Los placeres ocultos de Bin Laden

06 / 05 / 2011 0:00 D.MCGINN / C.DICKEY / A.RODRÍGUEZ
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El fundador de Al Qaeda sintió de joven gran atracción por las chicas europeas y el Real Madrid. Tras convertirse en el enemigo de Occidente, siempre llevó consigo un Rolex.

06/05/11

HASTA EL MÁS SANGUINARIO de los terroristas tiene gustos mundanos. El escritor francés Roland Jacquard describe en su libro En nombre de Osama bin Laden varios del fundador de Al Qaeda, que adquirió en los años setenta durante sus viajes por el Líbano y algunos países europeos. Amante tanto del fútbol como de la equitación, el escurridizo Osama bin Laden (Riad, 1957-Abbottabad, 2011) vivió oculto estos últimos años en una casa sin teléfono ni Internet, pero es muy posible que supiera cómo les iba en sus respectivas competiciones a los dos equipos de sus amores: el Real Madrid y el Al Hilal saudí de su ciudad natal.

El primero le dejó fascinado de joven por la leyenda de Alfredo Di Stefano y compañía, mientras que los resultados del segundo, entrenado por Ladislao Kubala a principios de los años 80 y declarado como el mejor equipo asiático del siglo XX, seguramente le acercaban un poco a la realidad cotidiana de su país de origen.

De adolescente, Bin Laden apuntó alto en asuntos de faldas. Según Jacquard, durante su época de estudiante en Beirut (entre 1968 y 1970) destacó más por sus correrías y líos con chicas que por su aplicación en los estudios. “Arrastrado por Bakri (uno de sus hermanos), el más derrochador, lanzado e inteligente de los alumnos, así como un descarado jugador de póquer, parece ser que fue sorprendido in fraganti en numerosas ocasiones por la noche (...) a punto de saltar la tapia para ir a uno de los barrios calientes de Beirut, donde, según esas fuentes, se entregaba a la bebida”. Y un año más tarde, en Oxford, coqueteó con dos españolas de Valladolid.

Antes del 11-S se levantaba cada día a las cinco y media de la mañana con ayuda de un exclusivo reloj Rolex, se limpiaba los dientes con un palillo de madera y a continuación rezaba para que Alá destruyese a los enemigos del islam. Esta semana, en apenas 40 minutos, los Navy Seals zanjaron una disputa familiar que había durado casi dos décadas.

Con sus ráfagas de ametralladora, los militares estadounidenses escribieron el epílogo de la tragedia del clan de los Bin Laden, una de las familias más ricas de Arabia Saudí, que forjó su riqueza en torno al negocio constructor y que sin embargo nunca será recordada por sus edificaciones, sino que tendrá que convivir para siempre con el ominoso recuerdo de haber concebido al terrorista más criminal de todos los tiempos.

Muchos años antes de que Osama bin Laden fuera ejecutado en la somnolienta villa paquistaní de Abbottabad, a principios de la década de los noventa, la agente inmobiliaria Ellen Signaigo Brockman estaba hojeando en Boston un periódico cuando vio un artículo sobre un terrorista entonces muy poco conocido llamado Osama bin Laden. El artículo logró captar su atención. Unos días más tarde se lo mostró a un conocido: “Tiene un apellido parecido al tuyo, ¿verdad?”, le dijo a Mohamed Binladin.

La oveja negra.

Éste le respondió afirmativamente: el hombre del que hablaba el periódico era su hermano. Explicó con voz triste que Osama era la oveja negra de su rica familia saudí. Muchos de los 54 vástagos del clan, herederos de una gran fortuna forjada en el sector de la construcción, disfrutaban viajando por el mundo, estudiaban en el extranjero y les encantaba la comida estadounidense, así como la música y el modo de vestir de este país.

