Los hombres del Papa en España

01 / 04 / 2015 Luis Algorri
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El nuevo arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, encabeza el pequeño grupo de personas de confianza que tiene Francisco en la Conferencia Episcopal Española. Y pronto habrá más.

La Iglesia hace lo que dice el Papa. Siempre. Esa ley lleva cumpliéndose, con muy pocas excepciones, siglos. Sea quien sea el Papa y diga lo que diga, aunque dé media vuelta en el camino que había marcado el anterior. No es la primera vez que eso pasa, ni mucho menos. ¿Y por qué la Iglesia siempre hace lo que dice el Papa? Porque la Iglesia es una monarquía absoluta y el Papa tiene toda la autoridad, tanto política como espiritual.

Pío XII gobernó durante 19 años como un rey todopoderoso y en actitud defensiva, intransigentemente conservadora. Tras él, Juan XXIII dio un tremendo volantazo, convocó un concilio e hizo que la Iglesia se abriese al mundo y al tiempo en que vivía. El siguiente, Pablo VI continuó (como pudo) su línea. Después del brevísimo paréntesis de Juan Pablo I, el polaco Juan Pablo II impuso un nuevo giro, pero esta vez en sentido contrario. Y Roma volvió al conservadurismo durante casi 27 años, aunque esta vez fuese un conservadurismo multitudinario y televisivo.

En todos los casos, la inmensa mayoría de la Iglesia siguió la dirección que marcaba el Papa. Porque siempre se hace lo que él dice. Porque cuando los fieles gritan en la plaza de San Pedro, alborozados, viva il Papa!, no se están refiriendo en realidad a uno o a otro, sino al Papa como institución, como líder y autoridad. Y lo único que tiene que hacer el Papa es ejercer esa autoridad.

¿Sobre quién? ¿Sobre los mil millones de católicos que hay en el mundo? Desde luego que sí, pero también, y sobre todo, sobre el único grupo de poder que en la Iglesia puede causarle verdaderos problemas: la curia romana, los altos funcionarios vaticanos, siempre recelosos de reformas y locuras. Todos los papas contemporáneos, desde Eugenio Pacelli (Pío XII) para acá, una de dos: o favorecieron a la curia para ponerla de su parte, en algún caso porque ellos mismos eran curiales (el propio Pacelli), o al menos trataron de contemporizar, de llegar a un equilibrio con los poderosos funcionarios, muchos de ellos vestidos de rojo, que es el color de los cardenales.

Todos lo lograron salvo uno: el alemán Benedicto XVI, un curial puro y duro que, después de ser clamorosamente elegido por sus conservadores, comenzó la batalla contra la pederastia de los clérigos y, mucho peor, intentó poner orden en la misma curia, sobre todo en su sección económica y financiera. No lo consiguió. Tuvo que abdicar. Fue el primer Papa que renunciaba al trono libre y voluntariamente desde el siglo XIII. Hoy nadie ignora que la verdadera razón de su dimisión es que, sencillamente, no pudo con ellos. Su tremenda protesta, su mayor ejercicio de autoridad, fue precisamente renunciar a ella.

Y entonces llegó Francisco.

Un tipo extraño, un jesuita argentino, apasionado y siempre sonriente que hace temblar las viejas estructuras cada vez que abre la boca (y lo hace todos los días), que no vive en los suntuosos Palacios Apostólicos sino en el hotel de Santa Marta, que tiene desolados a los diseñadores de moda pontificia porque viste siempre igual (suele llevar la vieja mitra que se trajo de Buenos Aires) y que, esto sobre todo, no deja de repetir que quiere una Iglesia pobre y para los pobres, que no hay que condenar sino comprender; un tipo que pelea ferozmente contra el cáncer de la pederastia (históricamente tapado por todos sus antecesores salvo Ratzinger), que no duda en lavar pies a delincuentes, en abrazar a los que bajan de las pateras, en hablar de una manera radicalmente distinta sobre los homosexuales, en fustigar sin compasión a los hipócritas y a los corruptos, en rodearse de un poderoso equipo para que le ayuden a limpiar las turbias finanzas vaticanas, en atar corto a algunos prelados que viven rodeados de lujo y, claro, en retocar (de momento, solo retocar) la Jerarquía, tanto romana como de muchos países, jubilando a ancianos intransigentes que ya no están en condiciones de seguir a “ese hippy argentino”, como le llaman.

