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Dios es grande, Dios lo quiere

19 / 01 / 2015 Incitatus
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Ninguna enfermedad, guerra o catástrofe natural ha dejado sobre la tierra tantos muertos como la idea de Dios. Lo de París es solo el episodio más reciente.

En la primavera de 1208, el papa Inocencio III, un noble italiano llamado Lotario di Segni, decidió acabar con una variedad del cristianismo que proliferaba en el sur del Francia y en algunas zonas de Cataluña y Aragón: el catarismo, un grupo de místicos que se salían de la obediencia que exigía Roma. Inocencio III escribió a los señores feudales franceses que permanecían fieles a su autoridad y les dijo esto que sigue:

“Despojad a los herejes de sus tierras. La fe ha desaparecido, la paz ha muerto, la peste herética y la cólera guerrera han cobrado nuevo aliento. Os prometo la remisión de vuestros pecados si ponéis coto a tan grandes peligros. Poned todo vuestro empeño en destruir la herejía por todos los medios que Dios os inspirará. Con más firmeza todavía que a los sarracenos, puesto que son más peligrosos, combatid a los herejes con mano dura”.

Los nobles franceses le hicieron caso. Comenzó la “cruzada” contra los cátaros o albigenses (Inocencio III era un experto convocando cruzadas; lo hizo varias veces) y en el verano siguiente, finales de julio de 1209, los cruzados se apostaron ante las murallas de la ciudad cátara de Béziers, cerca de Montpellier. A Simon de Montfort no le costó demasiado tomar la plaza. Pero se encontró con un problema. En Béziers, donde vivían alrededor de 10.000 personas, no solo había cátaros. También había cristianos fieles al Papa. No era nada fácil saber quiénes eran unos y quiénes eran otros, ni cuántos militaban en cada bando. Simon de Montfort hizo lo que cualquier buen capitán habría hecho: preguntar a su superior.

Su superior era el reverendo padre Arnaud Amaury (o Amalric), clérigo del Císter, antiguo abad de Poblet, legado papal e inquisidor. El piadoso servidor de Dios no se lo pensó mucho y dejó una frase para la historia:

“Matadlos a todos. Dios escogerá a los suyos”.

Los hombres de Simon de Montfort degollaron a unas 8.000 personas, entre hombres, mujeres, viejos y niños; la mayor parte fue asesinada dentro o en las inmediaciones de la iglesia de La Madeleine.

El efecto fue inmediato. El terror cundió por la Provenza, el Rosellón y el Languedoc. También ayudó bastante que, al año siguiente, tras la toma de Minerve, los hombres del Papa hiciesen quemar vivos a 140 cátaros. La herejía tardó poco en ser doblegada.

Todos estos hechos se hicieron en nombre de Dios.

En 1857, en la India colonizada por los británicos, se corrió el rumor de que el Ejército inglés hacía engrasar sus cartuchos con grasa de cerdo y de vaca, animales sagrados (para bien o para mal) respectivamente para hindúes y musulmanes. El motín de los soldados indígenas se extendió por todo el inmenso país y acabó en una matanza generalizada de europeos. Fue solo el principio. Una vez que los británicos abandonaron India, el enfrentamiento entre hindúes y musulmanes se ha llevado por delante aproximadamente a dos millones de seres humanos. Y el odio está muy lejos de extinguirse.

En nombre de Dios.

La Inquisición española, según historiadores solventes, pudo acabar con la vida de entre 50.000 y 100.000 personas.

En nombre de Dios.

Dios no mata.

El 11 de septiembre de 2001, miembros de la red Al-Qaeda secuestraron simultáneamente cuatro aviones comerciales y los estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York, contra el Pentágono y contra el suelo de Pensilvania (los pasajeros se sublevaron e impidieron que se lanzase contra el Capitolio de Washington). Murieron 2.997 personas y hubo más de 6.000 heridos.

En nombre de Dios.

Tan solo en 2014 y en Nigeria, la llamada “guerrilla islámica” Boko Haram, cuyo nombre significa “la educación no islámica es pecado”, ha segado la vida de al menos 3.000 seres humanos.

En nombre de Dios.

A mediados de julio de 1995, las fuerzas militares serbias ocuparon la ciudad bosnia de Srebrenica y, bajo las órdenes de Radovan Karadzic y Ratko Mladic, asesinaron metódicamente a 8.783 personas de religión musulmana, entre hombres adultos, mujeres, ancianos y niños, según cifras del Tribunal de La Haya.

En nombre de Dios.

Estudiosos que se han tomado el trabajo de sacar la cuenta aseguran que el total de muertos por voluntad expresa de Jehová en la Biblia es de 3,74 millones de personas. Otros multiplican esa cifra por diez.

En nombre de Dios.

Así podríamos seguir, poniendo ejemplo tras ejemplo, hasta convertir este número de la revista Tiempo en un barrizal de sangre.

Hay una cosa clara: Dios, el concepto de dios, el dios que defiende cada uno o en el que cada cual cree, es la invención humana que más muertos ha provocado en el planeta en toda la historia de la especie humana. Ni las hambrunas, ni las glaciaciones, ni la peste, ni ninguna de las enfermedades o catástrofes naturales que ha padecido la humanidad han generado tantas muertes como las disputas a propósito de las diferentes ideas de dios. Ninguna.

La mayor masacre colectiva propiciada por el hombre, la Segunda Guerra Mundial, dejó sobre el planeta 66 millones de muertos. Eso es una gota en medio del océano de sangre generado por los enfrentamientos a propósito de Dios. De sus distintos nombres, de la incompatibilidad entre ellos, de la interminable lucha por la prevalencia de unos u otros o, desde luego, por el intento de erradicar a la fuerza el concepto de dios: el ateísmo político tiene también a sus espaldas una espeluznante montaña de cadáveres.

Pienso en todo esto, ya lo saben ustedes, a propósito de los 17 muertos por el fanatismo islamista-publicitario de los últimos días.

Y se me ocurre una reflexión que comparto con la página web glse.org:

Un dios, una creencia, una fe que necesita asesinar gente para imponerse a los demás o para hacerse respetar, es que no puede lograrlo por ningún otro medio. Es, por tanto, una religión o un dios falso, no convincente ni omnipotente. Es una mentira. Sea el dios que sea. Es un pretexto para obtener otros beneficios, sean también los que sean.

Todas las religiones tienen una idea común: la esperanza. Cuando esa esperanza se impone a tiros, una de dos: o todo es mentira, o quienes matan no creen en el dios que dicen creer. No se mata en nombre de la esperanza. No se mata en nombre de ningún dios. Los dioses, si son asesinos, no son dioses. Los creyentes, si son asesinos, no son creyentes. Son nada más que asesinos. Nada más. Y, naturalmente, Je suis Charlie.

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