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El golpe de desconexión

26 / 11 / 2015 Alfonso Guerra
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En un Estado como el nuestro, en el que muchas de las competencias están atribuidas a las comunidades, la lealtad a las normas del reparto del poder es fundamental para garantizar la seguridad jurídica de los ciudadanos

Los políticos nacionalistas de Cataluña han consumado, con la aprobación de una propuesta de resolución en el Parlamento autonómico, la intención anunciada de perpetrar un golpe de Estado que en su lenguaje llaman desconexión.

¿Cómo habrá evolucionado la cultura política de nuestro país para que ante tal actitud se multipliquen las voces que advierten de que no se use medida de coerción alguna?

Lo más disparatado que he leído es que las fuerzas políticas se comprometerían a no hablar del asunto de la secesión de Cataluña en la campaña electoral. Así, que el nacionalismo catalán coloca a España ante una emergencia nacional y los partidos pretenderían separar el asunto más grave que tiene ante sí el país en una campaña que debe servir para que cada fuerza política exponga a los votantes su posición frente a los problemas del país.

Se argumenta que el intento de secesión, sedición o golpe de Estado no monopolice la campaña electoral desplazando asuntos tan importantes como el paro o la corrupción. Pero es que no son incompatibles, aún más, algunos pueden explicarse de manera complementaria, pues por ejemplo la huida hacia delante del nacionalismo catalán está muy ligada al expolio general del patrimonio de todos por parte de unos gobernantes presentados como molt honorable, máscara que ocultaba al muy miserable ladrón.

En un Estado compuesto como el nuestro, en el que muchas de las competencias están atribuidas a los entes territoriales, la lealtad a las normas del reparto del poder es un pilar fundamental del funcionamiento de las estructuras y de la seguridad jurídica de los ciudadanos. Si la lealtad se quiebra, el Estado, garante del sistema democrático, ha de contar con un mecanismo de salvaguarda frente a la deslealtad de gobernantes autonómicos.

Ahora que un Parlamento autonómico violenta la Constitución no cesan los discursos y los artículos que advierten del uso de la legítima coerción contra los sediciosos políticos nacionalistas catalanes.

A mi modesto entender, la democracia española caminaría hacia un suicidio asistido por muchos de los representantes políticos, don tancredos ante la emergencia, y por artículos de prensa y posicionamientos de algunos intelectuales que rechazan incluso la utilización de un precepto constitucional como el artículo 155, que posibilita al Gobierno de la nación a adoptar las medidas necesarias para que las autoridades de una comunidad autónoma cumplan con las obligaciones que les impone la Constitución. Se utilizan argucias de leguleyos como la de argumentar que el trámite preceptivo de aprobación por el Senado de las medidas que competen al Gobierno no podría cumplimentarse por estar disuelta la Cámara. Olvidan que la Constitución atribuye a la Diputación Permanente las “facultades que corresponden a la Cámara”.

El Gobierno, el Parlamento de España y los tribunales tienen que terminar con la actividad fraudulenta de los insurgentes que en Cataluña están creando un futuro de pobreza y opresión, un régimen que castiga a los que no se someten a las ideas supremacistas de los nacionalistas, y lo hacen mediante una manipulación sistemática de la verdad, apoyándose en los medios de comunicación que han obedecido al plan diseñado por el Gobierno de la Generalitat. El mecanismo de adoctrinamiento ha sido tan insistente y abarcador de todos los asuntos, que muchos no son conscientes del lavado mental al que han sido sometidos. Contaré una historia para hacerme comprender.

Hace unos años acudí a Barcelona a la inauguración de un acto cultural. Al enterarse el presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, de mi presencia tuvo la deferencia de dedicar un rato de su tiempo para cenar conmigo y algunos, pocos, compañeros. Durante la cena debatimos los asuntos de la relación de la Comunidad de Cataluña y la Administración del Estado. Discrepamos en las líneas generales. Los que nos acompañaban se dividieron también en sus apoyos, destacándose uno de los presentes en su posición de firme apoyo a mis tesis. Pero hubo un momento en el que comprendí hasta qué punto el nacionalismo ha envenenado la conciencia de muchos catalanes.

Por aquellos días había saltado en los periódicos una polémica relacionada con la feria del libro de Frankfurt que tenía aquel año a Cataluña como invitada especial. El debate se había suscitado porque la Generalitat solo había seleccionado a escritores que publicaban en lengua catalana. Argumenté el caso como ejemplo de discriminación nacionalista y para mi sorpresa fui contundentemente reprobado por quien venía apoyando mis argumentos, pues según esa persona yo estaba mintiendo, no se había producido tal discriminación. Cuando confirmé la noticia con declaraciones de protesta de escritores en lengua castellana, me replicó: “Pero no ha habido discriminación, es solo que el viaje de los catalano-parlantes lo sufraga la Generalitat, y el de los de habla castellana deben pagárselo ellos”.

Decliné seguir argumentando, comprendí que las personas que no se sentían llamadas por los planes nacionalistas participaban también, sin saberlo, de esos planes.

Dos ejemplos citaré que expresan la dignidad de las víctimas del nacionalismo y la indignidad de los que corean la política nacionalista de opresión.

Nuria Amat ha publicado en el diario El País un fragmento de un discurso pronunciado en un acto de Societat Civil Catalana en el que expresa que “un país, como la Cataluña de hoy, en el que una mayoría de ciudadanos se siente coaccionada a callar públicamente lo que piensa, no es un país libre”. Llegará un día en que se dedicarán libros y homenajes a los componentes de Societat Civil Catalana como ejemplo de valentía y dignidad, enfrentados al poder que ha expoliado no solo el patrimonio material de Cataluña sino también el de su libertad.

Por otro lado, el director de La Vanguardia me ha hecho el honor de dedicarme un artículo. En él manipula mis palabras de manera envilecedora. Había declarado yo la necesidad de detener la locura independentista y citaba el precedente de 1934. El director me atribuye en su artículo haber animado a los militares a intervenir en la política catalana. Mentiras, mentiras, mentiras; ese ha sido el instrumento fundamental para llevar a Cataluña al desastre. Un ejemplo de ignominia.

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