Ara sí que tinc por
La manifestación de Barcelona fue el triunfo del mundo virtual e irreal sobre el mundo en que habitamos todos.
En este miserable verano, en el que tanta vida y tantos planes han desaparecido, estuve en las Ramblas. Y creí comprender que vivimos todos en dos mundos superpuestos y hasta simultáneos, pero que nada tienen que ver entre sí.
Uno es el mundo que comienza en el mismo principio de la Rambla, al pie de la hermosa farola con peana de piedra. Allí está la primera isla de luz, enorme. Hay alrededor de una veintena más, unas pequeñas, otras más grandes, hasta llegar a la última, gigantesca, frente a la plaza de la Boquería, que tiene (tenía cuando la vi) el tamaño de una cancha de tenis. Todas son iguales. Son anillos de velas que la gente ha ido poniendo en el suelo, en memoria de las víctimas del crimen. Velas blancas, rojas, amarillas, algunas azules. Las más antiguas se han extinguido ya, pero otros anillos, cada vez mayores, aparecen sin cesar y rodean con luz nueva a las velas ya apagadas. Son miles, decenas de miles de velas. Y ositos de peluche, poemas, juguetes, y cientos de flores, dibujos, fotos. También miles de mensajes, todos emocionantes, en decenas de idiomas, muchísimos escritos en caracteres árabes.
Lo que casi no hay son banderas. Vi alguna de la India, alguna de Venezuela, alguna también de Cataluña. Pero son excepciones. La gente de ese mundo, las miles de personas que pueblan ese mundo por el que caminamos y en el que vivimos y nos tocamos y nos abrazamos, entendió que la matanza perpetrada por esos post-adolescentes con el cerebro lavado con lejía no era algo que reclamase banderas, sino un dolor absolutamente común. Un dolor unánime, compartido. Eso era lo que decían, con claridad, las crecientes islas de luz. Eso fue lo que entendí yo. Y, dentro del espeso silencio de la tragedia –nadie habla alrededor de las islas de luz, nadie–, me sentí bien. Reconfortado.
El otro mundo es el de las redes sociales (ah, el albañal de Twitter) y los diarios y las noticias. Ahí la cosa cambia por completo. Ese mundo es una gallera sin remedio ni compasión en el que cientos de personas se agreden, se zahieren, se escupen unos a otros por motivos que parecen sacados de un grabado de Los desastres de la guerra de Goya. Un cura dice en misa que la culpa de los atentados la tienen Colau y Carmena, que son comunistas. Otros cuentan las palabras que dice un guardia: cuántas en castellano, cuántas en catalán. Otros dicen que los policías del Estado están celosos de los policías de Cataluña. Unos se quejan de lo que dice Iglesias. Otros, de lo que calla Sánchez. Y aquí sí, todos se envuelven con uñas y dientes en sus respectivas banderas.
Yo pensaba que esos dos mundos no solo son totalmente distintos sino que el auténtico, el verdadero, el que contiene el aire que respiramos, es el primero, el de las islas de luz, el de las reacciones generosas, inmediatas, humanitarias (médicos, taxistas, tenderos de Barcelona).
Estaba equivocado. La manifestación “común” contra los asesinos se convirtió en el triunfo del segundo mundo sobre el primero. De lo virtual sobre lo tangible. Se acabó el silencio que llenó las calles de Londres o de París. Volvieron las consignas, los eslóganes, las montañas nevadas y las banderas al viento, los salivazos, la demagogia. Los supremacistas catalanes demostraron que los muertos les importan tres co..nes, salvo para instrumentalizarlos. Los extremistas del bando contrario hicieron más o menos lo mismo. Y el hermoso lema No tinc por (No tengo miedo) se hiz0 trizas, al menos en mi corazón. Ahora sí que tengo miedo. Y mucho.