Cataluña y la Constitución

28 / 12 / 2016 Agustín Valladolid
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Cataluña puede ser punto de partida de la reforma constitucional, pero nunca desde el chantaje independentista.

Desde que de un día para otro, como quien no quiere la cosa, nos levantáramos con un problema nuevo, para casi todos inesperado, llamado independentismo catalán, han sido muchas las ocasiones en las que hemos escuchado a ilustres y no tan ilustres personajes argumentar que la única solución para aplacar los ánimos secesionistas era poner en marcha el proceso que nos condujera a una reforma constitucional. Tras años de retorcer la verdad con ingentes cantidades de dinero público, la consigna ideada por algún publicitario brillante, la muy exitosa “España nos roba”, detonó como si de una bomba de relojería se tratara en amplias capas de la sociedad catalana, en las que previamente se había expandido, mediante la muy contrastada técnica del gota a gota, la sospecha de que sus males, los males de una crisis general y de proporciones desconocidas, tenían su origen en el pillaje al que sistemáticamente venían sometiendo a Cataluña otros territorios de España.

En este tiempo, el transcurrido entre que los representantes políticos de la burguesía catalana se vieran superados por la marea que otros manejaban y el Gobierno llegara a la conclusión de que debía tomarse en serio el asunto, hemos atravesado distintas etapas, algunas de las cuales –precisamente las más negativas para el soberanismo– han sido manejadas con manifiesta torpeza. El caso Pujol puso de relieve no ya el cinismo de algunos de los principales inductores de la patraña, sino, y sobre todo, la utilización de sentimientos populares, más o menos excusables, para esconder fechorías y lograr espacios acotados de inmunidad. Sin embargo, la estupidez de algunos acabó por convertir un golpe mortal para el nacionalismo en un nuevo ejemplo del acoso español.

De este modo, la evolución de los acontecimientos dibuja una situación de compleja salida. Por un lado, una Cataluña partida en dos, anímicamente exhausta, socialmente enfrentada; y una sensación de agotamiento, de callejón sin salida, al que ha contribuido en gran medida la desproporcionada influencia de la CUP, una formación antisistema y antiinstitucional, en la toma de decisiones de los legítimos poderes catalanes. Por otro, la reafirmación de una mayoría de españoles en la teoría de la Cataluña insolidaria, a la que han contribuido con su actitud los principales dirigentes políticos de esta comunidad. Tras el “España nos roba”, ha hecho carrera en sentido contrario, y del Ebro para abajo, este otro eslogan: “La España pobre nos roba”, que era por donde había que haber empezado, en lugar de colocar miles de mesas petitorias contra el Estatut para ganar las elecciones en las dos Castillas o en Andalucía.

Brecha generacional

Así que, llegados a este punto, lo que parece evidente es que la amenaza del independentismo no puede ser de ninguna forma el punto de partida de una reforma constitucional. Yolanda Gómez, catedrática de Derecho Constitucional de la UNED, ha dejado escrito que uno de los asuntos centrales que debiera abordar una revisión de la Carta Magna es el modelo de organización territorial, pero “las reivindicaciones separatistas de Cataluña hacen prácticamente imposible alcanzar el mínimo consenso en este punto para abordar una reforma prudente, que respete la igualdad mínima entre todos los españoles y que pueda ser aceptada por las fuerzas independentistas catalanas”. De acuerdo, pero la pregunta que habría que hacerse a continuación es si es sensato plantearse una reforma de la Constitución parcial y que, más allá de las exigencias del independentismo, no aborde un nuevo encaje de Cataluña en el Estado; si tiene sentido lo que algunos llaman “abrir el melón constitucional” aparcando sine die esta asignatura pendiente. En estas mismas páginas Alfonso Guerra ha sugerido que, en lugar de reformar la Constitución, quizá lo más conveniente sea hacer reformas en la Constitución: la revisión del catálogo de derechos y libertades; la eliminación de la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión monárquica, etcétera, etcétera. Sin embargo, la tentación de plantear estas y otras discusiones al margen de la principal, la ordenación definitiva del equilibrio territorial de la nación española, no parece realista. Y no lo es porque dejar cerrado este asunto es requisito previo para resolver problemas de gran envergadura, no siendo el menor de ellos la brecha generacional. Hay quienes, desde los nuevos partidos, han vinculado con gran ligereza la justicia social con la aceptación de reivindicaciones nacionalistas de clara vocación disgregadora. ¿Es prudente negociar una reforma de la ley de leyes dejando fuera a Podemos; o, al menos, al Podemos-federación de partidos regionales que parece querer dibujar Pablo Iglesias?

Y la cuestión principal: ¿es juicioso abrir este melón en mitad de la que probablemente es la mayor crisis de liderazgos políticos que hemos conocido desde que en 1978 se aprobó la Constitución?

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