Atrapados en el laberinto neogótico catalán
Las condenas de inhabilitación de Mas y Homs pueden significar su apartamiento de la primera línea política por un tiempo. Cuando pase el plazo de su inhabilitación es más que probable que otros líderes hayan ocupado su lugar. Es algo que le puede ocurrir a cualquiera que siga sus pasos, y Junqueras lo sabe.
Gerald Brenan (Malta, 1894-Alhaurín el Grande, Málaga, 1987), ya lo explicó en El laberinto español (1943): “España es un país difícil de gobernar”. No fue el primero, tampoco el último, pero sí quien más eco alcanzó, sobre todo en el mundo anglosajón, y quizá fue germen de tantos hispanistas como, por ejemplo, Ian Gibson, que acaba de publicar Aventuras ibéricas (Ediciones B), un brillante compendio de experiencias, reflexiones y también “irreverencias” sobre España.
El laberinto español fue un intento de esclarecer “los antecedentes políticos y sociales de la Guerra Civil” y pronto se convirtió tanto en un clásico como en una obra imprescindible para entender España desde fuera, pero también desde dentro. Escrito hace casi 80 años, algunos párrafos suenan muy actuales: “El principal problema político del país ha sido siempre alcanzar un equilibrio entre un Gobierno central eficaz y los imperativos de la autonomía local”. El Gobierno de Mariano Rajoy ha tropezado torpemente con el conflicto de los estibadores y ha sufrido un revolcón parlamentario. El asunto, sin embargo, no va más allá de la anécdota. La bronca con los trabajadores portuarios pasará, pero el laberinto catalán seguirá ahí y todo apunta que volverá a atrapar a unos y a otros en un enredo tan neogótico e interminable como la Sagrada Familia, la gran obra neogótica, imaginada por un genio venido del siglo XIX y que quizá se concluya en el XXI.
El gótico procura evitar los ángulos rectos, quizá porque en la naturaleza son excepcionales. Artur Mas hace política neogótica cuando apela a la Constitución para que le defienda –que le absuelva el Tribunal Supremo– de saltarse esa misma Carta Magna cuando le conviene y sin renunciar a no respetarla en el futuro. Todo al mismo tiempo que Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, presidente y vicepresidente de la Generalitat, reclaman –exigen– un muy peculiar estilo de diálogo que consiste en hablar, pero solo para que les den la razón, en lo que ya hace tiempo que se convirtió en un verdadero laberinto catalán, que ha atrapado a todos, catalanes y no catalanes.
Puigdemont y Junqueras, en el enésimo quiebro, han logrado aprobar los presupuestos generales de Cataluña con una fórmula tan neogótica –sin ángulos rectos– como el voto a favor prestado de dos diputados antisistema de la CUP que más o menos dirige Anna Gabriel, y con el agravante de que los servicios jurídicos del Parlamento catalán explicaran que el Servicio de Garantías Estatutarias advertía que los que votaban iban en contra de la Constitución. El número uno y el número dos del Gobierno catalán han ganado tiempo, aunque sea a costa de la legalidad. Pueden gobernar con algo más de comodidad, mientras intentan buscar una salida del laberinto en el que ellos mismos se metieron al prometer la celebración de un referéndum imposible, que ahora tendrá fondos para celebrarse, pero que nunca podrá autorizar ni permitir el Gobierno español por la simple –y quizá románica, es decir, sólida– razón de que la misma Constitución que Artur Mas invoca –cuando le conviene– para defenderse a sí mismo no lo permite.
Puigdemont y Junqueras, íntimos adversarios, necesitan encontrar su particular hilo de Ariadna que les indique a ellos –y también a todos– la salida del cada vez más enrevesado laberinto catalán, en cuyos recovecos hay hasta una caja con 1,8 millones de euros en billetes de Félix Millet, el que fuera presidente del Palau y que ahora canta en los tribunales más de lo que muchos querrían y menos de lo que otros esperarían.
Artur Mas apela a la Constitución porque es su último asidero ante la inhabilitación que, en la práctica es una condena al ostracismo político. Francesc Homs, juzgado directamente por el Supremo en Madrid, quizá utilice el mismo argumento, pero tampoco le servirá para demasiado. La inhabilitación supone, en el mejor de los casos, dos años de apartamiento de más cargos públicos y prohibición de presentarse a elecciones. Eso significa que no podrá ser candidato en los próximos comicios catalanes, sean este año o el que viene, y que le queda por delante una futura legislatura fuera de la primera línea política. Y entonces, ¿quién se acordará de Mas y de Homs, ahora condenado a otro año de inhabilitación por el Supremo? El laberinto catalán quizá siga ahí, pero a lo mejor ellos ya no tienen ningún papel relevante. En su propio partido buscan sin disimulos su apartamiento definitivo.
La inhabilitación, que al final llega, es lo que ha provocado que Junqueras, en otra finta neogótica, proponga que sean todos los consejeros del Gobierno catalán los que firmen expresamente una supuesta convocatoria de referéndum. La Justicia puede hacerlo –quizá lo hagan– pero no es lo mismo inhabilitar a Mas, a las exconsejeras Irene Rigau y Joana Ortega, y a Homs, que hacerlo con todo el Gobierno en bloque de la Generalitat, aunque eso tampoco les exime de respetar la Constitución. Por eso, mientras calculan cuándo les conviene más convocar elecciones, la incógnita es hasta donde Puigdemont y, sobre todo, Junqueras están decididos a correr el riesgo de una inhabilitación, mientras Ada Colau y otros, por ejemplo, esperan su oportunidad en el laberinto neogótico catalán en el que nadie ha encontrado un hilo de Ariadna, porque el desafío interminable a la ley nunca es una solución.