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Pedro Sánchez se resetea

01 / 07 / 2015
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Su proclamación como candidato le confiere la oportunidad de inaugurar un nuevo tiempo

Desde Felipe González, el PSOE no ha sabido encajar adecuadamente las piezas de la maquinaria con la que se debe elegir a un secretario general. González fue líder indiscutible e indiscutido porque llevó el debate a las agrupaciones y zarandeó el partido de abajo arriba hasta convertirlo en un eficaz instrumento político con el que alcanzó el poder y le dio un serio repaso al país. Sin embargo, a última hora cometió el grave error de señalar a su preferido, y Joaquín Almunia inició su corto mandato con el estigma del dedo divino pegado a su sombra. Buscando la legitimación de la militancia, Almunia convocó unas primarias para elegir al candidato a la Presidencia del Gobierno y Josep Borrell le birló el encargo. Este, a su vez, dimitió poco después víctima de una sucia operación política cuyos autores intelectuales siempre fueron perfectamente reconocibles. El resultado de aquel encadenamiento de torpezas fue que el derrotado, Almunia, se tuvo que presentar a las elecciones del 2000 y cosechó, como no podía ser de otra manera, el peor resultado del PSOE desde la mayoría absoluta de 1982 (124 diputados). Dimitió la misma noche del descalabro. Después de Almunia vino José Luis Rodríguez Zapatero. Una nueva variante de las incongruencias sucesorias aplicadas con ahínco por la dirigencia socialista. El candidato de “nadie” se llevó el gato al agua porque la mayoría y la minoría reconocibles, el felipismo y el guerrismo, se enzarzaron en una absurda partida de póker sin ser capaces de presentar a sus candidatos respectivos o de llegar a un acuerdo. Sí coincidieron en la tarea de impedir que José Bono fuera el ganador del 35º Congreso. Así que ZP fue elegido gracias a la guerra de guerrillas protagonizada desde las sombras por Felipe y Guerra y se dispuso a dirigir el partido y a los españoles apoyado en un insólito sanedrín ajeno a los intereses de ambos, el partido y los españoles.

Cuando la continuidad de Zapatero se tornó en quimera, ese mismo sanedrín, apoyado por ZP, diseña el asalto de Carme Chacón a la secretaría general. Saltan entonces todas las alarmas: ¡el PSOE en manos de un lobby ajeno al partido! Y es Alfredo Pérez Rubalcaba el que da el paso al frente. Podía haber llegado a la secretaría general de otro modo, pero tuvo que ser así, por la vía de urgencia, con el partido quebrado y en franco declive. Rubalcaba fue el bombero-secretario general. Una anomalía más.

La línea roja (y gualda). Y así llegamos a Pedro Sánchez, otro producto de la escacharrada factoría socialista. Sánchez no carece de ambición, pero sobre todo fue leal con quienes le pidieron que opositara. Se puso manos a la obra consciente de que su papel era instrumental y podía ser también temporal. Un candidato por delegación de las fuerzas vivas y los poderes emergentes del PSOE. Había que frenar a Eduardo Madina, que se empeñó en poner condiciones y tenía criterio propio y voluntad de permanencia. Pero a Susana Díaz, la verdadera esperanza blanca hasta hace unas semanas, se le cruzó en el almanaque la necesidad de hacerse fuerte en Andalucía y un resultado electoral que reducía su margen de maniobra. El candidato de conveniencia vio su oportunidad. Y la aprovechó.

Pedro Sánchez es el primer secretario general del PSOE elegido por sufragio entre los militantes, pero salvo una gran determinación y no poca habilidad, aun no ha demostrado nada. Y es ahora, definitivamente libre de cargas, cuando ha llegado su momento de la verdad. Su proclamación como candidato a la presidencia del Gobierno no incluye el completo reseteado de su corta trayectoria como líder de los socialistas, pero sí le confiere la oportunidad de inaugurar un nuevo tiempo, de actuar sin apenas restricciones como lo que proclama ser: un socialista limpio que aspira a encabezar “un proyecto en el que se reconozcan la mayoría de los españoles”.

El primer paso está dado. Excesos made in USA y superficialidades escenográficas al margen, la elección de la bandera española como marca preeminente de ese “nuevo tiempo” ha tenido la virtualidad de resituar de un golpe el hasta ahora pisuerguil discurso del sanchismo. Ya iba siendo hora de asumir sin complejos los símbolos comunes, aunque hayan sido factores exógenos los que han empujado a tal osadía. Los que desde dentro del PSOE aluden a que en el electorado socialista hay un sector que sigue identificando la Rojigualda con el franquismo, bien harían en recomendar a los críticos un viaje por los libros de Historia hasta el reinado de Carlos III o las Cortes de Cádiz. Por ejemplo. Cierto que la exhibición de la “bandera compensatoria”, como la ha definido un agudo colega, está directamente relacionada con la estrategia del PP de presentar al PSOE como un partido entregado al radicalismo de Podemos. Pero a mí me sirve la excusa si por fin dibuja en el suelo una línea roja (y gualda) sin posible marcha atrás. Lo otro, lo del extremismo izquierdista que dice Rajoy, solo son juegos florales. Porque lo que los electores cercanos al PSOE no le habrían perdonado es no haber colaborado en desplazar al PP del poder en, por ejemplo, Valencia y Madrid, dos de las fosas sépticas de la corrupción nacional. Nada que ver con los colores de la bandera.

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