El último exilio de los cristianos iraquíes

23 / 02 / 2015 Laila Muharram Rey y Daniel Rivas (Amán, Jordania)
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El avance del Estado Islámico (EI) ha forzado al exilio a miles de cristianos iraquíes, que ahora se refugian en un monasterio de Amán (Jordania).

Ammar Zaki pasa con el dedo las fotografías de su móvil. “Mira, mira, esta era nuestra iglesia: la Inmaculada Concepción”. En la primera imagen se ve una nave alargada, una torre y la cúpula. En la siguiente, los bancos están corridos y amontonados. Hay cascotes por el suelo y los cristales están rotos. Zaki, cristiano iraquí, añade: “Hace unos meses el Estado Islámico [EI] voló una iglesia antigua de Mosul y nosotros no tenemos noticias de cómo está la nuestra”.

Tras la declaración, baja la cabeza y se revuelve en el sillón de la casa parroquial de un monasterio de Amán, Jordania. Está sentado con su amigo Saef Tomas, que aprieta un rosario y pasa las cuentas. Los dos escaparon hace seis meses de su ciudad, Qaraqosh, a 30 kilómetros de Mosul, y desde entonces se refugian aquí. Era el 6 de agosto y los peshmerga, los soldados kurdos, se retiraron de la población para centrar su defensa en Erbil.

No hubo batalla por ese pedazo de tierra asiria, la capital de los cristianos de Irak, un escenario histórico regado por el río Tigris. La milicia local no podía enfrentarse contra las tropas del Estado Islámico. Y el Ejército iraquí ya había huido meses antes de la zona, cuando Mosul fue tomada.

A medianoche, de forma súbita, comenzó la evacuación. “Las campanas de las iglesias empezaron a sonar y coches con megáfonos recorrieron la ciudad alertándonos –recuerda Zaki–. Salimos con la ropa que llevábamos puesta, ni siquiera tuve tiempo de cerrar la puerta de mi casa”.

Una ciudad desierta.

La ciudad se vació en apenas dos horas. Qaraqosh, con 50.000 habitantes, ocho iglesias y solo una mezquita, quedó desierta. En ese éxodo se sumaron los cristianos que ya habían huido meses antes de Mosul o de otras poblaciones iraquíes invadidas por las tropas del Estado Islámico. Sobre esa carretera, los exiliados estaban dejando atrás sus casas, sus iglesias y su cultura. Casi nadie aceptó las exigencias de los invasores: convertirse al islam o pagar un impuesto.

Ammar Zaki, 30 años, casado y padre de dos hijos, levanta la vista y se enjuga los ojos. Ha detenido la narración. Respira. Sus ojos están ahora más abiertos: son azules, muy intensos. “Mira mi rostro, mis rasgos. Nosotros somos asirios y cristianos de la Iglesia siria. Tenemos la piel clara y muchos somos rubios. Hablamos la misma lengua en la que Jesús le dijo a Dios en la cruz: Señor, ¿por qué me has abandonado? Y durante siglos hemos protegido nuestras tradiciones, juntos en esta tierra”.

Adiós al Vaticano de Oriente.

Es domingo en Amán y Joseph Abba oficia misa en un templo católico. Él es el obispo de la Iglesia católica siria en Bagdad. Esta es una de las ramas del cristianismo oriental presente en Irak, junto con la tradición romana, siria ortodoxa, caldea y malankara.

Abba está visitando el país donde se han refugiado más de 7.500 fieles. Hablará con ellos antes de ir a Roma y reunirse con el papa Francisco. La sala está abarrotada para verle. “Allá donde vayáis, conservad nuestra lengua y nuestras tradiciones. A pesar del exilio, nosotros siempre seremos los cristianos de la tierra de Jesús”, les exhorta.

Entre los fieles que han ido a escuchar al obispo está George Bhanan, un ingeniero químico de Qaraqosh, la ciudad de Ammar Zaki, del religioso Joseph Abba y de muchos de los cristianos iraquíes refugiados en Jordania. “Qaraqosh era conocido como el Vaticano oriental. Y ahora todos estamos en el exilio. Yo me marcharé a Alemania, donde vive mi hijo –cuenta Bhanan–, y muchos se irán a Estados Unidos o Australia. Por eso tenemos miedo de que nuestra cultura desaparezca en la diáspora”.

Desde septiembre, Zaki, su amigo Saef Tomas, sus familias y una treintena de cristianos iraquíes viven en la casa parroquial del monasterio católico de Marka, a las afueras de Amán. Otro grupo de 85 personas se refugia en una iglesia armenia. Y algunos están gastando sus ahorros en alquilar pisos en la capital jordana. Los que no han podido abandonar el país, unos 120.000, están pasando el invierno en el Kurdistán, en un territorio amenazado por el Estado Islámico. Entre ellos están los padres y los hermanos de Zaki.

Tomas muestra las fotografías de su móvil y cuenta: “Aquí, con mi mujer y mis hijos en París y estas, en Alemania. Son de junio de 2014”. Dos meses después huyeron de Qaraqosh y en diciembre han celebrado la Navidad sobre el suelo de mármol de un monasterio de Amán. Allí las habitaciones están divididas por telas colgadas del techo al frente y en los laterales, para delimitar las paredes y las puertas de cada familia. Dentro tienen un colchón largo y ancho para todos los miembros y una mesa con sillas. En el pasillo, la ropa recién lavada se seca en cuerdas tendidas de lado a lado, en paralelo a las ventanas, por donde entra el sol del invierno. Y al final del corredor está la cocina común y los baños.