El resultado es que su popularidad es inmensa. Francisco es el personaje más influyente del mundo para la revista Fortune y fue proclamado hombre del año 2013 por Time. Son dos ejemplos entre cientos. Ha batido el récord absoluto de asistencia a un acto: seis millones de personas reunió en una misa en Manila. La gente le adora porque es próximo, humilde, enérgico, cariñoso, audaz. Y sobre todo porque se entiende lo que dice. Y lo que dice son palabras que consuelan a todos, no solo a muchos, como ocurría con Wojtyla.

¿A todos? No, no a todos. Tiene enemigos que hablan cada vez más alto y la mayoría están en la jerarquía de la Iglesia. No solo en la curia romana. Cuando impone la canonización de Juan XXIII al mismo tiempo que la de Juan Pablo II,
 que le dieron hecha; cuando ordena la beatificación de Pablo VI (el “papa olvidado al que nadie lloró”, como dice la RAI en sus documentales) y cuando fuerza la rehabilitación y beatificación del arzobispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero, asesinado por la extrema derecha mientras decía misa y deliberadamente olvidado por Roma durante 35 años, está haciendo dos cosas. La primera, justicia histórica. La segunda, pisar callos muy suntuosamente calzados. Y lo sabe. Pero al papa Bergoglio siempre le ha importado más la justicia que los callos. Un dato más, muy significativo. Francisco consulta frecuentemente con su antecesor, Benedicto XVI, que envejece tranquilamente a dos pasos de donde él vive. Y lo hace con toda buena fe y sinceridad. La misma sinceridad con la que explica a su antecesor que su prioridad no es la reevangelización de la opulenta Europa (el gran proyecto de Ratzinger) sino ocuparse de los pobres. Y Ratzinger lo acepta sin ningún problema. Porque sabe, porque ve que este Papa tiene otra manera de actuar, distinta de la suya. Una manera difícil y muy arriesgada. Y esa es la clave de todo.

Autoridad y actitud.

Francisco ejerce su autoridad de otra forma, una forma que ningún otro Papa hasta ahora había querido, sabido... o se había atrevido a usar.

Lo que el papa Bergoglio pretende no es imprimir a la Iglesia un nuevo rumbo a golpe de “ordeno y mando”, aunque también ordena y manda cuando lo cree necesario. Eso fue lo que hicieron los anteriores, incluido Juan XXIII. Lo que Francisco busca es un cambio de actitud general en la Iglesia. Un cambio que llevará tiempo, algo que él no tiene: ha cumplido 78 años en diciembre y muchos vaticanólogos dan por hecho que renunciará al cumplir los 80, que es cuando los cardenales pierden el derecho de entrar en el cónclave.

Pero lo que intenta es convencer –no ordenar– a todos, o al menos a todos los posibles, de que los viejos modos altaneros, aristocráticos, suntuosos y a veces medio mafiosos de la jerarquía y de la curia son no ya anacrónicos, sino contraproducentes y peligrosos para la propia Iglesia. No se puede seguir viviendo en el siglo XXI con actitudes del tiempo de Pío XII. Hay que cambiar de actitud. Y debe hacerlo toda la Iglesia. Y para siempre, sean quienes sean los siguientes papas. Porque Francisco se ha empeñado en que la Iglesia ya no haga lo que dice el Papa. Quiere que la Iglesia haga lo que dice el Evangelio. Y la propia Iglesia pensante. Está trabajando, pues, para el futuro, no solo para ahora mismo.

