Los discursos del odio

26 / 06 / 2013 10:36 Fernando Savater
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Las expresiones ideológicas que incitan a la violencia o la exclusión de grupos humanos no pueden ser toleradas en nombre de la libertad religiosa o política.

El degollamiento de un soldado en Londres y el atentado contra otro en La Défense parisina, tras incidentes parecidos e incluso más sanguinarios, ha llevado a muchos a preguntarse por el motor ideológico de este fanatismo criminal. Evidentemente está relacionado con el islam o, mejor dicho, con cierta lectura ultrarradical y agresiva de esa doctrina religiosa. Pero también con ciertos rasgos que comparten varias de las principales religiones.

Uno de ellos es el carácter transnacional y universalista, que une a los creyentes con correligionarios de otros países. Sin duda esta característica tiene consecuencias positivas, como son los sentimientos de solidaridad y el deseo de ayudar a personas de otras latitudes. La abnegación de muchos cooperantes y de clérigos de ambos sexos que dedican su vida a auxiliar a desfavorecidos de lugares remotos son muestra de este efecto benéfico de las creencias religiosas. Pero también pueden producir en ocasiones el impulso de vengar los agravios reales o imaginarios que sufren los correligionarios en otros países. Siguiendo esta línea, clérigos fanatizados invocan a la represalia contra los países occidentales en que viven (y cuya ciudadanía poseen por nacimiento, en muchos casos) para purgar acciones bélicas de los europeos en países musulmanes del Oriente lejano o cercano. Desdichadamente, los efectos criminales de esta solidaridad vengativa nos afectan más de cerca que la caridad de los que cooperan en el Tercer Mundo.

En los países democráticos, la libertad ideológica y de expresión son derechos garantizados. Pero en ocasiones crean conflictos con el no menos importante derecho a la seguridad de los ciudadanos. Es evidente que hay ciertas prédicas políticas o religiosas de efectos criminógenos: en España las hemos conocido entre los que apoyan a ETA y ensalzan como héroes o mártires a los terroristas. Frente a los cándidos que sostienen que las simples palabras no hacen daño, mi añorado amigo Javier Pradera solía decir que algunas pueden incluso matar: por ejemplo “¡apunten: fuego!”. Autorizar expresiones ideológicas que incitan a la violencia o a la exclusión de grupos humanos no puede ser tolerado en nombre de la libertad religiosa o política, lo mismo que ciertos usos claramente antisociales y expoliadores de la propiedad no deben ser respetados en nombre de la libertad económica.

En cualquier caso, sin embargo, las prohibiciones tajantes solo deben ser empleadas por los gobiernos como la cirugía por los doctores: en casos extremos y cuando las demás medidas son inaplicables. Sobre todo si se dirigen a colectivos que tienden a segregarse del resto de la ciudadanía, alentados precisamente por estos radicales que les hacen sentirse a la vez singulares y temibles, a los que refuerzan los mecanismos victimizadores. Es en estas encrucijadas cuando cabe recordar la importancia de una educación realmente integradora, esencialmente laica, que no retroceda ante la obligación de enseñar valores cívicos, por muy “adoctrinadores” que puedan parecer a quienes lo único que pretenden es adoctrinar en otros mucho peores y más supersticiosos. Algo sabemos en España, desgraciadamente, de esas objeciones torticeras, que aquí desde luego no provienen prioritariamente de la ideología islámica... También es conveniente conocer lo mejor posible al adversario que pretendemos democráticamente derrotar: aconsejo para ello la lectura del interesante ensayo de novela (así se plantea) La violencia de los fanáticos de José Lázaro, editorial Tricastela. Brinda claves muy significativas.

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