La batalla de Sidney Street
East end de londres, 16 de diciembre de 1910 · Unos terroristas matan a tres policías, primer acto del drama que culminaría en el asedio de Sidney Street.
El orgullo de la Policía inglesa es no llevar armas. La imagen del bobby armado con un silbato en vez de pistola se ha mantenido hasta hace poco, cuando los graves atentados terroristas en Londres cambiaron las reglas de juego. Pero el enfrentamiento con terroristas es antiguo y antes de llevar chalecos antibalas y metralletas los policías los resolvían con improvisaciones, como sucedió en la batalla de Sidney Street.
Todo empezó en la desolada noche del peor barrio de Londres, el East End. Era la parte más insana de la ciudad, el gueto donde se apiñaban los inmigrantes, el reino del hampa donde los marineros saciaban su sed de prostitutas y alcohol barato. Los periódicos contaban los más sórdidos y horribles crímenes cometidos en el East End. Allí habían tenido lugar los asesinatos del escoplo, la matanza a golpes de dos familias de comerciantes locales, incluidos niños y bebés, y aquel había sido el teatro, a finales del XIX, de las andanzas de Jack el Destripador.
En la noche del 16 al 17 de diciembre de 1910, un tendero de Houndsditch acudió a la Policía alarmado por los golpes que se oían en la vecindad. Salían de una casa contigua a una joyería, podía deducirse que unos ladrones estaban perforando un butrón. Media docena de agentes acudieron a la casa sospechosa, dos la cubrieron por detrás, cuatro por delante. Llamaron y les abrió un extranjero incapaz de hablar inglés, algo muy normal en el East End.
El sospechoso se metió para adentro y subió las escaleras sin decir nada. Dos policías entraron entonces en la vivienda. Sería para ellos una trampa mortal. De pronto se abrió una puerta y alguien comenzó a dispararles, mientras que desde lo alto de la escalera también abrían fuego. Los agentes cayeron acribillados a balazos y cuando los que habían quedado fuera intentaron auxiliarles también fueron alcanzados por el fuego. Despejado el camino, los criminales intentaron huir por l a calle, pero una de los policías heridos agarró a uno. Los pistoleros le metieron doce balas en el cuerpo, pero una alcanzó también a un fugitivo. Sus compañeros se lo llevaron a rastras.
Tres policías habían quedado muertos, los demás estaban heridos, pero no serían las únicas víctimas fatales de aquella noche. De madrugada dos mujeres fueron a buscar a un médico y lo llevaron a otra miserable casa del East End, donde agonizaba un hombre herido de bala. Se trataba de un inmigrante procedente de Letonia, entonces parte del Imperio ruso, llamado Georg Gardstein. “Expiró antes de la mañana, dejando como recuerdo una pistola Browning, un puñal y un violín”, cuenta Winston Churchill en el artículo que escribió sobre la batalla de Sidney Street, de la que él sería también protagonista.
La banda de Peter the Painter.
Por la identidad del muerto la Policía pudo establecer qué banda era la que había provocado la matanza. No se trataba de simples criminales ladrones de joyas, sino de un grupo anarquista letón, una organización secreta terrorista llamada Liesma, cuyos miembros exilados en Londres, para sostener las actividades revolucionarias, practicaban expropiaciones, es decir, robos y atracos a capitalistas. Su jefe era un tal Peter the Painter (el pintor), una especie de Robin Hood de los círculos revolucionarios del East End.
Comenzó la caza del hombre y a las dos semanas un informador les dijo a los investigadores que Peter the Painter estaba escondido en el número 100 de Sidney Street, una calle cercana al lugar donde mataron a los agentes. Se montó un gran despliegue con 200 policías que acordonaron la zona, pero esto alertó a los terroristas, que los recibieron a tiros, hiriendo a un inspector. Así comenzó, a primera hora de la mañana del 3 de enero de 1911, la batalla de Sidney Street.
