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El otro y triste adiós a Cayetana

01 / 12 / 2015 Jesús Mariñas
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Respetando los deseos de la duquesa de Alba, sus restos descansan en la iglesia sevillana del Cristo de los Gitanos. Allí, familiares y amigos no siempre muy bien avenidos presentaron sus respetos en el primer aniversario de su muerte

El nuevo duque de Alba y Alfonso Díez llevaban meses sin verse y comentaron al teléfono irresueltos temas hereditarios. Pero no llegaron a más. Para el primer aniversario de Cayetana acordaron un paripé pretendidamente reconciliador. No pasó de un gesto para flashazo y llegar juntos pero no revueltos al Cristo de los Gitanos, donde en la pared están las cenizas de la gran duquesa que siempre rehuyó el panteón familiar de Loeches “porque es tétrico y muy sombrío”. Responde a lo esperado, no deslumbra como El Escorial, y su hijo Cayetano no pudo dejar de cumplir el deseo materno anhelando “estar siempre rodeada de gente” cual en uno de sus salones. La soleada tumba está hoy cubierta con ancha lápida de mármol blanco sin ningún arabesco realzador. Pura y lisa, huyendo del barroquismo que impera en el templo –donde hay altar a Sor Ángela de la Cruz– restaurado gracias a la generosidad de la duquesa, donde era Hermana Mayor. En su altar mayor está el Cristo de los Gitanos como Nazareno en pie, encorvado con la cruz a cuestas, nada de clavado como el de Machado, que no debía de contarse entre sus devotos. Se entiende lo del “siempre sin desenclavar” como licencia poética cantada por Joan Manuel Serrat, que ahora se desentiende del secesionismo donde Lluis Llach, que en tiempos enamoró al gran Flotats, mete hasta el cuello su calva cabeza. Los recuerdo de la mano en piso (que luego ocupó Pawlosky) de la politizada plaza de San Jaime, donde menda también marcaba un trotecillo enamorado menos musical. El mío disonaba, mientras que la otra pareja había nacido para entenderse. La capillita en que descansa después de vivir al trote solo tenía tres solitarios jarrones de flores resecas No hubo ni el detalle de reponerlas para las honras donde el pueblo no se entregó como en boda de arsa y toma y entierro jaleado en las calles a ritmo de palmas y “olé, olé, olé”. Otro mundo.

Sevilla tiene un arsa especial. En un santiamén, Sevilla brinca de la risa al llanto, pasa de Semana Santa a la feria. Un estado de ánimo siempre en plan de “echarse a la calle”, expresión ciudadana que los retrata. Conté banco por banco, y eran trece a cada lado, la concurrencia. No llegó al centenar, contando con la presidencia de circunstancias encabezada por el nuevo duque, ostentador también de otros 37 títulos, ocho con Grandeza de España. Su hermano segundo, duque de Aliaga, a la derecha, y en una esquina, el pequeño y entrañable Fernando, que, medio espatarrado, cabeceaba cuando no mandaba mensajes telefónicos. Parecían abstraerlo, o distraerle más que el entusiasta panegírico de don Ignacio, el cura que los casó y su confesor. Su tía, la marquesa de Saltillo, fiel a una elegancia con antañones Balenciagas sin desechar la chaqueta Armani de flecos que lució, me detalló tal relación: “Cayetana no dejaba de llamarlo, a veces hasta diez veces diarias”. De ahí que el joven curita en quienes muchos ya ven una eminencia, largase un panegírico que enarcó cejas:

“Cayetana fue un San Francisco de Asís del tercer milenio, tal era su amor por los animales”, encomió el cura rematándolo con un sentimiento trágico al mismo tiempo: “Hasta la Giralda la echa de menos”. También ocurrió en una presidencia donde el duque puso a la siniestra –sin mala intención sino protocolariamente– a su padrastro Alfonso Díez y a Juan Ignacio Zoido, ahora añorado exalcalde sevillano que tras ganar fue echado del cargo por los pactos contra natura. También principalísimos encabezaron el siguiente banco principal Carmen Tello y Curro Romero. Ella vio así reivindicado el ultraje que lejanas parientes celosas le infligieron cuando el funeral, donde le impidieron sentarse igual que a Tere Pickman, el doctor Trujillo que la sacó de la silla de ruedas o Marta Talegón, incondicionales de la que luego, en pleno Salón del Caballo, otro inspirado rendido llamó “Cayetana de Sevilla”. Les faltó tildarla de lucero del alba. Tienen claro lo que han perdido y cómo sin ella la ciudad perdió presencia periodística. Revisé la parentela y me faltan tres de los seis hijos: el intelectual Siruela, Cayetano, aún reponiéndose, y Eugenia, viajando acaso más frágil. Aseguraban que lo pasa muy mal en estos trances luctuosos. Pero la recuerdo risueña y entera en el funeral oficial de San Francisco el Grande, animada por el rey don Juan Carlos, de lo más cariñoso.

