La España irreconciliable

22 / 07 / 2016 Gabriel Elorriaga
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En esta coyuntura, la capacidad efectiva de gobernar pasa indefectiblemente por la colaboración o, al menos, una cierta complicidad entre socialistas y populares

 

Los acuerdos alcanzados para la configuración de las Mesas del Congreso y el Senado han llevado a muchos a pensar que la investidura de un nuevo presidente del Gobierno está ya muy cerca. Se olvida con demasiada facilidad que una votación y otra tienen muy poco en común. Las Mesas resultan inevitablemente constituidas el primer día de la legislatura; puesto que no existe la posibilidad de veto –ya que resulta elegido para cada uno de los puestos aquel que reúne más votos– todos se ven impelidos a buscar acuerdos. Los pactos alcanzados, sin embargo, no son trasladables más allá de sus propios términos. Es impensable que Convergència, apuntalada por ERC y la CUP en la Generalitat, pueda encontrar espacio para el entendimiento con el Partido Popular de cara a la próxima legislatura.

Este espejismo ha desatado un entusiasmo pueril en el entorno de Pedro Sánchez. Convencidos de que su única baza ante la militancia socialista es colocarse en una posición intransigente ante cualquier forma de entendimiento con Mariano Rajoy, sueñan con una mayoría alternativa que aparte de ellos el amargo cáliz de la negociación responsable y evite una nueva repetición de elecciones. Pero se equivocan; en esta coyuntura la capacidad efectiva de gobernar pasa indefectiblemente por la colaboración o, al menos, una cierta complicidad entre socialistas y populares. Tras la firma de la Constitución han sido muy pocos los acuerdos importantes alcanzados por los protagonistas del bipartidismo. Los pactos autonómicos de 1992, el Pacto de Toledo sobre las pensiones en 1995, el acuerdo para el ingreso en la estructura militar de la OTAN en 1996, el pacto antiterrorista del año 2000 o la reforma constitucional de 2011 son casi los únicos ejemplos. Y todos ellos, salvo nuestro papel en la Alianza Atlántica, han sido posteriormente cuestionados por el PSOE.

Muchos consideran que los partidos nacionalistas han tenido un peso excesivo en la política española a lo largo de las últimas décadas. Se ofrece así una excusa fácil que permite a los grandes partidos nacionales ocultar su inmensa responsabilidad en lo ocurrido. En demasiadas ocasiones, se han antepuesto las prioridades partidistas al interés general arrojando al adversario en manos de grupos nacionalistas minoritarios, intentando minar la coherencia política del otro y protegiendo la expectativa de una alternancia futura. Con estas tácticas, además, se ha dejado entender a los votantes de los respectivos territorios que el respaldo a los partidos nacionalistas era la mejor opción para la defensa de sus legítimos intereses territoriales. Que socialistas y populares sumen hoy, conjuntamente, menos del 30% de los votos en Cataluña y el País Vasco no es fruto del azar sino de la perseverancia en el error. El protagonismo a las fuerzas nacionalistas se lo han regalado quienes han sido incapaces de abordar conjuntamente los elementos básicos que ordenan nuestra convivencia y, lamentablemente, algunos exigen continuar por la senda equivocada.

Han transcurrido 80 años desde que comenzó la Guerra Civil, 60 desde los sucesos de 1956 que plasmaron el primer intento claro de reconciliación entre los hijos de los combatientes, 40 desde el arranque de la Transición y todavía hay quien pretende que no es posible el entendimiento cabal y constructivo entre los que defienden opciones ideológicas diferentes. Confiemos en que la realidad les desmienta.  

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