La era Trump y el refugio de la moneda como patria
Trump llega a la casa blanca a lomos de una “democracia sentimental” sobre la que también cabalgan alegres otros populismos de derechas y de izquierdas, sobre todo en Europa, en donde, como explica Magris, “la moneda única es el elemento que más nos hace sentirnos como en casa o como desplazados”.
Francis Fukuyama, aquel investigador social que, tras la caída del Muro de Berlín, proclamó “el fin de la historia”, estaba equivocado. Una lectura atenta de Karl Popper le habría advertido de la imposibilidad de prever el futuro. Fukuyama anunció el triunfo final del capitalismo pero, cuando George W. Bush salía de la Casa Blanca y entraba Barack Obama, llegó la gran recesión. Ahora, la victoria, en teoría sorprendente, de Donald Trump inaugura, para muchos, una nueva era, que algunos ya etiquetan como “poscapitalismo”.
La era Trump es, sobre todo, incertidumbre, algo que, para empezar, detestan, por ejemplo, los banqueros, esos mismos que se quejan con amargura de los bajos tipos de interés, porque con el dinero tan barato les resulta difícil ganar dinero. No a todos, porque en el Banco Central Europeo, que preside Mario Draghi, el hombre que salvó el euro, ponen de ejemplo a algunas entidades del norte de Europa que, incluso en estas circunstancias, obtienen rentabilidades superiores al 10%.
Donald Trump, tras ganar las elecciones, desconcierta y preocupa casi por igual a partidarios y detractores. Llega a la Casa Blanca a lomos de lo que G. Marcus, de la Universidad de Pensilvania
–uno de los Estados clave de su éxito– ya calificó en 2002 como “democracia sentimental,” según recordaba el año pasado el profesor José Luis Dader, de la Complutense de Madrid, en su ensayo Fascinados por Podemos.
George Lakoff, uno de los referentes de Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, hablaba de desintelectualizar los mensajes, reducirlos a propuestas sencillas pero moralmente verosímiles, para que ofrezcan horizontes a los que se puedan sumar el mayor y más heterogéneo número de personas posibles. D. Western lo sintetizó: “La gente vota por el candidato que estimula los sentimientos correctos, no por el que presenta los mejores argumentos”. Muchos votantes de Trump se sorprenderían de que su programa electoral escrito habla de respetar las leyes internacionales y específicamente los acuerdos de la Organización Mundial de Comercio, lo que pondría en cuarentena sus soflamas contra el libre comercio, que van contra toda la tradición republicana.
Trump tampoco ha inventado nada, aunque quizá lo haya perfeccionado. Ronald Reagan, el presidente artífice de la caída del Muro de Berlín que tanto equivocó a Fukuyama, ya abordó una campaña electoral y una presidencia sentimental. El artífice, como recuerda el profesor Dader, fue un tal Richard Wirthlin, para quien lo decisivo no eran las propuestas políticas, sino la comunicación de valores que la gente considera auténticos y deseables de asumir. Wirthlin sostenía que el éxito político consistía en “persuadir por la razón y motivar por la emoción” y así lo aplicó a las campañas de Reagan en 1980 y 1984. Curiosamente, Pablo Iglesias, en los orígenes espectaculares de Podemos, afirmaba que “hay que apelar a la emoción y no solo a la razón”. Rechaza y le indigna cualquier comparación con Trump, pero su equipo, siempre muy profesional en estos temas, estudia los detalles de la campaña del futuro presidente americano.
Los mercados, tras los titubeos iniciales, han reaccionado con tranquilidad, aunque –también por otros motivos– ha habido nubarrones en renta fija, en donde la gran tormenta está por llegar. En el terreno económico, los primeros tiempos de Trump pueden tener mucho espejismo positivo, pero a medio y largo plazo, como ha explicado Paul Krugman, que esta vez sí da en la diana, “las políticas trumpistas no ayudarán a la gente que le votó; de hecho sus seguidores acabarán en una situación mucho peor”. Puede deportar a quien quiera e imponer aranceles estratosféricos a productos no americanos, pero los trabajadores blancos pobres no recuperarán sus viejos empleos ni su poder adquisitivo y estatus social. No al menos con las recetas que han llevado a Trump a la presidencia.
Las incertidumbres sobre la era Trump se multiplican –y son inquietantes– más allá de la economía. La negación del cambio climático, la política de inmigración, el aislacionismo y la tentación de abandonar el liderazgo del mundo abren demasiadas incógnitas. Ninguna, sin embargo, tan grande como la puerta que deja abierta a la emulación en otros lugares y, especialmente, en Europa. Los enemigos de la Unión Europea, con Marine Le Pen en primer lugar –pero también otros extremistas de derechas y de izquierdas que ahora eluden dar la cara– creen que tienen su gran oportunidad.
España, que eludió el naufragio gracias a la Unión Monetaria, inaugura también una nueva era política, la de las minorías, que tiene su primer Rubicón en la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado y que sean validados por las autoridades de Bruselas, que es el desafío del ministro Luis de Guindos. Claudio Magris, al recibir el premio Francisco Cerecedo la semana pasada en Madrid, en presencia del rey Felipe VI, lo resumió con maestría: “La moneda única es el coeficiente de unión necesario, puesto que, tras la lengua, la moneda es el elemento que más contribuye a hacernos sentir como en casa o como desplazados”. No, no es el fin de la historia que previó Fukuyama y en Europa el euro ejerce de refugio de la patria, porque mientras haya euro habrá esperanza, con Trump –que será pasajero al fin y al cabo– y sin Trump.