Muerte y peripecias post mórtem de René Descartes

11 / 02 / 2011 0:00 Luis Reyes
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ESTOCOLMO, 11 DE FEBRERO DE 1650 • El gran filósofo René Descartes fallece a causa de los madrugones en el frío sueco.

Tenía la mejor cabeza de Europa, quizá por eso un fetichista la separó del cuerpo y la escondió. René Descartes no encontró desde luego el descanso tras su muerte, un frío día de invierno sueco. Ese invierno fatal que le había matado, según la versión convencional, aunque desde luego con un personaje de su talla era inevitable que corriese la sospecha de... ¡veneno!

Descartes había llegado a Estocolmo en septiembre de 1649 movido por una ilusión a la que difícilmente se resiste un filósofo: ser maestro de príncipes, educar el carácter y la conciencia del monarca para que reine de forma justa y benéfica. La reina Cristina de Suecia le había ofrecido esa oportunidad.

Hacía tiempo que el filósofo mantenía correspondencia con aquella soberana singular a la que llamaban la Minerva del Norte por sus inquietudes intelectuales. Del mismo modo que la diosa de la sabiduría –y de la guerra- se representa con casco de guerrero griego, lanza y escudo, Cristina vestía muchas veces como un caballero, ciñendo espada. Por ser hija única su padre había querido que se educase como un hombre, y tenía voz y maneras masculinas.

Pero esa falta de feminidad era lo que la hacía verdaderamente atractiva, porque en aquella época todo lo interesante le estaba, en principio, vedado a las mujeres. Tanto el ejercicio del gobierno como el interés por la ciencia, la filosofía, la política, el pensamiento abstracto en general, eran cosas de hombres.

Cristina se rodeó de una corte de humanistas, científicos y artistas, lo que por cierto le costaba a la corona unos gastos que escandalizaban a los austeros suecos. Pero en ese Parnaso faltaba la gran estrella del pensamiento europeo, René Descartes, y la reina de Suecia no descansó hasta que logró seducirlo con sus ofertas y atraerlo a Estocolmo.

Cariños que matan.

Descartes se había retirado a pensar y escribir a Holanda pese a ser católico, pues pensaba que allí estaría a salvo de la Inquisición de Roma –el proceso de Galileo le había impresionado mucho- y tendría más libertad intelectual, aunque también sufriría ataques de la ortodoxia protestante y mudaba constantemente de domicilio por miedo a los fanáticos. En 1637 publicó anónimamente en Leiden su famoso Discurso del método.

Tenía ya 53 años cuando acudió a la llamada de la Minerva del Norte. Cristina le acogió con devoción, pero hay cariños que matan. La reina de Suecia estaba ansiosa por absorber la sabiduría de su maestro, y con su extraordinaria energía y carácter de hierro decidió sacarle al día horas extras para recibir sus lecciones. Impuso un ritmo inhumano de clases a altas horas de la madrugada, y eso en un clima que pronto entró en el gélido invierno del Norte. Para un hombre de la edad de Descartes, que era la ancianidad en la época, el programa de estudios de la voluntariosa Cristina resultaría fatal. A veces no es que le obligase a levantarse de madrugada, es que no le dejaba dormir de noche por su ansia de discutir un tema. El filósofo resistió solamente cinco meses: en febrero de 1650 falleció de neumonía.

Que tan gran personaje tuviera una muerte tan prosaica, un enfriamiento por los madrugones con frío glacial, no convence a todos. Era inevitable una teoría de la conspiración, y en 1980 un investigador alemán descubrió una carta dirigida al médico de la reina Cristina, Willem Pies –casualmente antepasado del investigador- en la que el médico que atendió a Descartes describe unos síntomas que más que a la neumonía responden al envenenamiento por arsénico.

Se ha querido encontrar al culpable en el padre Viogué, capellán del embajador francés, en cuya mansión residía Descartes. Un asesino necesita ocasión y móvil. Conviviendo bajo el mismo techo que el filósofo, Viogué tendría la ocasión. En cuanto al móvil, respondería a una conspiración urdida en Roma, de donde habían enviado a Estocolmo al sacerdote, para sustraer a Cristina de la influencia impía de Descartes y promover su conversión al catolicismo. Especialmente truculento sería el método de asesinato: el capellán habría envenenado con arsénico las hostias que le daba a comulgar a Descartes en la capilla del embajador. Esa fabulosa historia sostiene al menos Theodor Ebert, un filósofo alemán antisistema.

Cuatro sepulturas.

Pese a ser católico y haber recibido los santos sacramentos antes de morir, Descartes fue enterrado en el cementerio de un templo protestante dedicado a San Olaf, sustituido actualmente por la iglesia Adolf Fredriks, donde por cierto está enterrado Olof Palme. Pero allí no encontraría precisamente descanso eterno; poco después de su muerte, su patrona Cristina de Suecia abdicó y abandonó el país para acogerse a la protección del rey de España, en cuyos dominios se declaró católica (véase Historias de la Historia, “La conversión de la reina sueca” en el número 1.487 de Tiempo). Y 16 años después de su primer entierro, Descartes fue exhumado para que sus restos regresaran a Francia. Fue entonces cuando se descubrió que le faltaba la cabeza.

Un cortesano la había separado del cadáver y guardado, así que lo que viajó a París fue un cuerpo descabezado. Recibió sepultura por segunda vez en la iglesia de Sainte-Geneviève-du-Mont, donde logró permanecer poco más de un siglo, porque durante la Revolución Francesa fue de nuevo exhumado y trasladado al Panteón, el templo funerario laico para los ciudadanos ilustres. Tampoco duró mucho en su tercera tumba. En 1819 lo desenterraron y lo llevaron a otra iglesia, la de Saint-Germain-des-Prés. Parecía un lugar predestinado para el gran pensador, pues esa zona se convertiría en el siglo XX en el barrio de la intelectualidad parisina.

Pero mientras tanto, la cabeza que mejor había pensado en su tiempo llevó su propia vida post mórtem. Un científico sueco decidió devolvérsela a Francia en el siglo XIX, aunque esto no supuso el reencuentro de los restos de Descartes... La autoridad, siempre inhumana, decidió instalarla como una atracción en el Museo del Hombre, entre las curiosidades antropológicas.

René Descartes habría hecho sin duda agudas reflexiones sobre estos caprichos del destino.

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