Para qué queremos leyes

En la tertulia de la televisión pública nacional, nada más cerrarse las urnas, se ven dos cosas. Cinco periodistas veteranos que  no dejan de repetir que los datos de los sondeos no sirven para nada, que son vanidad de vanidades y todo vanidad, pero que –salvo uno, Fermín Bocos–se lanzan a analizarlos como si fuesen las definitivas tablas de la ley grabadas en piedra.

Y hay también allí una chica monísima, Anna Arqués, “especialista en comunicación”, la única independendista confesa en el plató, que lanza una frase espeluznante: “Si nos van a tirar encima esa losa de leyes y constituciones”, viene a decir, “en vez de hacer caso a la gente…”.

Esa losa de leyes y constituciones, ha dicho. Es decir, el armazón que nos hace a todos ciudadanos con derechos iguales. Eso le molesta. Eso es lo que habría que quitar. Eso, que es lo que le permite a esta sonriente chica, con aspecto de Virgen María de Zefirelli, estar donde está y decir lo que dice.

José Antonio Primo de Rivera dijo, el 29 de octubre de 1933 en el teatro de La Comedia de Madrid, que el mejor destino de las urnas era ser rotas. Definía, desde un punto de vista fascista, la inutilidad, el estorbo, la molestia de la ley, porque por encima de ella está el bien supremo: la patria.

Anna Arqués estaba muy contenta porque los suyos iban ganando en unas elecciones. Pero esa frase, ese desprecio a leyes y constituciones porque no hacen caso de “la gente” (¿quién es la gente, hermosa? ¿Tú? ¿La que piensa lo mismo que tú?) recuerda espantosamente al fundador de Falange Española.

Ay de quien busca la movilización de “los pueblos”, que no se sabe lo que es, y no de los ciudadanos. Que sí se sabe. Los ciudadanos son aquellos a quienes convierten en tales, a quienes amparan y protegen leyes y constituciones, Anita, guapa.