Sésamo y lirios

28 / 07 / 2016 Juan Bolea
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Ruskin advirtió a Inglaterra sobre los peligros de las leyes del mercado

Las encuestas sobre los hábitos culturales de los españoles nos colman de inquietud. La mayoría de nuestros compatriotas solo lee tres libros al año (o ninguno), van poco (o nada) a museos y exposiciones y apenas frecuentan cines y teatros. Con semejante panorama, los sectores de la industria cultural, gravemente afectados por la crisis, la política impositiva y las nuevas fórmulas de ocio, no levantarán cabeza.

Buscando soluciones, y centrándonos en el hábito lector, ha vuelto a conmoverme la relectura de las conferencias de John Ruskin, que Cátedra ha editado bajo el título de Sésamo y lirios con prólogo y revisión de Javier Alcoriza.

En sus ideas y argumentos, un Ruskin maduro, expresándose en un tono más filosófico que el literariamente bellísimo de Las piedras de Venecia, tan influyente en Marcel Proust, condensó su experiencia como lector en una serie de parámetros tan certeros como útiles para su aplicación hoy en día.

Sostenía Ruskin, entre otros consejos, que no es imprescindible para acceder a una buena educación leer muchos libros, cuantos más mejor, sino asimilar bien los que leamos, incorporando sus significados y giros y releyendo, anotando y “llegando a amar” aquellos volúmenes que signifiquen algo extraordinario para nosotros. Pero antes, para llegar a ser tales libros excepcionales, deberían, opinaba Ruskin, haber sido escritos por autores igualmente relevantes –grandes hombres, grandes líderes– que hubieran depositado en sus páginas no la mera esperanza publicitaria de una mayor transmisión de sus palabras, sino lo mejor, más noble e íntimo de sus pensamientos, condensándolos en un lenguaje de la mayor precisión, armonía y belleza.

Así, cada biblioteca familiar, el lugar, según Ruskin, más importante del hogar, será un espacio mágico, espiritual, formativo; un verdadero altar.

El ensayista y crítico advertía a los lectores de 1870, a sus contemporáneos, que, para acceder a los placeres del conocimiento debían poner esfuerzo de su parte. Lo peor era la ignorancia consentida, estabulada. “La esencia de la vulgaridad reside en la falta de sensación –sentenció–. En la auténtica vulgaridad innata hay una insensibilidad temible que, llevada a su extremo, resulta capaz de todo tipo de hábitos y crímenes bestiales, sin temor, sin placer, sin horror y sin lástima”.

Ruskin advirtió a su país, a aquella orgullosa, mercantil, militar Inglaterra ávida de libras y dólares, sobre los peligros de entregarse a las leyes del mercado y descuidar las normas de educación. “Es imposible para el público inglés comprender ningún escrito reflexivo –denunciaba–; tan incapaz de pensar se ha vuelto en su loca avaricia. No puede una nación seguir despreciando la literatura, la ciencia, el arte y la naturaleza, y concentrando el alma en el penique”.

Como se ve, nuestros males vienen de lejos.  

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