La gracia más difícil
Chiquito se hizo una celebridad sin hacer daño a nadie, sin pisar la cabeza de nadie y sin convertirse en un hijo de puta.
El sentido del humor es algo muy personal. No a todos nos hacen reír las mismas cosas. Yo puedo reventar a carcajadas con Les Luthiers o con Tricicle, por poner dos ejemplos, pero muchos amigos (todos gente divertida) se alarmaron cuando les confesé que ese señor de Albacete que tiene tanto éxito con sus parodias de famosos, Joaquín Reyes, no me hace ni puñetera gracia. Pero ninguna. Su Hora chanante se me indigestó desde el primer momento. Siempre me recordó a Fernando Esteso haciendo de palurdo y cantando La Ramona en la tele cuando yo era chico. Ya lo había visto y no me gustaba. Me producía vergüenza ajena. Mis amigos, que se desternillan todos con ese Reyes, me miraron con la sonrisa de compasión que se suele poner ante un enfermo grave y, antes de sugerirme el nombre de varios psicólogos, inundaron mi correo con enlaces a las obras maestras de ese señor. Seis copias me llegaron de la burla que hizo con Margaret Thatcher. Me esforcé, lo juro, porque no me gusta llevar la contraria sin motivo, pero no funcionó. Fue peor. La parodia de la Thatcher tenía, para mí, todavía menos gracia que el original. Que se dice pronto.
Con Chiquito de la Calzada, que acaba de morir, me pasaba algo parecido. Nunca me hizo reír. Debo de pertenecer al grupo de los ocho o diez españoles que jamás han dicho no puedoorl, ni jaarl, ni fistro diodenal, ni ninguna de esas muletillas que Chiquito inventó y que repite todo el mundo. Admito que alguna vez sí he utilizado el término Meretérica como sinónimo burlón de la Guardia Civil, pero es una excepción. Durante mucho tiempo, desde que lo vi por primera vez, tuve la sensación de que la gente no se reía con Chiquito sino de Chiquito, y eso me hacía sentir incómodo. Era un tipo tímido que se sentía a disgusto en el escenario, ante mucha gente (caminaba siempre de lado a lado de las tablas, prueba segura de nerviosismo). Sus chistes eran malísimos y él lo sabía. Por eso los alargaba hasta lo inverosímil con los grititos, los saltitos ridículos y los palabros absurdos o sacados de idiomas inventados, como los Morancos cuando fingían hablar inglés. Su humor estaba en el aderezo, no en el contenido.
Hasta que un día alguien intentó abochornarle. Le pusieron al teléfono a uno que imitaba a Felipe González para ver lo nervioso que se ponía. Respuesta de Chiquito, achinando los ojos: “Creo que este era uno de esos que imitan a Felipe González”. La burla salió mal. Chiquito era cualquier cosa menos un bobo del que se podía uno reír. Y yo me puse de su parte para siempre.
Ha pasado más hambre que el perro de un ciego, que habría dicho él. Ha sobrenadado la vida como un corcho, dando tumbos y dejándose explotar. Hasta que, de pronto, la fama y el dinero le llegaron como en una película de Disney. Y aquí está lo prodigioso: se hizo una celebridad sin hacer daño a nadie, sin pisar la cabeza de nadie, sin fingir que era lo que no era (apenas fue a la escuela y no lo ocultaba), sin envanecerse y sin convertirse en un hijo de puta. Díganme ustedes cuántos casos conocen ni remotamente parecidos. Perdonó a sus plagiarios (algunos muy buenos) y hasta se reconcilió con ellos, que se habían enriquecido parodiando lo único que no era posible copiar: su estilo, su personalidad. Siguió siendo una buena persona y logró, cosa increíble, que nadie le odiase por ello. Así las cosas, ¿qué importancia tiene que sus chistes fueran espantosos? La gracia de Chiquito no estaba en los chistes: estaba en él, en su forma de ser. Ese era su genio. Así que buen viaje, fistro. Y gracias.