ETA entrega su penúltima carta

29 / 03 / 2017 Agustín Valladolid
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Tras anunciar su desarme sin contrapartidas, a la banda ya solo le queda su disolución.

El anuncio de ETA de entrega de las armas llega con retraso. Con toda una vida de retraso, pero en términos realistas, cuatro años después de que la mayoría de los dirigentes de la banda y de su traducción política se mostraran de acuerdo con tal decisión. Fue en el verano de 2013 cuando el sector duro de ETA, integrado por un 15% de los presos de la banda, dijo no al desarme. Una minoría de fundamentalistas se opuso a lo que desde el Gobierno vasco, Sortu y sectores del PSE y el PP se entendía como el paso imprescindible para avanzar en el último tramo hacia el final del drama.  “El desarme era el obstáculo simbólico, pero básico, que todo lo frenaba”, comentaba un par de años después, en privado, un gran conocedor del mundo radical. Sin desarme no había nada que hacer, ni acercamiento de presos ni nada de nada, y sin desarme el lendakari Íñigo Urkullu no pudo convencer a Mariano Rajoy de dar más pasos que empujaran hacia la disolución definitiva. Urkullu: “Déjame a mí; tú te quedas al margen”. Rajoy, el de la mayoría absoluta: “Ni hablar; en mi nombre, nada”. Un centenar de presos y los radicales Movimiento pro Amnistía y contra la Represión (ATA) e IBIL, grupo que se opone al fin de ETA, imponían su criterio al resto del colectivo y a los políticos de Sortu, que se habían manifestado mayoritariamente a favor de la entrega de las armas.

¿Qué es lo que ha cambiado para que cuatro años después se hayan vencido tales resistencias? Nada relevante, salvo la creciente indiferencia. Y el debilitamiento progresivo de la izquierda aberzale, que elección tras elección ha visto cómo menguaba su base social en casi todos los territorios, salvo en Navarra. Y lo que es clave: es todavía más secundaria en Vizcaya. Sin fuerza en Vizcaya, no es posible sacar adelante ningún proyecto general para Euskadi.

Cuatro años perdidos en los que la sociedad vasca, salvo excepciones (siempre hay excepciones), ha seguido constatando los extraordinarios beneficios de la ausencia de violencia y sorteando los efectos de la crisis mejor que ningún otro lugar de España. En parte, gracias a que, por vez primera en décadas, ha podido concentrar de forma sostenida la casi totalidad de sus energías en la gestión de sus necesidades cotidianas, y no en suturar nuevas heridas provocadas por el terrorismo. Ahora, ETA, tras haber percibido el creciente cansancio que provoca, da este paso tardío con la probable esperanza de recuperar algún margen negociador con la última carta que le queda por jugar: el anuncio de disolución. Si es así, y así parece que es, se volverá a equivocar. Seguirá sin haber entendido lo que ya se le ha dicho y ha comprobado por activa y por pasiva: que ningún Gobierno que se diga democrático puede permitir que la violencia termine siendo políticamente rentable, y que es el Estado de Derecho el único que atesora en este caso el activo de la generosidad. A partir de este momento, los pasos adelante que se den serán esencialmente unilaterales. Si algún pacto se diera con el fin de acelerar el proceso de reconciliación, este deberá ser invisible, porque si no, no será. Ningún preso podrá salir de la cárcel si no es el Estado de Derecho quien abre la cancela.

 

El papel de los presos

En el documental que sobre el fin de ETA han guionizado Luis Rodríguez Aizpeolea y José María Izquierdo, hay una escena muy reveladora: un grupo irrumpe en el salón de plenos de un ayuntamiento controlado por Bildu tras el enésimo asesinato de la banda. Alguien de ese grupo grita “¡asesinos!”. Una mujer gira la cabeza hacia el lugar de donde ha salido la acusación, mira fijamente al grupo, y acompaña con gesto crispado y arrogante su respuesta, también en voz alta: “¡Carceleros!”. Una elocuente metáfora de la obstinación, de la ceguera voluntaria, de la enorme desproporción existente entre el dolor de las familias de asesinado y asesino. En Patria, la iluminadora novela de Fernando Aramburu, el padre de un etarra huido reza en silencio para que detengan a su hijo y lo envíen a prisión antes de que haga algo “irreparable”. La cárcel como salvación, como salvoconducto liberador frente a la manipulación y a la manifiesta inutilidad de la lucha armada. Sus ruegos son escuchados, y lo que después sucede tiene que ver con la necesidad de pedir perdón y de perdonar, por ese orden. Harán falta varias generaciones para interiorizar con altruismo los recuerdos. Cuanto antes se pongan a ello, mejor.

Hace años, con ETA activa, la política penitenciaria era un elemento más, y fundamental, de la estrategia antiterrorista. Hoy debiera ser un acelerador del proceso hacia el punto final. Pero los finales también se escriben para poner a cada cual en su sitio y, por qué no decirlo así, para ajustar cuentas con quienes mantienen deudas pendientes con las víctimas y el conjunto de la sociedad. Disolución y petición de perdón. La generosidad no puede reclamarse por otro camino. 

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