El general Boulanger
Huido a Bruselas, Boulanger no cumplió su destino. Pasó a la historia, sí, pero como un pobre engañabobos.
Hay gente que tiene un destino. No me refiero a un empleo en la Administración sino un destino en la vida. Tiene que ser tremendo eso. El faraón Jufu (Keops) tenía un destino, que era poner piedras unas encima de otras en forma de pirámide. Cristiano Ronaldo tiene un destino: que le quieran más que a Leo Messi. Kiko Rivera tiene un destino: la Filarmónica de Berlín (ese es un destino lejano). Así todo.
El general francés Georges Boulanger (1837-1891) tenía también un destino: pasar a la historia. Era un hombre valeroso, eso sin duda: le hirieron cinco veces en diversas guerras, lo cual quiere decir que, al menos de joven, era un echao p’alante de mucho cuidado. Pero Boulanger se comportaba, hablaba, se movía más o menos como Pío XII: como si estuviera día y noche en un escenario, como si le estuviesen filmando, como si hasta sus más mínimos gestos fuesen recogidos por un biógrafo que fuese detrás de él para anotar el camino de aquel hombre hacia su glorioso destino.
Boulanger era lo que hoy se llama un populista en estado puro. Nadie se fiaba de él en la clase política de su tiempo, porque pensaban que era un ambicioso y un mentecato (cualidades que suelen encontrarse juntas), pero tenía la habilidad de decirle a la gente, con mucha emoción, las cosas que esta quería oír, y eso, como bien sabemos, es garantía de éxito.
Un populista necesita algunas cosas para triunfar. No son muchas pero una de ellas es, inexcusablemente, un enemigo. Boulanger decidió que ese enemigo contra el que había que azuzar a la gente era Alemania, país que había derrotado a Francia en la guerra franco-prusiana. Decía atrocidades de los alemanes, los despreciaba, los escarnecía. Eso tenía un gran éxito porque no hay nada más sencillo que convencer a la gente de que todos sus males son culpa de otro, que les roba, que les oprime y que les quita su libertad. Le llamaban el general Revancha. Para él, todo lo francés era gloria bendita; todo lo alemán, una reverenda mierda prepotente y nacionalista. Pero del nacionalismo malo. No como el suyo.
A su alrededor nació el enorme movimiento boulangista, una muchedumbre que estaba formada por gentes de todas clases, ideas y procedencias, desde burgueses a obreros; pero todos corrían como locos detrás de las banderas de Boulanger y formaban grandes manifestaciones patrióticas. En realidad no sabían exactamente lo que pretendía Boulanger (él tampoco), pero estaban convencidos de que con aquel hombre llegaría la dignidad, la abundancia, el fin de la corrupción, la patria libre y la felicidad para todos.
En 1889, Boulanger ganó unas elecciones algo extrañas que hubo en Francia y pasó lo inevitable: que los más radicales de sus variadísimos partidarios le exigieron que cumpliese lo prometido y diese un golpe de Estado; que acabase con la “legalidad corrupta” y proclamase, por fin, una nueva república.
Y aquí está la gran diferencia con lo que ustedes están pensando: Boulanger no se atrevió. No proclamó nada. Pero sabía que los jueces tenían contra él media tonelada de acusaciones por numerosos delitos, y decidió huir. ¿Saben ustedes a dónde? Pues precisamente a Bruselas. De inmediato, sus seguidores se sintieron traicionados y el boulangismo se deshizo muy pronto. Los jueces lo condenaron por corrupción y complot contra la nación. Y Boulanger, deprimido, acabó pegándose un tiro ante la tumba de su amante. No cumplió su destino. Pasó a la historia, sí. Pero como un pobre engañabobos.