Tenemos el sueño cambiado

15 / 12 / 2015 Luis Algorri
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El horario por el que nos regimos los españoles lleva trastocado desde los años 40. Dormimos poco, nos alimentamos mal, padecemos estrés... y las mujeres se llevan la peor parte. Ahora hay políticos dispuestos a cambiarlo

DOMINIK Y LA SEÑORA AURELIA NO SE CONOCEN

Dominik es un joven empleado en la oficina de correos que hay en el número 28 de la calle Rákóczi, en el pueblo húngaro de Tiszabecs, en la ribera del río Tisza. A las siete y media de la mañana, cuando llega a su trabajo, está terminando de amanecer, hace frío (dos grados bajo cero) y ya hay gente por la calle. No mucha porque la zona no es muy poblada: dos hileras de casas bajas y, casi enfrente de la oficina, el pretencioso templo de la Iglesia Reformada. Dominik abre el pequeño local de una sola planta, con las ventanas enrejadas y con cinco antenas parabólicas en el tejado; enciende la calefacción y lo prepara todo para abrir al público a las ocho.

A esa misma hora, las siete y media, la señora Aurelia duerme como un tronco en su casa de Tui, provincia de Pontevedra, España, a unos 3.250 kilómetros de Tiszabecs. Es noche cerrada (el sol saldrá, ahora en diciembre, sobre las nueve) y en la calle donde está su casa, la avenida de Portugal, no hay absolutamente nadie. El supermercado, Alimentación Fronteira, está cerrado. El bar La Jamoneta también. En el Bazar Esotérico San Lázaro, casi enfrente de su casa, los únicos que tienen los ojos abiertos son los santos de colorines que hay en el escaparate.

Y, sin embargo, en Tui y en el remoto pueblo húngaro de Tiszabecs, las siete y media son las mismas siete y media. El reloj de la oficina de Dominik y el despertador de la señora Aurelia tienen las manecillas en la misma posición, aunque su vida comience en momentos diferentes y sus hábitos sean también muy distintos, porque Dominik se ha acostado sobre las once de la noche, se ha levantado a las seis, ha desayunado fuerte y se ha ido a trabajar completamente despejado.

La señora Aurelia, sin embargo, tiene otros planes. El despertador sonará sobre las ocho y media (quizá las nueve); ella desayunará un escueto tazón de café con leche y unas galletas, y, a eso de las diez o diez y pico, se abrigará, cogerá la bici y pedaleará apenas un kilómetro hasta llegar al Puente Internacional Valença-Tui, que cruza el río Miño y que une el pueblo pontevedrés con la localidad portuguesa de Valença do Miño. La señora Aurelia, que va con sueño porque se quedó viendo la tele hasta tarde, quiere comprar unas toallas para el baño y sabe, como sabe todo el mundo, que
 al otro lado del río, en Portugal, están más baratas.

La raya decisiva

Quizá lo haga o quizá no, pero cuando cruce el puente (un venerable artefacto de vigas de hierro construido en 1884), la señora Aurelia debería cambiar la hora del reloj. Allí, al lado de su casa pero en Portugal, no serán las diez sino las nueve. En la lejana Hungría, sin embargo, serán las diez.

España tiene el sueño cambiado. Nuestro horario es el mismo que rige en Noruega, Suecia, Polonia, Alemania, Hungría, Chequia y Eslovaquia, Austria, Serbia, Albania, Montenegro, Croacia, Bosnia, Eslovenia, Italia, Suiza, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo... y Francia. Y también en Argelia. Ese horario, como todos los del mundo, se calcula a partir de la hora del meridiano que cruza por el Real Observatorio de Greenwich, en las afueras de Londres. Se llama UTC (Universal Time Coordinated). Hacia el este de esa raya imaginaria, se van restando horas, porque amanece antes. Hacia el oeste, al revés: se van sumando, porque amanece después.

Pero el meridiano de Greenwich cruza Aragón, no toca siquiera Cataluña (que queda al este de la raya) y atraviesa Valencia. Luego, después del Mediterráneo, entra en Argelia. Ni roza Marruecos. La inmensa mayoría del territorio español está al oeste del meridiano de Greenwich. Entonces, ¿por qué la hora por la que nos regimos es “la del otro lado”? La misma que tienen los húngaros, los polacos o los habitantes de la aldea de Kiberg, en Noruega, que cae más al este todavía que San Petersburgo, en Rusia.

Eso es lo que la señora Aurelia no entiende. Que en su casa, a este lado del Miño, sean las diez y que al otro lado sean las nueve. Y tiene razón al no entenderlo. Ella se dirá que eso son “cosas del Gobierno”. Y también tendrá razón.

Con los husos horarios, los Gobiernos hacen lo que les da la gana. Hay situaciones que bordean el chiste... de humor negro. El Gobierno chino, por ejemplo, decidió que todo el país tendría la misma hora, cuando su enorme extensión aconsejaría dividir el territorio en cuatro o incluso cinco husos distintos, que son los que le otorga la geografía. Bielorrusia es el único país europeo que mantiene la hora UTC+3 (por la sola voluntad del Gobierno), cuando hasta un niño ve en el mapa que le corresponde una hora menos: cuando alguien cruza la frontera de Bielorrusia con Polonia, tiene que atrasar el reloj no una hora sino dos. Lo mismo sucede cuando se pasa de Chad al vecino Sudán. Y cuando los chinos de Hunchun Quanhe quieren pasar a Vladivostok (Rusia), que está ahí mismo, tienen que adelantar el reloj... ¡tres horas!

