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Vi a un hombre

04 / 08 / 2015 Owen Sheers
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Tras la pérdida de su mujer, Michael Turner se traslada a Londres a un acomodado barrio, pero teme no conseguir jamás estabilidad familiar y un hogar.

El acontecimiento que les cambió las vidas a todos tuvo lugar una tarde de sábado de junio, pocos minutos después de que Michael Turner –pensando que la casa de los Nelson estaba vacía– se colara por la puerta de atrás. Aunque era principio de mes, Londres ya se achicharraba en plena ola de calor. Por todo South Hill Drive las ventanas estaban abiertas y los coches aparcados a ambos lados de la calle quemaban cuando los tocabas y sus soldaduras repiqueteaban bajo el sol. Acababa de remitir una brisa matinal, aquietando los sicómoros que flanqueaban la calle. Tampoco se movía ni una hoja de los robles y hayas del cercano Hampstead Heath. La ola de calor solo llevaba una semana, pero ya había agostado la hierba más alta, que la sombra de aquellos árboles no alcanzaba.

Michael había encontrado entornada la puerta de atrás de los Nelson. Se miró los viejos zapatos náuticos, que tenían las suelas embadurnadas de tierra recién regada. Llevaba desde la hora del almuerzo trabajando en el jardín y había ido directamente a casa de los Nelson sin lavarse. Por debajo de los pantalones cortos le asomaban unas rodillas también sucias de tierra.

Michael se tiró del talón del zapato izquierdo con la puntera del derecho para quitárselo. Mientras hacía lo mismo con el otro, intentó oír señales de vida dentro de la casa. Todo seguía en silencio. Se miró el reloj de pulsera: eran las tres y veinte. A las cuatro tenía una clase de esgrima al otro lado del Heath. Tardaría al menos media hora en llegar andando. Hizo un intento de abrir la puerta del todo con la mano, pero cuando vio lo llena de tierra que la tenía, cambió de opinión y entró empujando con el codo.

La cocina estaba fresca y a oscuras, y Michael tuvo que detenerse un momento para que la luz del sol se le diluyera de los ojos. Detrás de él, el jardín de sus vecinos bajaba en pendiente por entre un peral y un margen de hierba hundido. El césped reseco se estrechaba hasta una cerca de madera invadida de cañas. Al otro lado de aquella cerca, un sauce llorón se postraba ante uno de los estanques del Heath. Durante el último mes, a aquellos estanques les había crecido una capa de lenteja de agua de un tono sorprendentemente luminoso. Hacía solo unos minutos, mientras descansaba apoyado en los talones, Michael había visto cómo una focha se abría paso por entre aquella capa al otro lado del estanque, avanzando a golpes de su cabeza de monja y con una escolta de polluelos entrecruzándose en su estela.

De pie en la cocina, Michael volvió a escuchar. Nunca había visto que Josh y Samantha se marcharan de casa sin cerrar con llave. Sabía que Samantha se había ido a pasar el fin de semana con su hermana. Pero pensaba que Josh y las niñas se habían quedado. La casa, sin embargo, estaba en silencio. Los únicos ruidos que le llegaban a Michael venían del Heath, que ahora le quedaba detrás: un perro que ladraba, las charlas de los picnics lejanos, el chapuzón de un buceador en el estanque apto para nadar que había al otro lado del camino. Más cerca, en un jardín cercano, oyó que un aspersor de riego empezaba a trocear la tarde. Reinaba tal silencio en la casa que desde la cocina donde estaba ahora aquellos ruidos ya tenían textura de recuerdos, como si en vez de cruzar el umbral de una casa acabara de cruzar uno del tiempo.

¿Tal vez Josh había dejado una nota? Michael fue a mirar a la nevera. Era un modelo americano de espaldas fornidas, de acero pulido y con dispensador de hielo incorporado a la puerta. Por el espacio de su superficie pugnaban suficientes papeles como para llenar un escritorio, sujetos bajo una colección de imanes de nevera de Rothko. Michael ojeó los menús de comida para llevar, las listas de la compra y las notas de la escuela, pero nada le dio ninguna pista de dónde podía estar Josh. Dio la espalda a la nevera y examinó el resto de la sala, confiando en encontrar algo que explicara por qué la puerta de atrás estaba abierta pero no había nadie en casa.

Igual que el resto de la casa, la cocina de Samantha y Josh era maciza y espaciosa. En el centro, la sombra a franjas de una persiana de lamas se proyectaba sobre la superficie de un mesón de cocina. Alrededor de este había un horno, dos fogones y un surtido de utensilios de cocina digno de un chef. Al otro lado de una barra de desayunos, varias macetas con plantas flanqueaban el sofá combado y los dos sillones de la galería, que tenía un ventanal con persianas de color ocre. En la otra punta de la cocina había una mesa ovalada, y en la pared de encima colgaban los Nelson.