Pero Osama había elegido un camino muy diferente. Se había convertido en un fundamentalista islámico, vivía escondido en cuevas y estaba totalmente obsesionado con la destrucción de los infieles occidentales. Muchos de sus hermanos y hermanas habían usado la fortuna de la familia para adquirir empresas con las que procurarse una existencia próspera. El fundador de Al Qaeda había destinado el patrimonio familiar a financiar atentados suicidas y “perdió un poco el control”, se lamentaba entonces Mohamed: “Nunca llegó a encontrar su lugar en el mundo”.

Años después la tristeza que podían haber sentido los Bin Laden hacia su hijo descarriado degeneró en ira. Los crímenes de Osama los destrozaron. “Fue una humillación, una tortura”, afirma Mouldi Sayeh, un amigo de la familia. Durante esos años habían tratado de convencer a Osama de que abandonara su cruzada contra Occidente y volviera al seno familiar, pero éste rechazó airadamente todas las súplicas.

Del mismo modo que los Bin Laden lamentaban el fundamentalismo ciego de Osama, este despreciaba su nuevo cosmopolitismo. Sus hermanos y hermanas, sin barba los primeros y sin velo cubriéndoles la cabeza las segundas, y todos ellos propietarios de casas en Estados Unidos, habían pasado a formar parte de todo aquello que él soñaba con destruir. A mediados de los noventa, cuando la relación de Osama con su familia estaba prácticamente rota, este empezó a llevar a cabo atentados cada vez más sangrientos.

Un apestado para su familia.

Fue entonces cuando la familia cambió la escritura de su apellido (Binladin), para que aquel vínculo nefasto no fuera tan evidente. Osama, que una vez había sido un hijo educado y estudioso, se convirtió para su familia en un apestado, y para el resto del mundo en el enemigo público número uno.

Con 54 hermanos y hermanas, el joven Osama bin Laden fue cualquier cosa salvo un hijo único. Fue el decimoséptimo de 24 descendientes varones, y apenas conoció a sus hermanos de más edad. Su padre, Mohamed bin Laden, tenía cuatro mujeres, y los hijos de cada una de ellas formaban subclanes cerrados que competían por la atención y el reconocimiento del padre. Pero la madre de Osama no tuvo más hijos después de él, lo que le dejó sin aliados en esta lucha. Por otro lado, su madre era siria -las otras tres esposas de Mohamed bin Laden eran saudíes o egipcias- lo que sirvió para que el joven Osama se aislara aún más del resto de sus hermanos de sangre.

La historia de Mohamed bin Laden es una verdadera leyenda para el resto de la familia. Según se sabe, Mohamed era un albañil analfabeto de origen yemení que en 1925, en plena juventud, emigró a Arabia Saudí. Allí le contrataron para la construcción de un palacio, donde al parecer logró atraer la atención del fundador del reino, Abdul Aziz, por sus brillantes ideas arquitectónicas.

Con el paso del tiempo, Mohamed se fue sirviendo de sus conexiones con la Casa Real para abandonar su modesto oficio y convertirse en el propietario de una empresa constructora valorada en 5.000 millones de dólares (3.400 millones de euros), la más grande y rica del país. El rey le recompensó con contratos para la construcción de su palacio, y más tarde le encargó las obras para la ambiciosa renovación de La Meca y La Medina, los lugares sagrados del islam. “Si echas un vistazo a La Meca, cada construcción, cada minarete y cada placa de mármol ha sido construida por los Bin Laden”, sostiene Ambrose Carey, que contrajo matrimonio con una de las mujeres de esta familia.

Los varones Bin Laden fueron educados en la estricta tradición suní. Su padre les enseñó a desconfiar de Israel y a apoyar a los palestinos. Y sin embargo era imposible aislarles del mundo. Los hermanos mayores de Osama se esparcieron por todo el globo. Antes de los atentados del 11-S, 15 hermanos y hermanas de Osama vivían en Europa, y cuatro lo hacían en Estados Unidos, país donde residían además 17 de sus sobrinos.