Pero lo de Europa es tremendo, porque desde la casa de la señora Aurelia, en Tui, hasta la oficina de Dominik, en Hungría, caben cuatro husos horarios distintos. Y en casi todas partes es la misma hora.

Cómo adular a Hitler

Eso, en España, lo decidió Franco. Fue en 1942, cuando los alemanes iban ganando la guerra mundial en todas partes (o eso creía el general español) y habían tenido la ocurrencia de imponer el mismo horario en todos los territorios que controlaban, desde Rusia hasta el norte de África. Franco, para congraciarse (aún más) con Hitler, cambió el horario español de toda la vida, el UTC, e impuso el UTC+1, que era el alemán. La verdad es que ni las comunicaciones, ni las industrias, ni las operaciones militares en curso justificaban tal desaguisado. Fue pura política. O pura adulación. Pero nadie lo ha cambiado desde entonces y España, lo mismo que Francia, el Benelux o Argelia, vive desde entonces con el sueño cambiado... o al menos retrasado una hora.

Ahora cada vez son más las voces que aconsejan reparar el desatino y conciliar la hora oficial con la hora solar, que en el caso español sería la de Londres, Portugal, Irlanda, todo el África occidental... y también Canarias, donde la idea no gusta nada porque el archipiélago perdería (dicen allí) la inmensa publicidad gratuita que supone la coletilla “y una hora menos en Canarias”.

Ventajas y desventajas

Vivir con el sueño cambiado es, para los españoles, extenuante, por más que llevemos casi 70 años haciéndolo. Nos levantamos relativamente pronto pero, mientras la inmensa mayoría de los europeos hace una pausa a media mañana para un almuerzo rápido y ligero que no les suele llevar más de 45 minutos, nosotros nos sentamos a comer “como Dios manda”, lo cual nos lleva alrededor de hora y media, cuando no dos. La causa está clara: nosotros desayunamos poco y los demás se cargan de energía para toda la jornada.

Y las consecuencias también están claras: los europeos suelen terminar de trabajar sobre las cinco de la tarde, mientras que a nosotros nos dan las siete o las ocho. Nuestra vida familiar y de ocio se resiente, porque tenemos menos tiempo para eso. Cenamos tarde, a las nueve, cuando no a las diez, y nos vamos a la cama cuando el resto del continente lleva ya un par de horas durmiendo. Es decir, tomamos lo peor de cada sistema. Dormimos poco. Trabajamos más horas, pero rendimos menos. No sabemos conciliar la vida personal con la vida laboral. Y quede claro que sí lo sabíamos hacer hasta los años 40. Aquella famosa frase de Eugenio d’Ors: “En Madrid, a las siete de la tarde, o das una conferencia o te la dan” es hoy imposible, porque a las siete está todo el mundo trabajando. Las conferencias, y todo lo demás que incluye la vida personal de los ciudadanos, comienzan a las siete y media... como pronto. Mejor a las ocho. Si no, no va nadie.

Ahora bien, ¿alguien se imagina a los restaurantes de la costa mediterránea, o a las discotecas, o a los cines, programando su actividad para las siete de la tarde? ¿En España, país del turismo, el reino del sector servicios, el lugar donde los europeos vienen de vacaciones precisamente para saltarse los tempraneros horarios que tienen en casa? ¿Alguien recuerda la cara de desprecio que se nos pone a los españoles cuando vamos a París o a Londres o a Bruselas, tratamos de tomar una copa un martes a las once de la noche y no hay manera porque “aquí no saben vivir, se acuestan con las gallinas”, como decimos?

Es un falso problema. El horario de los turistas afectaría a quienes viven del turismo, pero estos no tienen por qué imponer sus costumbres a todos los demás. La adaptación de la vida diaria al horario solar, y no al del arbitrario reloj germanófilo que impuso Franco, nos quitaría quizá una hora de luz, pero nos daría mucho más tiempo para nosotros. Y en un país en el que, nos pongamos como nos pongamos, las mujeres dedican al trabajo doméstico y familiar dos horas más al día que los hombres (labor, pues, suplementaria después del horario laboral común), esa medida mejoraría enormemente la vida de las mujeres que trabajan. Ponernos en hora con la realidad no se hace con una simple medida del Gobierno (no cambiar la hora en primavera, por ejemplo), aunque hay formaciones políticas, como el PSOE y Ciudadanos, que ya van asumiendo la propuesta como propia. Pero eso no basta. Las empresas deberían ponerse de acuerdo en adaptar sus horarios. Y las escuelas, y las universidades. La televisión debería adelantar también su zona de prime time. Es decir, se trataría de un cambio social más que gubernamental, como dicen en la Asociación para la Racionalización de los Horarios Españoles, que presidió hasta hace pocos meses Ignacio Buqueras, o como lleva años diciendo Fabián Mohedano, cabeza visible de la Iniciativa para la Reforma Horaria, grupo que se propone que, al menos en Cataluña, “la gente coma a la una de la tarde”.

Porque vivir con el sueño cambiado, como le pasa a la señora Aurelia, de Tui, no es una seña de identidad de nada ni una muestra de la “alegre y divertida forma de disfrutar la vida de los españoles”. Al revés. Lo que genera es estrés por falta de descanso. Y con estrés se vive peor. Lo mismo en Hungría que en Pontevedra.

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