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Dominios de pasión

03 / 08 / 2015 Indigo Bloome
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Eloise Lawrance, una hermosa y delicada bailarina de ballet, está a punto de lograr sus sueños cuando, de manera repentina, su carrera profesional se hunde...

CÉSAR

Antony César King era uno de los hombres más adinerados de Gran Bretaña. Entre sus principales negocios figuraban los casinos y hoteles, aunque también era igualmente conocido por sus despiadados tratos en inversión inmobiliaria y su afición a las apuestas muy altas. La joya de la corona de su imperio económico –a la que dedicaba una desproporcionada cantidad de su limitado tiempo– era la firma que había creado desde cero: El Filo. Una agencia deportiva líder mundial, responsable de gestionar las carreras globales de los atletas más influyentes y con más tirón comercial. César poseía un instinto natural para identificar talentos emergentes, así como los recursos financieros para respaldar a aquellos a los que daba una palmadita en el hombro.

Los atletas sabían que si El Filo les representaba estaban en la senda del éxito. Decir “no” a César era comparable a despedirte de tu carrera deportiva y caer en el olvido. No solo era un negocio altamente lucrativo, sino que también había encumbrado a César como el eminente “promotor y agitador” de la industria. En los acontecimientos deportivos de élite que se celebraban por todo el mundo podía reconocérsele fácilmente por su extravagante forma de vestir, acompañada de una personalidad a juego. La gente le adoraba o le odiaba, pero era tal su magnetismo que todos se sentían atraídos hacia él como polillas a la luz. Poder y superioridad emanaban de cada gesto que hacía y del tono de cada palabra que decía. Y, sin ninguna duda, disfrutaba de la autoridad que ejercía y la atención que suscitaba. De hecho, dependía de ello para su continuo éxito.

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Su padre, Antonio Tony King, era un hombre hecho a sí mismo. Italiano y de origen humilde, Tony había emigrado a América después de la guerra. Había empeñado sus escasas pertenencias para jugárselas al blackjack, ganando lo suficiente para reiniciar su vida en el nuevo mundo. Era un jugador concienzudo, deseoso de apostar en empresas de alto riesgo. Y, contra toda probabilidad, ganó significativamente más dinero del que perdió.

El segundo nombre de Antony hijo era un tributo directo a una noche especialmente afortunada en el César Palace de Las Vegas. Durante unas pocas rondas de póquer, Tony se vio desafiado a apostar todas sus ganancias en la mesa de la ruleta.

Con esa descuidada arrogancia del hombre que no tiene nada que perder, apenas miró la rueda donde números y colores giraban hacia la posible ganancia o pérdida de una enorme suma. En su lugar, una belleza alta y rubia situada a pocos metros capturó su atención. Con un pícaro guiño de ojos le pidió que se acercara, susurrando en su oído que ella era su amuleto de la suerte. Solamente cuando ella le devolvió la sonrisa, permitió que sus ojos regresaran a la pequeña bolita de plata que se dirigía lentamente hacia el trece negro como si estuviera magnéticamente atraída por el número.

La bolita cayó en la casilla y la multitud congregada alrededor de la mesa prorrumpió en aplausos mientras Tony se alejaba un millón de dólares más rico. Aceptó airosamente las envidiosas felicitaciones de aquellos que le rodearon y el ascenso de categoría hasta la suite Emperador ofrecida por el director del hotel. Sobra decir que le faltó tiempo para llevar a la cama a la increíble muñeca rubia que se sintió más que feliz de acompañarle (...).

Unas semanas después, Tony se quedó perplejo al conocer la noticia del embarazo de la joven pero, en vista de que la concepción tuvo lugar en la noche más afortunada de su vida, decidió que el destino le estaba enviando una señal definitiva. La chica no tenía ningún interés en ser madre en el mejor momento de su juventud y belleza, de modo que le hizo una oferta que cualquier joven estudiante con una importante deuda universitaria hubiera encontrado difícil de rechazar. Un niño sano y fuerte fue traído al mundo y, una vez realizados los obligados tests de paternidad, la madre biológica aceptó de buena gana la suma de dinero que habían acordado, concediéndole a Tony la custodia completa de su único hijo y desapareciendo de sus vidas para siempre.

