Fascinación de la muerte

11 / 08 / 2016 Ricardo Menéndez Salmón
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Hay gente que pasa horas en la Red contemplando accidentes y desgracias.

El accidente es por definición algo indeseable, que uno no querría sufrir. Y sin embargo, a todo el mundo, lo confiese o no, le atraen los accidentes. Hay una paradoja ahí. El accidente es algo que anhelamos en secreto, la resolución de toda expectativa. Que el paracaídas no se abra tras el salto. Que el monoplaza se desintegre cuando el piloto toma una curva. Que los escudos del transbordador espacial no funcionen al reintegrarse a la atmósfera terrestre. Cualquier accidente es un sumidero. A él van a parar nuestros temores. Pero también nuestros anhelos.

El ser humano disfruta oliendo la sangre en las autopistas. Pasa en su coche, rodeado de su familia, y echa un vistazo a los miembros esparcidos por el pavimento. Luego quizá vomite o, si es un cínico, es posible incluso que se santigüe o acuda a confesarse, pero habrá vivido un segundo de inefable placer al contemplar el desastre. El accidente, pues, como lugar de consuelo. Una definición plausible, si se tiene en cuenta que el accidente es algo que recuerda nuestra mortalidad, pero que al pasar de largo nos protege de la mala suerte. Como la muerte ajena. Que siempre reconforta, porque el muerto es otro.

Conozco gente que pasa horas en la Red contemplando accidentes, desgracias, torturas, mutilaciones, vesanias, brutalidades, la fatalidad cotidiana que nos rodea. Gente enganchada a vídeos protagonizados por camiones frigorífico de diecinueve toneladas; gente adicta a las ceremonias de la decapitación, de la lapidación o de la quema; gente que fatiga su ocio rastreando grabaciones de asaltantes de centros comerciales, de adolescentes abducidos por la rabia, de policías que hacen diana siempre en el mismo color, los testamentos hechos imagen de un puñado de locos en busca de un paraíso prometido que se construye a base de carnicerías. Quienes ven esos vídeos, quienes frecuentan esa adicción tenebrosa, son personas con vidas regladas, con sus puntos cardinales, con sus coordenadas establecidas. Personas que llamaríamos normales, que no parecen pertenecer a ninguna categoría del disparate.

Y sin embargo la oscuridad de la imagen los ha atrapado. Como la visión del accidente en lo que posee de tranquilizadora, la pulsión de muerte concentrada en imágenes, detenida en fotogramas de horror que les suceden a otros, provoca una especie de hipnosis colectiva. Porque ya no se indagan las razones que producen esas imágenes, sino que se vive preso de la maléfica destilación del puro acontecimiento. Nunca la imagen ha sido tan vampírica como hoy, cuando se ha convertido en la plataforma ideal para que, en cuestión de segundos, al último rincón del mundo llegue la más infame atrocidad. En ese espejo se buscan los lunáticos, sabiendo que su público, aunque lo ataque una náusea, no deja de crecer.

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