Zaki se sienta a comer en una mesa del pasillo con su hijo Ethan, de 2 años, su hija Athena, de 11 meses, y su mujer Althraa, de 20 años. Junto a su familia está la de Tomas. Hablan entre ellos y comentan que han sido afortunados porque pudieron salir rápidamente de la ciudad iraquí de Erbil hacia Jordania. Solo estuvieron un mes refugiados en una iglesia.

El último en salir.

De la cocina común sale la mujer de Zaki con una gran bandeja de arroz con pollo, patatas fritas, guisantes y otras verduras. Ella también tiene la piel pálida y sus ojos son de color marrón claro, como los de su marido. Hoy para comer ha preparado biryani, una comida típica iraquí. Sus dos hijos llenan un plato hasta la mitad y salen corriendo escaleras abajo al patio del monasterio. Zaki comprueba que se han ido para explicar que él está preparado para aguantar en Amán seis meses, un año, lo que haga falta hasta que consigan un visado para otro país. “Pero mis hijos no pueden vivir así. Son pequeños pero se dan cuenta de que ya no están en su casa. Aquí hace frío, no tienen cómo entretenerse, echan de menos a sus amigos y a sus abuelos. Casi no salimos del barrio”, relata.

Y entonces Zaki se envalentona porque ha nombrado a su padre y cuenta con orgullo: “Fue el último en salir de Qaraqosh. Todos nos íbamos y él decía que no iba a abandonar su propia tierra, que antes prefería morir en su casa que tener que huir. Finalmente se marchó a las 3.30 horas de la mañana y caminó hasta Erbil, una parte del viaje”.

Después de comer, los niños están más tranquilos, cansados de jugar, y se marchan con las madres a echarse la siesta. Saef Tomas mira otra vez fotografías en su móvil: “A veces, se las enseñamos a los pequeños como un ejercicio de memoria, para que no olviden cómo era nuestra casa y sus habitaciones”. Tomas, 34 años, casado y con dos hijos, trabajaba de organizador de eventos en Irak y ayudaba a su hermano Yacob, que también está en el monasterio, como fotógrafo.

La fatiga de esperar.

El padre Khalil, el religioso que dirige el monasterio, está desbordado. No para de buscar ayuda. Diariamente alimenta a 150 personas entre los que viven en el monasterio y los que vienen de otros barrios de Amán. “Son 10.000 euros diarios en comida. Mensajeros de la paz, desde Madrid, me envía la mitad. El resto: hay que seguir trabajando”, analiza.

Hace tres meses se reunió con el papa Francisco y le explicó la situación. La Iglesia, en su opinión, no ha sabido reaccionar ante el éxodo de la población del norte de Irak. Por eso le pidió que presionara al Gobierno jordano para que permita trabajar a los refugiados que viven en el país. Khalil regaló al Papa un pin con el fondo negro y una letra árabe pintada en dorado, parecida a una u con un punto en medio: “Es el nun, la primera letra de la palabra nasrani (cristiano). El Estado Islámico ha pintado así las casas de los enemigos, que se pueden desvalijar sin cargo de conciencia. Y yo quiero convertirlo en un símbolo de la resistencia cristiana”, explica el sacerdote. Los cristianos en Irak “tenían un buen nivel de vida, parecido al de una familia media occidental –comenta el padre Khalil–. Y ahora sus habitaciones no son más que cortinas separadoras. Comen cuatro pollos para ocho familias. Y, a pesar de todo eso, son nobles y aguantan”.

El padre Khalil está sacando poco a poco a los refugiados del monasterio para que se muden a pisos que él alquila. “Aquí hace mucho frío, no tienen intimidad y las enfermedades podrían propagarse fácilmente”, explica.

Una de las 14 familias que se han mudado a un apartamento es la de Emad, un hombre de 56 años con el pelo canoso y la cara ovalada y larga, con arrugas profundas en el rostro y las manos. Vive con otra familia en una casa de cuatro habitaciones. En el salón, están los siete habitantes reunidos. Todos llevan el abrigo puesto y los dos hombres mayores visten una kufiyya, el tradicional pañuelo oriental, rojo y blanco al cuello.

Las paredes son de piedra y el suelo está desnudo, sin alfombras. En una de las estancias hay goteras. Y en la calle sigue lloviendo. En la casa no hay ningún tipo de decoración aparte de un árbol de Navidad de unos treinta centímetros que está encima de una balda. Emad pide por favor que no les saquemos fotos y que no escribamos sus nombres verdaderos. No sabe si algún día regresarán a Irak. “Quiero poder vivir sin miedo”, añade.

Piden confidencialidad aunque reconocen que Irak es el pasado. La familia nombra en voz alta países donde recomenzar su vida. “En Suecia”, donde vive el hermano de Emad. Mientras esperan ese momento, se aburren. Zaki pregunta: “¿Qué hacéis durante el día?”, y responden casi en un sola voz: “Dormir, comer y dormir”. Y se ríen porque de repente su vida actual es absurda.

Zaki se levanta y pregunta: “¿Cuántos profesores hay en la sala?”. Y, además de él –que enseñaba Arte en el instituto porque le encanta Salvador Dalí–, alzan la mano otras dos mujeres. “El 70% de los maestros de Qaraqosh éramos cristianos. Nos fuimos todos, así que ahora muchas escuelas están cerradas y en las que el Estado Islámico ha dejado abiertas casi no hay profesores”. De la cocina sale una hija de Emad con una bandeja, sirve café y pregunta: “¿Dónde podemos ir?”. Y, después: “¿Cómo podemos entrar en España?”.

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