El enredo nacional

28 / 09 / 2016 Alfonso Guerra
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En el bloqueo institucional que padecemos, todos se empeñan en ignorar la responsabilidad de Mariano Rajoy para endosársela a Pedro Sánchez. 

Imaginemos un país en el que el desempleo alcanza cifras altísimas, en el que los más jóvenes no encuentran oportunidades de integración, la deuda supera al PIB, una parte del país plantea una secesión a la fuerza con sus gobernantes en rebeldía contra las leyes, el déficit amenaza con la sanción del órgano supranacional (la Unión Europea), que tiene graves dificultades para atender sus compromisos con los jubilados pues casi se ha agotado el fondo de reserva, y con numerosos casos de corrupción política, es decir un país en serias dificultades. Y a esa situación, ¿cómo responde el Gobierno?; estará dedicado con todas sus fuerzas a cambiar el rumbo de las cosas. No, no hay Gobierno en ese país o, para ser más preciso, no hay Gobierno en su sentido lato, el Gobierno está en funciones, a la espera de ser sustituido por otro, con sus facultades mermadas por su condición de transitoriedad. Y ¿por qué esta provisionalidad? Porque desde que hace nueve meses, en que se celebraron las elecciones, no se ha logrado formar un Gobierno, y ello a pesar de haber repetido el proceso electoral a fin de desencallar la situación de parálisis administrativa. Un país camino de un laberinto del que nadie sabe salir. Como bien saben todos, ese país es el nuestro.

Intentaremos explicar el origen, la causa que ha desembocado en esta situación de inanidad política.

Cuando en noviembre de 2011 el Partido Popular, con su dirigente Mariano Rajoy a la cabeza, triunfó en las elecciones con un número de diputados que le proporcionó la mayoría absoluta en el Congreso y en el Senado, los efectos de la crisis internacional habían golpeado seriamente a España. El nuevo Gobierno decidió aplicar en solitario –se amparaba en su mayoría absoluta– la receta de los recortes en las prestaciones sociales, lo que originó un profundo malestar social, caldo de cultivo de las fórmulas populistas.

El Gobierno de Mariano Rajoy, lejos de combatir las reacciones populistas contra el sistema democrático (“no nos representan”) con medidas que resolvieran o al menos redujesen la angustiosa situación de muchos colectivos sociales, creyó encontrar la solución para su supervivencia en el poder a pesar de su política antisocial: lograr que su descenso electoral quedase compensado con la bajada en votos del PSOE, la alternativa a la derecha. El mecanismo utilizado fue el de dividir el voto de la izquierda mediante el apoyo en los medios (especialmente dedicando una televisión privada a tales fines) a un grupo de posiciones populistas con expectativas de crecimiento electoral. Pero la estrategia final, además de resultarles un éxito, ha tenido algunas consecuencias no deseadas. Mientras las zonas más oscuras del Partido Popular organizaban su operación populismo anti-PSOE, todos los medios de comunicación compraron el discurso de dos pequeños grupos parlamentarios, Unión, Progreso y Democracia (UPD) e Izquierda Unida, que durante varios años tenían como objetivo exclusivo el combate contra el bipartidismo, causa de todos los males en su delirante teoría. Su estrategia se vio avalada por una cascada incesante de artículos y columnas en prensa, radio y televisión y por el bombardeo incandescente de esos seres nacidos en la floresta de la política aguada que llaman “tertulianos”.

El resultado está a la vista, los grupos utilizados como punta de lanza contra la estabilidad del bipartidismo, UPD e Izquierda Unida, han sido devorados por los llamados “emergentes”. Y la sociedad se encuentra con un Parlamento cuatripartito que no logra formar un Gobierno, se ha visto obligada a repetir elecciones en junio y que aún puede estar compelida a repetirlas de nuevo en Navidad.

Con el panorama descrito, ¿cómo es posible que los partidos políticos no alcancen un acuerdo?

La razón está en que la élite política actual, salvo excepciones, entiende que no se ganan elecciones haciendo propuestas que ilusionen a los ciudadanos, sino destruyendo las posibilidades de los adversarios o a los adversarios mismos.

No se percatan de que la continua denuncia de malas prácticas del adversario, cuando no haya sustento alguno para ello, les destruye a todos. La corrupción política socaba la confianza de los ciudadanos respecto a la actividad política, pero no es menos destructiva la acusación de corrupción sin pruebas que la avalen. Los políticos deberían hacer una clara distinción en los casos que llegan a la Justicia ligados a la actividad de los gobernantes. Una cosa es aprovechar el cargo público para enriquecerse uno mismo, su familia o sus amigos, y otra muy diferente es actuar irregularmente en la gestión administrativa; no es lo mismo la corrupción que la mala gestión. Los corruptos destruyen la democracia, los que acusan sin fundamento de corrupción a los adversarios políticos, también.

En este enrarecido ambiente nadie pone de su parte para llegar a una solución que permita que España cuente con un Gobierno que tenga la posibilidad (después lo hará o no) de afrontar los graves problemas que padece la nación.

En el año 1977 una persona cercana exclamó: “¡Por fin ha desaparecido la dictadura!”, Yo, que procuro enfriar los ánimos en los momentos de euforia colectiva, apostillé: “Pero sus efectos perdurarán cien años más”.

Ahora tenemos una prueba de que mi comentario no estaba desencaminado. Nos falta naturalidad para afrontar los problemas por los prejuicios que permanecen vivos tras casi medio siglo de rapto de la libertad.

En los países europeos, cuando el resultado electoral proporciona una Cámara de representantes fraccionada, los grupos políticos, con naturalidad, se disponen a dialogar para encontrar una fórmula de Gobierno. Entre nosotros se criminaliza al que pacta, al que acuerda. ¿Qué hubiera sido de nuestro país si en 1977 los representantes políticos se hubieran negado a ponerse de acuerdo?

Ahora los números y la confianza en el sentido de Estado de los socialistas ha producido una ingente cantidad de llamadas a que sea el PSOE el que resuelva la situación. En verdad el problema no es del PSOE, sino del partido que ganó las elecciones, aunque todos se empeñan en ignorar la responsabilidad de Mariano Rajoy para endosársela a Pedro Sánchez. Además, se plantea de una manera cainita. Se advierte por unos de que si el PSOE se abstiene será indigno; y por otros, que si no se abstiene será irresponsable. Con estas actitudes belicosas no hay salida posible.

¿Cómo entender que si Rajoy, el PP, necesitan el apoyo directo o indirecto del PSOE, hayan sometido a un linchamiento al secretario general del PSOE durante todo el verano? El presidente del Gobierno le llama antipatriota, ¿vuelven las acusaciones de la época de la dictadura? ¿No será más sensato que si de verdad quieren evitar terceras elecciones tratasen de ganar la voluntad de los socialistas con un trato respetuoso, amistoso?

La actual élite política no sabe pactar, prefiere alzarse sobre la destrucción del adversario. Mala perspectiva. 

Grupo Zeta Nexica