A César no le faltó de nada durante su juventud, ya que fue criado para ser el heredero del trono financiero de su padre, convirtiéndose en el auténtico amor en la vida de este. Tony estaba decidido a que César tuviera todos los refinamientos de los que él había carecido en su humilde crianza en Italia. De modo que fue inevitable que Tony eligiera el prestigioso colegio de Eton, de seis siglos de antigüedad, para educar a su único hijo. Afortunadamente, el colegio no puso reparos en aceptar el ostentoso y recién adquirido dinero de Tony. César fue un alumno sobresaliente, destacando especialmente en Matemáticas por encima de otras materias. Aunque ganó diversos premios matemáticos por toda Europa y fue el jugador más joven en representar a Inglaterra en un campeonato de bridge, el chico no entendía a cuenta de qué venía tanto alboroto. Para él todo era tan sencillo y natural como respirar.

DOMINIOS-DE-PASION

No fue hasta que descubrió el juego del tenis en su primer año de secundaria, cuando conoció lo que era su verdadera pasión. En su mente el tenis era el deporte más completo, empequeñeciendo a todos los demás. La idea de que un torneo de Grand Slam quedara reducido a dos jugadores tras quince días de competición le intrigaba. Solo un jugador podría sobresalir, ser más inteligente y ganar al otro. No había compañeros de equipo con quienes comentar, en los que apoyarse o a los que culpar; solo dos jugadores luchando en la pista, unidos únicamente por las reglas del juego.

Para ganar había que tenerlo todo: energía mental y física, destreza, consistencia, tenacidad y, lo más importante, una absoluta confianza en uno mismo, en la merecida victoria y en reunir la capacidad para ello. Pues al final solo una persona se llevaría toda la gloria.

El tenis cautivó a César como ningún otro deporte lo había hecho. Se le metió bajo la piel. Se sentía más vivo viendo Wimbledon que en cualquier otro momento de su escolarización. Era como si de alguna forma perteneciera a ese mundo.

A partir de ese momento, César concentró gran parte de su energía en el juego del tenis, e incluso llegó a estar con 15 años entre los cien mejores tenistas en la categoría cadete del circuito, aunque por poco tiempo. La mala suerte quiso que un accidente de esquí le dejara la rodilla dañada e imposibilitada para soportar las duras exigencias del juego. Aunque se sintió amargamente decepcionado, la lesión no desterró ni disolvió su interés por el tenis. No se había perdido ningún torneo de Wimbledon desde su primer año en Eton, y no pensaba perderse ninguno en el futuro.

De hecho, el accidente le espoleó para involucrarse en ese deporte de otras formas, activando su interés por los jugadores que ascendían de categoría en el ranking. Conocía personalmente a muchos de los tenistas y comenzó a aprender aquello que les motivaba, cuándo tenían días buenos o no, y de dónde derivaba el deseo de ganar.

De pronto el juego le intrigó por razones completamente diferentes, como si su cerebro matemático se hubiera apoderado de él, lo que le llevó a desarrollar un programa llamado “Torneos Júnior” para apostar por cada uno de los jugadores.

Su padre le apoyó sin rodeos organizando su primera incursión en las apuestas deportivas. Tuvo tanto éxito que Tony aplicó una fórmula matemática similar para identificar las arbitrarias oportunidades de los deportes profesionales y el dinero empezó a llegar a espuertas a sus cuentas. ¿Por qué?, le preguntaron algunos. Su padre simplemente respondía: “Porque es el destino de César. Nació bajo una estrella en la que ganar es el único camino”. César adoraba a Tony, y lo que más le importaba en su vida era continuar haciendo que su padre se sintiera orgulloso.

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Ahora César tenía poco más de 40 años, y aún seguía asistiendo a todos los torneos de Grand Slam, sin dejar de lucir nunca sus llamativos pañuelos y corbatas que complementaban sus impecables trajes confeccionados a medida y sus brillantes y lustrosos zapatos. Se propuso establecer una conexión con cada uno de los jugadores de la lista de los diez mejores del mundo, inventando razones para reunirse con ellos con cierta regularidad. De esa forma consiguió conocerlos personalmente –al igual que algunos apostadores de carreras de caballos construían cámaras de vapor en sus casas para conocer mejor a los jinetes–, y gracias a esa estrecha asociación pudo captar a la mayoría de los jugadores punteros para su agencia de élite.

A pesar de que El Filo empleaba a personal dedicado a cuidar de cada capricho de sus clientes y de los detalles de patronazgo, a César le gustaba proporcionar un servicio más personalizado. Le parecía muy importante que los jugadores tuvieran acceso directo a él, no una relación meramente contractual sino una asociación identificable. Y para ello les ofrecía excelentes tarifas para hospedarse en sus lujosos hoteles y ser vistos en sus elegantes establecimientos de ocio y juego, generalmente en su compañía.

