El nieto de Johann Sebastian Bach

19 / 09 / 2016 Luis Algorri
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¡Gracias!

El salmantino Víctor Reyes se ha llevado el Emmy a la mejor banda sonora. Lo raro es que haya tardado tanto.

Hace ya unos años de esto. Un amigo, aquí en casa, empezó a enredar en las tripas del Spotify y me dijo, con una sonrisa pérfida:

–Escucha esto.

Sobre un fondo de cuerdas, un piano  desgranaba, sobre la octava de la llave, unos melancólicos arpegios que me sonaron inmediatamente. La primera frase concluía en semicadencia, es decir, que dejaba la melodía en el aire; la repetición, sin embargo, terminaba en cadencia perfecta. Luego había una frase intermedia, a cargo de las cuerdas, de enorme tristeza, y a continuación se repetía, de nuevo dos veces, la frase del principio, pero ahora en la voz de un violonchelo que partía el alma en dos. La tercera vez  sonaban el piano y el chelo juntos. Yo temblaba.

–¿Y bien?

–No es un arreglo de Bach.

–Tienes razón. Lo parece pero no lo es. A todo el mundo le recuerda el Preludio nº 1 en Do mayor BWV 846 pero tocado muchísimo más despacio.

–Pero viene de Bach, viene de ahí.

–¿Seguro?

–Si no viene del Preludio 1, merecería venir. ¿De quién es esta maravilla?

Sonrisa de mi amigo.

–¿No lo adivinas?

–Prefiero no equivocarme.

–Se llama Víctor y es de Salamanca.

Mi cara debía de aparecer llena de signos de interrogación.

Víctor Reyes. Este es uno de los fragmentos de la banda sonora de una película que se llama La ciudad sin límites.

Fue la primera vez en mi vida que me enamoré de una música compuesta para cine antes de ver las imágenes. Poco más tarde, cuando vi la escena que protagoniza Fernando Fernán Gómez –un anciano perdido dentro de sí mismo en una estación de tren– en La ciudad sin límites, una obra maestra firmada por Antonio Hernández hace ahora 14 años, mi emoción no fue mayor. Admiré la habilidad del director, que había logrado unas imágenes de tal fuerza y belleza que estaban a la altura de aquella música. No creo que se les pueda hacer mejor elogio.

A partir de ese momento hice algo que no había hecho nunca antes: buscar en la cartelera las películas cuya música fuese de Víctor Reyes. El argumento, el género y los intérpretes me daban un poco igual. Yo lo que quería era escuchar las composiciones de aquel tipo.

Así vi, por ejemplo, Buried, de Rodrigo Cortés, un peliculazo en el que un señor es enterrado vivo no ya en un ataúd (que eso sería lo de menos) sino dentro de una música capaz de volver loco de angustia a cualquiera. Y vi también los dos capítulos de la serie de televisión La duquesa, una biografía de Cayetana de Alba más cursi que un guante de raso pero que se salvaba gracias a una partitura celestial: cerrabas los ojos y te creías todo lo que sonase. Y vi, naturalmente, Grand Piano, de Eugenio Mira: aquella locura en la que ElijahWood fingía con bastante verosimilitud ser un joven y asustado pianista, víctima del pánico escénico, que se ve obligado a no fallar una nota si no quiere que John Cusack le pegue un tiro durante el concierto.

Esta fue la mejor de todas, y Víctor Reyes sin duda lo sabe. No recuerdo ahora ningún caso de un compositor al que el director de la peli le haya encargado que escriba, como banda sonora del filme, nada menos que un concierto para piano y orquesta; así, como suena. En vez de escoger un concierto ya escrito (Chaikovski, Rachmaninov, Beethoven, yo qué sé), Eugenio Mira le hizo a su amigo Víctor el regalo más fabuloso y también más envenenado de toda su vida, porque le obligó a competir con Chaikovski, Rachmaninov, Beethoven y todos los demás.

Y salió bien. Cómo no iba a salir bien.

España ha dado gloriosos compositores para el cine. Qué remedio. Durante muchos siglos, los clientes que permitían a los músicos vivir y comer caliente fueron dos: la nobleza y sobre todo la Iglesia, que encargaban a los compositores bailes de corte o música sacra. Les trataban como a criados (son célebres los casos de Mozart y Haydn) y hoy no comprendemos cómo aquellos poderosos zotes podían charlar o recitar cansinamente la misa mientras sonaban aquellas maravillas. Hoy, el cliente por antonomasia es el cine. Cristóbal Halffter me lo decía una vez, mirando una foto de sus hijos: “¡La de bocadillos que han comido estos gracias a los pasodobles que yo tenía que escribir de hoy para mañana!”.

No voy a citar nombres ni de los antiguos ni de los actuales, porque muchos me parecen excelentes pero otros no tanto; y citar a unos sí y a otros no es peligroso, porque los músicos, como los poetas, son los seres vivos más envidiosos que encierra la tierra y la mar encubre. Pero yo me voy al cine a ver algunas películas porque la música es de Víctor Reyes. Y si la película no me gusta, no pasa nada: sé que la música lo salva todo.

Por eso me he llevado una inmensa alegría al enterarme de que Víctor Reyes se ha llevado el premio Emmy a la mejor banda sonora por el trabajo que ha hecho para la miniserie El infiltrado, que todavía no he visto pero voy a ver, como es natural. Y la alegría es mayor al saber que competía con vacas sagradas de la música para cine como David Lawrence, Jeff Russo o Martin Phipps.

Reyes no tiene ningún premio Goya. No se lo dieron ni siquiera por aquella insuperable maravilla de La ciudad sin límites. Es igual. A Chaikovski tampoco le han dado nunca ninguno. Ni a Johann Sebastian Bach, que yo sigo pensando que estaba detrás de aquel prodigio que me partió en dos y que me lleva al cine a escuchar la música de un genio. 

Grupo Zeta Nexica