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Los 36 justos (en memoria de Ana María Vidal-Abarca)

02 / 07 / 2015 Nativel Preciado
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¡Gracias!

Fue una mujer independiente, llena de coraje y luchadora pacífica.

Lo primero que pensé cuando tuve que despedirme para siempre de Ana María Vidal Abarca, es que había tenido el privilegio de conocer a una de esas 36 personas justas que con su esfuerzo, humildad y honestidad, según el Libro de los proverbios, consiguen que el mundo siga existiendo. Trataré de explicar por qué deberíamos tener motivos de gratitud hacia Ana María Vidal-Abarca. Sin duda, yo los tengo. Fui a entrevistarla hace más de 20 años, porque estaba muy interesada en conocer a una mujer que había logrado templar los ánimos de todas las víctimas del terrorismo. Por entonces ya eran muchas, estaban muy desatendidas y la Justicia no se había tomado demasiadas molestias con ellas. Así que esta mujer enérgica y valiente decidió fundar una asociación para defenderlas.

 

A su marido, Jesús Velasco, lo asesinó un comando de ETA en enero de 1980, delante de sus hijas medianas, Begoña e Inés, cuando las llevaba al colegio. Tenían otra mayor, Ana, y una pequeña, Paloma, que aún no había cumplido los 3 años. Viuda con 41 años y cuatro hijas, decidió que no se podía quedar cruzada de brazos. Pertenecía a una familia vasca de varias generaciones, adoraba su tierra, bailaba el aurresku desde niña y no quería irse de allí. Nunca sintió el menor odio, pero sí un tremendo sentido de injusticia. Le pregunté que cómo era posible que, en tan penosas circunstancias, ninguna víctima hubiera tratado de vengarse o, al menos, tomarse la justicia por su mano. Me dijo que lo suyo no tenía mérito porque era una cuestión de carácter y, en cierto modo, su actitud de templanza le hacía sentirse una privilegiada, así que se sintió obligada a hacer algo por las otras víctimas con menos recursos. Me habló de alguna chica de 20 años, viuda de un guardia Civil de Badajoz asesinado por ETA, a la que le habían roto la vida. Algunas víctimas del odio y de la brutalidad llegaban muy afectadas a la asociación y le decían “nos vengaremos” y Ana, además de ayudarlas psicológica y materialmente, respondía: “Eso jamás”. Y así fue, de un modo silencioso, asistiendo, protegiendo, defendiendo y calmando a centenares de víctimas, muchas de las cuales se hubieran comportado de otro modo si no hubiera sido por ella. Siempre fue una mujer independiente, llena de coraje, respetuosa con las ideas de los demás, luchadora pacífica, ejemplo de superación personal, a la que ni siquiera en los últimos momentos le fallaron las fuerzas. “Fui rebelde desde que nací –me contaba– siempre he pensado por mí misma y me he sentido muy libre interiormente. La fuerza me la da pensar que estoy haciendo lo que debo”. Tal vez no le hayan reconocido lo suficiente su enorme mérito, aunque me consta que nunca actuó esperando ningún tipo de distinción. Es un consuelo pensar que en algún lugar habrá más personas como ella, de esas que hacen del mundo un lugar habitable que, a pesar de los pesares, sigue funcionando dignamente cada día. Todos los veranos, Ana y yo compartíamos el mismo paisaje. La echaré mucho de menos. 

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