Los bobbies acudieron a una armería cercana y se incautaron de las escopetas expuestas a la venta, con las que empezaron el fuego contra el número 100. Tenían una gran superioridad numérica, pero eran inferiores en armamento, pues los terroristas estaban armados con lo mejor de la época, la pistola carabina Mauser C-96 semiautomática, cuya funda se podía montar como culata para asegurar la puntería, el arma favorita de los revolucionarios, que en Rusia eran apodados mauseristas. Además parecían tener una reserva de munición inagotable.
Se recurrió entonces al ejército, y de la cercana Torre de Londres llegaron varios soldados de un regimiento de la Guardia, los Scots Guards, armados con fusiles Lee-Enfield. Pero el refuerzo más extraordinario que llegó, elegantemente vestido y con sombrero de copa, fue el right honourable (muy honorable) Winston Churchill, ministro del Interior, a quien estos acontecimientos llevaron, por cierto, a autorizar la compra de pistolas automáticas para la Policía.
Dejaría un testimonio directo, en el artículo que hemos citado antes, del panorama que encontró, una auténtica batalla en plenas calles de Londres, con los soldados disparando sus rifles y los policías sus escopetas, mientras desde el número 100 respondían fieramente a tiros de Mauser: “Nada semejante se había visto jamás en memoria humana en la tranquila, ordenada, confortable Inglaterra”. La forma de entender la vida de Churchill, un aventurero para quien el peligro resultaba una droga estimulante, encantado de abandonar su despacho para acudir a un tiroteo, se revela en cómo termina el párrafo anterior: “Y desde este punto de vista, al menos, mi viaje resultaba bien recompensado”.
La batalla duró seis horas hasta que decidieron dar el asalto definitivo, que debían realizar simultáneamente tres grupos. Uno entraría desde el tejado, abriendo un agujero; otro intentaría saltar a través de una ventana de la segunda planta; y el grupo principal, saliendo de una casa vecina, se lanzaría contra la puerta. Si el asalto fallase, recurrirían a la artillería; Churchill ordenó traer un cañón del ejército.
Se pusieron a buscar una plancha de acero por las instalaciones industriales que existían en la zona, para que el grupo de asalto de la puerta, que arrostraría el mayor riesgo, lo usara como escudo, cuando de la casa asediada comenzó a salir humo. ¡Se había declarado un incendio! Enseguida se vieron llamas, pero eso no parecía arredrar a los terroristas, que seguían disparando con entusiasmo.
En esas llegó un coche de bomberos que no atendió el alto que le dieron en el cordón de policía. El jefe de la brigada antincendios dijo que si había fuego su deber era acudir a apagarlo, e hizo falta que interviniese Churchill, con toda su autoridad de ministro del Interior, para detener a los bomberos. El incendio resolvería el problema sin necesidad de asalto, pues antes o después los ocupantes del número 100 tendrían que salir a la calle, empujados por las llamas.
Terroristas suicidas.
Era no conocer a los anarquistas, siempre dispuestos a sacrificar la vida en sus acciones, como los modernos terroristas islámicos. Prefirieron achicharrarse a entregarse. Entre los primeros que entraron en la casa cuando se consumió el fuego estaba el propio ministro del Interior, pese al evidente peligro. No eran ya los terroristas, cuyos cuerpos estaban carbonizados, sino la estructura del edificio: una pared se cayó y mató a un bombero. Dentro aparecieron los cadáveres de dos letones, pero ninguno de ellos era Peter the Painter.
Como puede suponerse, el suceso, cubierto por fotógrafos y cámaras de cine, levantó una gran expectación. En un cine de Londres se proyectó un documental titulado Mr. Churchill in the Danger Zone (Mr. Churchill en la zona de peligro) en el que se veía que una bala le atravesaba el sombrero de copa. Los historiadores dicen que eso nunca sucedió, pero la popularidad de Churchill resultó reforzada, como sucedía con todas las aventuras en las que se arriesgaba.