Que ardan los malditos

23 / 01 / 2015 Ricardo Menéndez Salmón
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Los escritores estadounidenses de ficción han sido contundentes a la hora de diagnosticar las mentiras del poder.

El país más puritano que existe ha sido también el que ha generado las obras más implacables a propósito del sistema que lo nutre. Los escritores estadounidenses de ficción han sido especialmente contundentes a la hora de diagnosticar las mentiras que tantas veces sostienen las distintas encarnaciones del poder. Siendo sinceros, como lectores debemos asumir que cualquier literatura nacional palidece ante la espléndida brutalidad con que los novelistas norteamericanos han juzgado a sus políticos, a sus magnates y a sus héroes. En un país construido sobre símbolos, esclavo de palabras pesadas como lápidas y dueño de retóricos sin rival, la literatura se ha encargado, obstinada y felizmente, de desacralizar parte de esas entelequias para mostrar, en su humana plenitud, las afrentas de los poderosos.

Esta relevancia de la literatura como acusación se ha apoyado en la sátira como forma privilegiada del discurso. Basta pensar en obras tan dispares en ambición y contenido como El plantador de tabaco, de John Barth, Vineland, de Thomas Pynchon, y Nuestra pandilla, de Philip Roth. O basta leer, con regocijo y asombro, La hoguera pública, de Robert Coover, para admirarse ante la osadía que puede alcanzar la novela en manos de un maestro. Publicada por Pálido Fuego, La hoguera pública se asoma a uno de los momentos más oscuros de la historia de Estados Unidos: la ejecución en 1953, en la silla eléctrica, del matrimonio formado por Julius y Ethel Rosenberg, acusados de espionaje atómico en beneficio de la Unión Soviética. Coover se sirve de este suceso para construir una apabullante novela sobre la Guerra Fría, los medios de comunicación y el maquiavelismo. El hallazgo de la obra es reconstruir dicha historia sirviéndose no solo de la mirada irónica e irreverente de un narrador que todo lo ve y sabe, sino prestando voz a algunos de los protagonistas de aquel periodo, caso del presidente Eisenhower y, sobre todo, del vicepresidente Richard Nixon.

Es Nixon, en efecto, de quien Coover se vale con talento radiante para desenmascarar las vergüenzas del sistema. Un Nixon delirante y tierno, rapaz y estúpido, cuáquero peleón de lágrima fácil, niño pobre que viajó de la California solar al corazón de la América de la alta política tras pasar por la Marina y la abogacía, y quien veinte años antes del Watergate se convierte, por obra y gracia de la sátira, en esa voz alucinada que conversa con el Tío Sam mientras juega al golf o se masturba en su despacho, a la vez que se contempla a sí mismo como avanzada del mundo libre en la lucha contra el fantasma. Un fantasma que no es otro que el comunismo, abstracción demoniaca y oportuno chivo expiatorio que condenó a una generación de americanos a vivir bajo la sombra paranoica del macarthysmo, convirtió el asesinato legal en quermés macabra en la tierra de la libertad y regaló a Coover la oportunidad de escribir una de las novelas más feroces que una inteligencia crítica puede aun hoy llegar a disfrutar.

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