El genio de los ojos locos

14 / 03 / 2016 Luis Algorri
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¡Gracias!

Se ha muerto Nikolaus Harnoncourt, el director de orquesta que nos “abrió la puerta para ir a jugar”.

Miren ustedes, la Pasión según San Mateo de Bach era un soberano coñazo. Y Brahms. Y toda aquella gente que tenía papá en sus discos, objetos sagrados que los chicos no podíamos tocar siquiera: Bruckner, Berlioz, Beethoven (¿por qué todos aquellos pelmas tenían un apellido que empezaba por B?); incluso Bagner, que era el peor de todos. Aquellos discos solemnes de la Deutsche Gramophon en los que aparecía la foto en blanco y negro de un tipo cabreado que enarbolaba una batuta como si fuera un estilete con el que estaba a punto de atravesar a alguien. Y casi siempre con apellido alemán. El de la batuta, digo; el otro, el atravesable, solía ser yo.

Los puristas y profundólogos de la música sinfónica me van a degollar por esto que digo, pero es que no hablo yo: habla un chaval de 14 años al que le gustaba mucho la música. Y que al poner aquellos discos (dos excepciones: la Nuevo Mundo de Dvorák dirigida por Fricsay y la Incompleta de Schubert, que yo me sabía de memoria porque la escuchaba todos los días antes de comer); un chaval que al poner aquellos discos, decía, se encontraba con algo parecido a una pared sonora: un todo magmático, unificado, sólido: un puré de sonidos, una pasta, una brea compacta que iba sonando despaaacio y de la que, muy de vez en cuando, asomaba una trompeta enfadada o el gañido de un violín cautivo que pedía auxilio. Eran grandes directores y años más tarde aprendí a amarlos. Pero no entonces; en aquel tiempo daban todos un tedio insoportable.

Y un día, no recuerdo bien cuándo, un amigo me invitó a su casa y se empeñó en poner un disco nuevo de la Pasión según San Mateo de Bach. Yo me preparé, con la lógica angustia, para cuatro horitas de cemento sonoro, pero me sorprendí desde el primer momento. Aquello era otra cosa. Primero, iba mucho más rápido: Bach no se movía como siempre, a cámara desesperadamente lenta, sino que parecía ir andando con algo que a mí me pareció lógica. Y segundo, y lo más importante, se oía todo. Quiero decir que se distinguían perfectamente los violines, las violas, los violoncelos, los oboes, el clavecín, todo. Y me asaltó una sensación que no me ha abandonado nunca: era como oír la Pasión de Bach paseando entre los músicos de la orquesta. Aquello no me había pasado nunca. Las cuatro horas pasaron en un vuelo. Y yo quedé fascinado. El director se llamaba Nikolaus Harnoncourt.

La discusión.

  Leíamos lo que podíamos y nos enterábamos de que había una trifulca montada entre los sabios profundólogos de Europa. Muchos decían que aquel desatinado se estaba cargando la tradición (imagino que se referían a la tradición del hormigón sonoro) y hacía lo que le daba la gana: ¡Ni siquiera usaba batuta! ¡Y aquellos ojos de loco que ponía! Otros aseguraban que Harnoncourt, violoncelista metido a director que había creado una orquesta prodigiosa que se llamaba Concentus Musicus Wien, no hacía lo que le daba la gana sino todo lo contrario: había estudiado a conciencia las obras de los viejos maestros y las tocaba, primero, con instrumentos de la época o con reconstrucciones fieles; y luego interpretaba aquella música de la manera más aproximada posible al estilo de la época en que se escribió, si es que aquello podía averiguarse. Le elogiaban por haber quitado de la peluca de Bach el polvo apelmazado por siglo y medio de interpretaciones románticas. Y le llamaban historicista.

Miren, yo no sé quién tenía razón. Mejor dicho: sí lo sé, lo supe desde el principio. Yo estaba con los que elogiaban a aquel tipo raro que dirigía orquestas sin batuta (renunciaba al símbolo fálico por excelencia del director, al emblema de su poder) y que, después de maratonianos ensayos, arrancaba de la orquesta un sonido completamente nuevo, milagroso, subyugante, gracias a sus gestos y a aquellas caras de chiflado que ponía en el podio para hipnotizar (supongo) a los intérpretes. Aquello daba gloria oírlo. Cuando, años después, me metí al cuerpo de un solo aliento las nueve sinfonías de Beethoven dirigidas por Harnoncourt (que ahí tengo en CD), solté un suspiro de emoción que debió de levantar todos los papeles de la mesa. “Date cuenta”, le dije a Paco Chamorro, que me acompañaba; “date cuenta de que en la Sexta han sonado instrumentos que no sabíamos que estaban ahí. Nunca los habíamos oído”. Paco sonrió: “No solo en la Sexta; en todas, hijo, en todas. Este hombre dirige como si esa música la hubiese escrito él. Quiero decir: como si él fuese Beethoven y hubiese escrito esas notas. Con ese mimo lo hace”.

Fricsay, sí. Karajan, sin duda. Furtwängler, para qué hablar. Jochum, Böhm, Giulini, buéh. Ojo, no estoy haciendo comparaciones. Hoy los entiendo, los amo y los disfruto. Pero quien a mí me hizo enamorarme de la música; quien me hizo comprender con mis propios oídos que Bach y Mozart y Haydn y todos los demás no eran un soberano coñazo, fue Harnoncourt, aquel sabio loco y sin embargo enormemente tímido que tenía el don irresistible de viajar a la mente de los compositores y enterarse de lo que querían hacer, de cómo querían que sonase lo que habían escrito. Hacía que la música dejase de ser aquel solemne y venerable potaje uniforme e invariable de los discos de la Gramophon y cobrase vida. Vida propia.

Aparecieron muchos más. El inmenso Leonhardt. The Sixteen. En la música antigua, el gran Jordi Savall. La lista sería interminable. Y el mundo de la música clásica, o culta, o como quieran llamarlo, dejó de ser como la antesala de un notario o una sacristía de Ávila y se convirtió en un jardín prodigioso por el que podías caminar, en el que podías reír, en el que te asaltaban las sorpresas en cada inesperado rincón de la partitura.

Se acaba de morir, con 86 años, Nikolaus Harnoncourt. Estoy ahora mismo como el día en que me enteré de que se había muerto el hermano Ramos, que fue quien me enseñó a leer.

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