Uno de los hermanos de Osama, Abdulá, estudió en Harvard. El hermano mayor de Osama, Salem -que se convirtió en el cabeza de familia tras la muerte en un accidente aéreo de Mohamed, en 1967- estudió en Europa y más tarde estuvo muchos años en Estados Unidos trabajando y divirtiéndose (Salem era, de hecho, un piloto temerario, y murió en 1988 en un accidente aéreo). Los sobrinos de Bin Laden eran clientes habituales de los restaurantes y clubes de moda de Boston y Nueva York, y decían a sus amigos que se sentían “avergonzados” de la reputación de su tío.

Prácticamente aislado del resto de sus hermanos, Osama nunca mostró ningún interés ni en irse de casa ni en vivir fuera de Oriente Próximo. Cursó estudios en la escuela privada saudí de Jidda, donde vistió tejanos y camisetas ajustadas, y donde también aprendió inglés, aunque nunca viajó a Estados Unidos, según sostiene un miembro de la familia. Su rechazo a las universidades occidentales le llevó a desarrollar sus estudios de ingeniería civil en la Universidad Rey Abdul Aziz, quizá con la intención de integrarse posteriormente en los negocios familiares.

Pero cuando los soviéticos invadieron Afganistán en 1979, Osama lo dejó todo y se unió a los muyaidines en su lucha contra los ocupantes. Ningún otro miembro de la familia tomó parte en esta lucha, aunque respetaban la entrega de Osama a esta causa. “Se convirtió en el héroe de la familia”, afirma Abdal Bari Atwan, editor del periódico Al Qods al Arabi, con sede en Londres. Sin embargo, a finales de los ochenta se había transformado en un muyaidín a tiempo completo. Fundó Al Qaeda y usó los millones que le correspondían de la fortuna familiar para reclutar y entrenar a jóvenes radicales en la yihad contra Occidente. Cuando en 1990 Sadam Hussein invadió Kuwait, la decisión del rey de Arabia Saudí de apoyar a Estados Unidos desairó a Osama. Él pensaba que no debían apoyar a Washington en una guerra contra sus hermanos musulmanes, y mucho menos en su propio suelo.

Pero el resto de la familia se adhirió a la posición oficial y apoyó la coalición antiSadam. “De alguna manera Osama obligó a su familia a tomar partido, y ellos se decantaron públicamente del único lado del que podían, el del rey”, afirma Adil Najam, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Boston. En 1994 Osama se había convertido en un paria en su propio país: Arabia Saudí le retiró la nacionalidad, y su familia cortó toda relación con él. El clan en su conjunto le odiaba por haber destruido su patrimonio más preciado, su apellido, y condenaron sus atentados calificándolos como “repugnantes para cualquier religión y para la humanidad en su conjunto”. Dejaron claro que, más allá del apellido, no tenían nada que ver con el autor de esas masacres. Después de tantos años de malas relaciones familiares, este sentimiento probablemente fuera mutuo.

En los años siguientes, con los atentados de 1998 contra las embajadas estadounidenses de Kenia y Tanzania, y sobre todo a raíz del 11-S, Osama adquirió fama mundial, y su apellido conoció el descrédito más absoluto. El prestigio que tanto le había costado edificar a Mohamed bin Laden, que llegó a Arabia Saudí casi descalzo, lo demolió el decimoséptimo de sus hijos al convertirse en el gran pope del yihadismo global. Esta historia podría haber acabado en 2001, cuando el presidente Bush ordenó invadir el Afganistán de los talibanes y Osama consiguió por muy poco dar esquinazo al ejército estadounidense en las montañas de Tora-Bora, próximas a la frontera con Pakistán.

Pero no fue hasta hace unos días cuando los Navy Seals, siguiendo una pista obtenida en los interrogatorios de Guantánamo, asaltaron el bastión de Osama y ejecutaron a la oveja negra de la familia. Si nos atenemos a la versión oficial de Washington, los últimos restos del drama familiar de los Bin Laden reposan en algún punto del mar Arábigo.

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