Hablando de educar

10 / 10 / 2013 11:48 Fernando Savater
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El adulto que pretende ayudar a los jóvenes (es decir, educarles) debe aceptar su papel de razonable obstáculo, de relativo frustrador de expectativas tumultuosas.

creo que era mark twain quien decía que para iniciar una buena biblioteca lo primero era prescindir de todas las obras de Jane Austen. Pues bien, para hablar como es debido a los jóvenes (con intención educativa, claro está) lo primero es prescindir de los halagos. Quienes comienzan a tratar con ellos haciendo un panegírico de su autenticidad, rebeldía, altura de miras, etcétera, son en el mejor de los casos pésimos maestros y en el peor, auténticos bribones. Me refiero a jóvenes en el sentido estricto del término, los menores de edad que aún no gozan de la plenitud de derechos civiles pero ya no son niños, es decir, han pasado la pubertad.

Cuando se habla de temas relevantes, y no por puro pasatiempo, el adulto que pretende ayudar a los jóvenes (es decir, educarles) debe aceptar su papel de razonable obstáculo, de relativo frustrador de expectativas tumultuosas. Como Hamlet al final del primer acto de su tragedia, el joven siente la impaciencia y el fastidio de haber llegado a un mundo mal hecho y verse en la necesidad de enmendarlo. El adulto debe representar ante él la realidad de ese mundo imperfecto, no para legitimar sus defectos, sino para mostrarle que no son, en la mayoría de los casos, simples caprichos o muestras de mala fe, sino pruebas de la dificultad de convivir organizadamente con otros seres libres. En ocasiones, los aspectos menos amables del mundo son el precio de evitar males aún mayores y menos remediables. Convertirse en portador de esa mala noticia hace que el educador caiga en ciertos momentos antipático a los neófitos. No tiene otra forma de ser honrado y cumplir su misión, porque cuanto crece –para hacerlo rectamente– debe apoyarse en lo que le ofrece resistencia, como la hiedra. Esto impone un equilibrio difícil, puesto que frustrar en ciertas ocasiones no significa desanimar en todas, ni mucho menos acabar con los deseos juveniles de transformar y mejorar lo que hoy está vigente.

Yo lo intenté en mis charlas con escolares recogidas en Ética de urgencia. El título es reductor porque en ocasiones no discutimos de ética sino de política, sobre todo de la necesidad de prepararse adecuadamente para ella. En algunos temas el acuerdo relativo fue bastante fácil, en otros, casi imposible.

Las mayores resistencias las encontré al tratar el tema de la piratería digital y las descargas ilegales, que prácticamente todos asumían como un derecho (“la cultura debe ser gratis”, etcétera) y hasta como un signo de identificación generacional liberadora frente a sus mayores. Pero en uno de los encuentros sucedió algo que me confirmó que nunca se discute en vano del todo.

Tras haber defendido con energía los derechos de propiedad intelectual y la necesidad de legislar contra el robo consentido, tropecé con la habitual barrera de resistencias y reticencias generalizadas. Solo una chica me apoyó con vehemencia y al final del encuentro se me acercó para testimoniarme que compartía mi punto de vista. Bromeando le dije que por lo visto estábamos ella y yo solos frente al mundo. “Es que yo quiero ser escritora”, me dijo. Vaya, al menos una había entendido el conflicto desde el lado del suministrador de contenidos y no del consumidor rapaz...

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