dicha. Aquella mujer única, a quien la vida trató con una crueldad infinita, no se doblaba, no se hundía nunca, pasara lo que pasase. Siempre sonreía y derramaba amor, humor y música allá por donde iba. A la edad que yo tengo ahora empezó a investigar la composición contemporánea con un organista vasco: el día en que se publiquen sus Microludios va a temblar el misterio.
Este año 2017, criminal y mezquino, se ha llevado también a la Maestra. No podía haber terminado peor el muy hideputa. Muy poca gente se enteró a tiempo para ir al funeral: se lo hicieron por el acartonado, anodino e impersonal rito católico, a ella, que decía que creía en Dios gracias a la música de J. S. Bach. El cura, que la conocía bien porque fue compañero en aquel coro de hace décadas, hizo un funeral gélido que habría servido lo mismo para una pianista que para un conductor de autobús. Aquella tarde helada y vacía, la única música que sonó para María Jesús Ayala, que era música viva toda ella, fue una pachanguita pop grabada que el reverendo puso en cierto momento, no sé si en la comunión.
Pero es igual. La Maestra nos cambió la vida. Nos hizo mucho mejores de lo que jamás soñamos que llegaríamos a ser. Su legado es gigantesco. Será inmortal, porque ninguno de sus adorados burros, a los que tanto quería, la olvidaremos nunca.