Su motivo era indiscutiblemente doble. No solo obtenía un gran placer personal al estar directamente conectado con las estrellas más importantes del tenis, sino que también le aportaba una buena perspectiva de sus negocios, permitiéndole tener el control definitivo sobre los jugadores que respaldaba.

Pero, por encima de todo, le apasionaba comparar sus automatizados modelos de apuestas con su intuición personal de las capacidades de cada jugador y su estado mental. Por eso disfrutaba tanto con las obscenamente altas cantidades apostadas con sus amigos millonarios en su secreto Club Cero, llamado así por los ceros que acompañaban cada transacción, a menudo a la par con el tamaño del ego de los que las hacían.

El modo de jugar de César respondía a una información tan exhaustiva como fuera posible, dado que en algunas ocasiones se ponían en juego compañías enteras. Compañías que César perseguía estratégicamente para su imperio en constante expansión.

La otra gran afición de su vida que le tenía enganchado –fuera de sus negocios– era su interés filantrópico por el Royal Ballet. Algunos lo llamaban su hobby. La belleza y los elegantes movimientos de las bailarinas le procuraban una sensación de serenidad que no experimentaba en ninguna otra parte. ¿Sería tal vez una forma de suplir la carencia de energía femenina en el dominante y machista mundo de su padre? Nadie lo sabía con certeza... pero, en todo caso, sus sustanciosas contribuciones a la Fundación Benevolente de Ballet le habían granjeado una prestigiosa invitación para convertirse en miembro de su Patronato. La aceptación de ese cargo suponía tener acceso a la alta sociedad londinense, por no mencionar la asociación con la aristocracia: lores, baronesas e incluso su Alteza Real el Príncipe de Gales y su Majestad la Reina (que lamentablemente no tenía ningún interés por el tenis pero, por el contrario, era una ávida mecenas de las artes).

Para conocer a César había que saber tres cosas. Primero, que su padre era su máximo modelo a seguir en la vida. Segundo, que el tenis era su mayor pasión, y tercero, que su amor por el ballet era su mayor pasatiempo. Al margen del resto de las cosas agradables que su cuenta corriente podía permitirle, miraba todo lo demás con absoluto desdén.

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Para los integrantes del mundillo, Eloise Lawrance era la estrella ascendente con más posibilidades de triunfar en el ballet inglés, y acababa de ser seleccionada para interpretar el papel de primera bailarina en El lago de los cisnes. Sus movimientos eran técnicamente perfectos, su cadencia, precisa, y, dada su juventud, quizá podría perdonársele una cierta falta de pasión o alma en sus, por lo demás, perfectas actuaciones.

Eloise era especialmente hermosa, aunque ella solo veía sus imperfecciones. Hombres y mujeres se sentían atraídos por igual por su frágil brillantez, aunque ella nunca advertía sus atenciones. Deseaba que sus dedos fueran un poco más largos y sus pies más delicados pero, sobre todo, ansiaba que su cabello fuera más manejable y liso, motivo por el que raras veces lo llevaba suelto. Su suave piel traslúcida solo le causaba frustración, ya que nunca podía exponerse al sol sin que le salieran pecas, y creía que sus ojos color aguamarina eran demasiado grandes para su rostro en forma de corazón, en lugar de verlos como su rasgo más distintivo. Al menos su cuerpo había demostrado tener excelentes proporciones para una bailarina, aunque hubiera preferido ser un poco más alta.

No obstante, Eloise hacía mucho tiempo que había renunciado a tener todos los derechos sobre su propio cuerpo. Su dieta era estrictamente controlada por otros, manteniendo un delicado equilibrio entre su miedo a engordar siquiera
 un kilo, y la necesidad de asegurarse la energía suficiente para resistir las exigentes doce horas diarias de entrenamiento. Adepta a ser pesada, pinchada, chequeada y examinada con regularidad, estaba más que habituada a desentenderse de su forma física. Cada una de sus medidas debía ser registrada al detalle, incluso la de “punta a punta” (la distancia entre sus pezones), para ser anotada en cada nueva representación del ballet. Le gustaba la forma en que los otros la controlaban, pues así solo tenía que centrarse en su arte, la única forma de dar salida a su creatividad. En su mente, su cuerpo era solo un medio para un fin; simplemente un instrumento que le permitía bailar.

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