Fernando de Almansa me detalló noches atrás cómo medió en Liria procurando que no hubiese matrimonio. “Cayetana no atendía a razones, fue imposible convencerla”. Todos nos equivocamos y Alfonso fue el mejor remate de una vida galopante donde ninguna brida le puso freno. Siruela, tan distanciado en el Ampurdán con Inka Martí, delegó –¿o sería consejo de su madre María Eugenia Fernández de Castro?– al joven pero muy barbudo hijo Jacobo. Es gran experto en pintura moderna mientras su hermana, la estilosísima Biandra, es destacada DJ que reina en la noche madrileña. Tiene un chic nada mesetario y rompe esquemas como su padre en el mundo editorial.

Censuraron la inexplicable espantá filial. Y era el primer aniversario... qué será, será. Todos pendientes de gestos, miradas, tratos de unos a otros y Carlos Alba, que acudió sorprendentemente sin sus dos hijos nacidos de Maty Solís, excuñada de la Tello cuando era marquesa de Valencina. Pero dio desplante al enamorarse del Curro Romero mítico que ahora vuelve a vivir en su Camas universalizado:

“Sin los hijos, la casa sobra y nos mudamos a un piso cerca de donde viven mis hijos mayores”, me contó Carmen, a quien Cayetana tanto protegió al dejar de ser dueña del Palacio Cuna. Sevilla le dio la espalda socialmente. Repitieron lo ya sufrido por Naty Abascal al renunciar a ser duquesa de Feria. Recuerdo que Mariano Rajoy realzó aquel open house y se pasmó viendo los veinte trajes de luces que Carmen dispuso en vitrinas. Ahora Curro los distribuye a peñas, colecciones taurinas y amigos.

Pero volvamos a muerta tan viva. Pañuelo en mano, Alfonso se enjugó dos lágrimas nada furtivas mientras el nuevo duque se mantuvo tieso y, quizá, tenso. Una pregunta subía y bajaba por los altos arcos religiosos intentando saber si comerían juntos o si el viudo volvería melancólico al palacio de Dueñas que, tras quedarse solo, abandonó oliéndose la que se venía encima. Anticipó posturas suponiendo rechazos. Cada uno por su lado, no se dieron ni un abrazo de los que el nuevo jefe de la Casa prodigaría más tarde al marqués de Griñón (¡anunciado como Griñán!). Ocurrió en el salón del Caballo y fue pifia y equivocación bisada por el presentador cuando anunció a Agatha Ruiz de Sentmenat... cuando es marquesa de Sentmenat. Sentados juntos, Griñón comunicaba telefónicamente con su hija Tamarita preguntándole si estaba alojado en Dueñas donde nació, porque era feudo de los Montellano. Confirmó. Prototipos de elegancia y señorío a distinta altura física, tienen el mismo empaque y simpatía en la distancia corta. Intuí cierto asombro cuando con más alegría que merecimientos proclamaron “embajadores” a Loles León, sin vínculos ni grasia andaluces, merecidísimos en Victorio-Lucchino; la elegante Carmen Tello o la jovial María del Monte; la seca María Luisa de Prusia, prima de doña Sofía; Beatriz de Orleans, que “para no estar sola” vive realquilada en el piso de su amigo Dani San Martín; Antonia dell´Atte a distancia de Ana Obregón, revestida en plata por Alejandro de Miguel; Cecilia Gómez apoyando su enamorada cabeza en Emiliano Suárez; y una Carmen Lomana intentando posar con el duque o con Griñón. Agatha prodigó corazones estéticos y atirabuzonados lacitos a la rubia que ahora milita en Vox.

Cosas veredes, Sancho amigo. De eso conversó con Carlos Espinosade los Monteros, defensor de su debú político. Cosas veredes. Fue runrún galopante comparable al trote de jacas y purasangres mientras, distanciado, Alfonso Díez no comió ni pisó Dueñas, alojado en la Casa de la Judería de su amigo el duque de Segorbe: jubilado de funcionario el pasado 15, rememoró la última cena flanqueado de incondicionales sin Judas. “Espero que todo se solucione pronto”, dijo creando expectación como no lo hizo Alba desmintiendo que proyecten montar cafeterías en sus palacios. “Es una tontería ideada por alguno” que falló en el funeral por dolores estomacales. Doce son sus incondicionales y con ellos almorzó en el Morito.

Bien jaleado en Rocío Peralta que superó bailando sevillanas a Cecilia Gómez mientras Tony Benítez idea un homenaje a Manuela Vargas. Lo oí en el reparto de premios para interiores que recupera a Joana Bonet. Fue baraja de cuatro impactos. Imponentes de negro Judith Mascó y Cayetana Guillén con la gran Gemma Cuervo en horas bajas; Mónica Cruz, tal burbuja Freixenet, redorada con traje al que sobraban dos palmos mientras
 Lourdes Montes se desfasó con cancaneras gasas transparentes impropias de una noche tan reconocedora. Aunque para sobresalir, Vanesa Lorenzo, embarazada de siete meses, y María Teresa Fernández de la Vega, como tocada por varita mágica, su rehabilitación encantó: “Y es que llevaba sobre mis hombros una carga pesadísima”, alegó, rejuvenecidísima.

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