Francisco tiene a muy pocos por adversarios suyos. Solo cabe citar un caso claro: el poderoso movimiento conservador Comunión y Liberación, los cielinos, que en el pasado cónclave apoyaron con toda rotundidad la candidatura de su cardenal y máximo rival de Bergoglio: Angelo Scola.

Pero hasta ahí llega la capacidad de resentimiento de este argentino tan enérgico y cabezota como dulce y socarrón. Quien piense que este Papa es un revolucionario que va a borrar de la faz de la Iglesia a los movimientos neocons, tan protegidos por Karol Wojtyla, se equivoca por completo.

El Opus Dei, rival histórico de los jesuitas, parece haber perdido presencia pública en estos dos años de apasionante “primavera eclesial”, como dice siempre el periodista José Manuel Vidal, pero basta fijarse un poco para advertir que prácticamente todos los hombres del equipo económico del Papa, que tienen el encargo directo de convertir al banco vaticano (el Instituto para las Obras de Religión) en una institución honesta, pertenecen al Opus Dei.

Se sabe que Kiko Argüello, el atrabiliario líder del Camino Neocatecumenal (el grupo más numeroso y poderoso de la Iglesia en todo el mundo), se subía por las paredes cuando el cardenal protodiácono, el francés Tauran, tembloroso por los nervios y por el párkinson, salió al balcón aquella noche del 13 de marzo de 2013 y dijo el nombre del cardenal de Buenos Aires. Es verdad que Francisco ha cortado algunas (bastantes) alas a los kikos, como ya hizo Ratzinger, pero no oculta que se siente bien con ellos y trata de tender puentes. Eso sí: los puentes los diseña y dirige él, y no el imprevisible y sanguíneo cantautor/pintor leonés que conduce su Camino con mano de hierro y maneras de telepredicador.

En resumen: para el cambio de actitud general que busca el Papa en la Iglesia, Francisco quiere contar con todos. Al menos con todos los posibles. Porque sabe que, si no lo consigue, ese cambio será flor de un día y su pontificado pasará, como pasa la primavera.

Quizá el símbolo más elocuente sea la cruz pectoral que lleva siempre. Es la misma que le regalaron cuando le hicieron obispo. No es de oro sino de plata envejecida y no muestra la imagen de un Cristo crucificado, sino al Buen Pastor que lleva a hombros a la oveja descarriada y que no hace mucho caso de las que sabe que están a salvo. Ese es Francisco. Quienes le preocupan son aquellos a quienes cree que es posible convencer, no quienes ya están convencidos o aquellos que, sencillamente, se la tienen jurada y no le pueden ni ver.

¿Y España? ¿Cuáles son los planes, las ideas y desde luego los hombres del papa argentino para nuestro país?

Pues está difícil. Como hace con todos, Francisco estudia la situación y trata de ganarse a los difíciles, no a los imposibles. A estos no tiene más remedio que apartarlos, y fue lo que hizo con el cardenal Rouco. ¿Y por qué está difícil? Pues porque, ahora mismo, en el panorama episcopal español no predomina el color morado, que es el propio de los obispos, sino el más desolador gris.

La Conferencia Episcopal está llena de obispos fieles y obedientes. Esa es su mayor virtud. A veces, la única. Hay muy pocos prelados brillantes, hay muy pocos arriesgados, muy pocos intelectuales y muy pocos que tengan carrera universitaria... fuera de las aulas de la Iglesia. Ellos no tienen la culpa: eso es lo que se ha exigido durante muchos años. Ya no hay personajes como el fallecido Echarren, doctor en Sociología por Lovaina. Ya no hay osados como Alberto Iniesta, que tiene 92 años y que fue desactivado por los conservadores triunfantes (nunca pasó de obispo auxiliar) por pretender una Iglesia comprometida con los pobres. Lo mismo que ahora, quizá con mejor puntería, busca el Papa.

Pero sí hay ahora lo que Francisco necesita en esta Iglesia cuya jerarquía es tan poco franciscana: un Tarancón. No igual pero sí parecido. Es el primero de los hombres de Francisco en España.

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