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Teresa de Jesús y otras dedicatorias

09 / 04 / 2015 Incitatus
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¡Gracias!

Cristina Morales ha escrito lo que la santa de Ávila no se atrevió a escribir sobre sí misma. Es el colmo de la audacia: escribir la autobiografía de una escritora.

Ustedes saben que los libros, prácticamente todos y tengan dentro lo que tengan, contienen dos páginas por completo inevitables (sobre todo la primera) que aparecen al principio y al final del texto. Son los agradecimientos y la dedicatoria. Es fama que, en la inmensa mayoría de los casos, ambas se redactan antes de que el autor se ponga verdaderamente a escribir.

La dedicatoria es una página lamentable. Nadie sabe ni sabrá jamás quién es Sara cuando el autor, seguramente en medio de un suspiro, teclea: “A Sara”, o todavía peor, “A S.”. Eso tiene una parte buena: si el libro resulta ser un pestiño del quince (y si no lo es ocurrirá lo mismo), nadie que lo termine recordará la dedicatoria ni volverá a la página del principio para murmurar: “Sara, vaya birria que te dedicó este pesado; algo le habrías hecho, hija”.

Hay terroríficos tratados de teoría estadística que han provocado el odio a los números de miles de alumnos y que están implacablemente dedicados “A mis padres”, a los que esos alumnos tienden a imaginar como unos sádicos maltratadores de niños a los que el autor no asesinó años más tarde porque en el fondo de su alma alentaba un resto de bondad. A pesar de la estadística.

Hay dedicatorias que son como descargas de fusilería o declaraciones de guerra: lo dicen todo sobre lo que viene después. En su obra El secreto masónico, desvelado, el autor, José Antonio Ullate Fabo, escribe esta dedicatoria: “A mi Madre y Señora, María Santísima. Ego sum totus tuus”, profusión de mayúsculas y latines pontificios que hacen sospechar al lector que lo que le espera a continuación no va a ser precisamente un elogio de la masonería; ni siquiera un estudio desapasionado.

Hay dedicatorias inmortales, es verdad. Quizá las más célebres de todas son las de las dos partes del Quijote. La primera, al duque de Béjar, es un párrafo que huele a peloteo desde siete kilómetros y en el que Cervantes mete 163 palabras sin un solo punto y seguido, lo cual deja al lector al borde de la asfixia y sin haber entendido nada. Pero la segunda es genial: Cervantes aprovecha la dedicatoria a su protector, el conde de Lemos, para poner a parir a alguien a quien ni siquiera nombra: Alonso Fernández de Avellaneda, seudónimo que usó el autor del llamado Quijote apócrifo (probablemente se trataba de Tirso de Molina) que tantísimo enfadó al autor del verdadero. Es para imaginar la cara que pondría don Pedro Fernández de Castro, el poderoso conde de Lemos, al ver que el escritor le usaba como pretexto para asaetear a su escondido rival.

Una de las dedicatorias más repetidas en la historia de la edición de libros es la hipócrita de la paciencia. “A mi esposa, sin cuya paciencia y comprensión yo no habría conseguido terminar este libro. Te pido perdón por el tiempo que te he quitado”. Menos mal que el brillante matemático norteamericano Joseph J. Rotman, en su espeluznante Introducción a la Topología Algebraica, puso las cosas en su sitio: “A mi esposa Marganit y a mis hijos Ella y Daniel, sin los cuales yo habría podido terminar este libro dos años antes”.

Sueldo y matrimonio.

Me estoy distrayendo, ya lo sé, y estoy quemando alegremente (ahora que ya casi nos vamos) el espacio que debería emplear en hablar de un libro en concreto, pero es que la granadina Cristina Morales, autora de Malas palabras (Lumen), ha puesto al principio de esta especie de novela, o de autobiografía apócrifa de Santa Teresa de Jesús, una de las dedicatorias más gloriosas que este caballo ya evanescente ha leído jamás; una dedicatoria que es, en sí misma, una novela diminuta o un microrrelato digno de Augusto Monterroso. Dice así:

“A Luis, sin cuyo sueldo este libro no habría podido ser escrito”. Y cuando el lector ya parpadea, entre incrédulo y divertido, la autora remata: “A mi marido, que me quiere matar”.

Díganme ustedes si el lector no se lanzará inmediatamente al Google para averiguar quién es Luis, cómo se llama el marido de Cristina, qué relación hay entre ambos, cuál entre cada uno de los dos (juntos o por separado) con la propia Cristina y, en fin, qué rayos pasa ahí, porque tanta brillantez y tanta sugerencia narrativa en tan pocas palabras no se encuentran casi nunca.

Y, como es lógico, el lector se cree en el derecho de esperar que lo que venga a continuación de ese relato (si ustedes lo piensan bien, es una brevísima síntesis de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, o quizá de Ana Karenina, de Tolstói) sea igualmente genial. Lo es. Cristina Morales, que anda por los treinta y que ha tenido tiempo de licenciarse en Derecho y en Ciencias Políticas, y de pasar por esa callada fábrica de genios que es la Fundación Antonio Gala, ha hecho una de las cosas más difíciles que se pueden hacer en narrativa: se ha metido en los zapatos de un personaje muy conocido, Teresa de Jesús, que acaba de cumplir cinco siglos. Es más: un personaje que escribió uno de los textos más famosos del siglo de oro, el Libro de la vida. Y ha tenido la increíble audacia de completarlo. Es decir, de escribir lo que la imprevisible santa andariega, como la llaman, no escribió sobre sí misma, quiere creer Cristina Morales que porque no se atrevió a decir todo lo que pensaba. Miedo y autocensura, vamos.

No usa Cristina Morales el castellano antiguo o sus imitaciones, como hacen tantos. Espolvorea un poco el texto con términos y construcciones a la antica, pero, como Yourcenar en su Adriano, escribe como piensa. O, por mejor decir, como ella cree que pensaba... la otra.

En la mente de otro.

La vieja Teresa está alojada en Toledo a la espera de que, como casi siempre, una de dos: o prospere la fundación del convento que quiere hacer, o aparezca la Inquisición para meterla presa. Mientras, se ocupa en escribir a su confesor su autobiografía, el famoso Libro de la vida. Pero redacta, en realidad, dos. Uno es el oficial, el publicable, el que contiene lo que el Santo Oficio deberá leer para decidir que es católica obediente y no hereje alumbrada: ese es el texto que conocemos desde niños. El otro también está dirigido al confesor, pero Teresa lo escribe sabiendo que el fraile jamás lo leerá, porque dice la verdad. Ese es el que ha escrito (vamos a decir “que ha inventado”, aunque mejor fuese decir “deducido”) la brillante y enredadora autora granadina.

Una mujer que se mete en la mente de otra y que construye lo que la santa no se atrevió a decir de sí misma, aunque seguramente lo pensaba. Sugiero a la escritora una dedicatoria para lo próximo que publique, sobre este famoso modelo: “A Enrique Jardiel Poncela, mi mayor enemigo, con la adhesión, la simpatía y el afecto de Enrique Jardiel Poncela”. Fecha y firma.

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