Era un retrato en blanco y negro, una foto de estudio tomada cuando Rachel debía de estar aprendiendo a andar y Lucy era un bebé. Las dos niñas, con vestiditos blancos a juego, estaban sentadas en el regazo de sus padres. Samantha no miraba a cámara sino a sus hijas, riendo. Josh, sin embargo, miraba con una sonrisa directamente a la lente, con un mentón más anguloso que el que Michael conocía hoy en día. También tenía el pelo más oscuro, cortado con el mismo estilo de muchacho pero sin las canas que ahora le salpicaban las sienes.

La mirada de Michael se encontró un instante con la de aquel Josh más joven. Se preguntó si debería llamarlo y avisarle de que tenía la puerta de atrás abierta. Pero se había dejado el móvil en el piso y no se sabía los números de Josh ni de Samantha. Y tal vez no debería preocuparlos, ¿verdad? Tampoco veía señal alguna de que hubiera pasado nada. La cocina se veía igual que siempre.

Michael solo conocía a los Nelson desde hacía siete meses, pero una vez trabada la amistad, esta había remontado rápidamente el vuelo. Le daba la sensación de que en las últimas semanas había comido a la mesa de ellos más veces que en su propia casa, que estaba en la puerta de al lado. Cuando él se había mudado allí, no se distinguía el camino que llevaba por una obertura en el seto desde el jardín comunitario de su bloque de pisos hasta el de la casa de ellos. Ahora, en cambio, había un tenue sendero dejado por sus pisadas cuando él pasaba a visitarlos por la noche, y por las de Samantha y las niñas cuando lo iban a ver a él los fines de semana. Como familia, los Nelson habían sido una presencia estabilizadora en su vida, un anclaje vital frente a todo lo que había sucedido antes. Por eso Michael podía estar tan seguro de que nadie había tocado nada en aquella cocina ni la había registrado. Era la sala en la que más tiempo había pasado con ellos; donde todos habían comido y bebido y donde había tenido lugar gran parte del reciente proceso de recuperación de él. La sala donde por primera vez desde la muerte de Caroline, él había aprendido, con ayuda de Josh y Samantha, a recordar no solo su ausencia, sino también a ella.

Michael miró más allá del retrato de familia y de los sillones y aparadores de la galería. Probablemente debería echar también un vistazo por el resto de la casa. Eso se dijo a sí mismo mientras iba hasta el teléfono y ojeaba los post-its que había desperdigados alrededor del auricular. Samantha y Josh no querrían que se marchara sin hacerlo. Pero tenía que darse prisa. Solo había pasado para recoger un destornillador que le había dejado a Josh hacía unas noches. Lo necesitaba para arreglar un florete para su clase. En cuanto lo encontrara y echara un vistazo en el resto de las habitaciones, se marcharía.

Michael se volvió a mirar el reloj de pulsera. Ya eran casi las tres y veinticinco. Si algo le parecía fuera de sitio, siempre podía llamar a Josh mientras caminaba por el Heath en dirección a su clase. Michael supuso que él y las niñas no podían estar muy lejos de la casa. Dio la espalda al teléfono y a sus notas garabateadas y caminó hacia la puerta que daba al pasillo. Al cruzar la cocina, sintiendo en los pies el frío de las baldosas de terracota, sus calcetines mojados dejaron un rastro de pisadas húmedas, que se fueron encogiendo tras de él, como si el viento estuviera cubriendo sus huellas.

Michael había conocido primero a Josh, la misma noche en que se había mudado a South Hill Drive, hacía siete meses. Michael jamás había pensado que volvería a vivir en Londres. Pero cuando su mujer, Caroline, no había vuelto de lo que debería haber sido un trabajo de dos semanas en Pakistán, él había decidido vender la casa de campo que tenían en Gales y volver a la capital.

Coed-y-Bryn era una antigua hacienda galesa estilo Dartmoor, un caserío de techos bajos con establo incorporado construido en una colina aislada de las afueras de Chepstow. El edificio más cercano era una capilla rural que únicamente se usaba para bodas y funerales. Las vistas desde sus ventanas eran todo bosque y cielo. Sus amigos le dijeron a Michael que aquel no era un buen lugar para estar solo. Ahora que no estaba Caroline, le dijeron que necesitaba gente y distracciones. Al final, uno de los compañeros del trabajo de ella, Peter, le ofreció un piso de alquiler en un bloque de los años cincuenta con vistas a Hampstead Heath. Cuando Peter le mandó los detalles, Michael se pasó días sin abrir el correo electrónico. Una noche, sin embargo, después de otro largo día a solas, descorchó una botella de tinto y se sentó con el portátil junto al fuego. Abrió el navegador, hizo clic en el mensaje de Peter y miró los archivos adjuntos.

La primera fotografía mostraba un par de ventanales que enmarcaban los árboles y las ondulaciones del Heath. Con un viento de otoño golpeando la parte de atrás de la casa y el fuego crepitando a su lado, Michael examinó el resto de las imágenes: una ancha calle de hileras de casas georgianas, interrumpidas de vez en cuando por bloques modernos; dos dormitorios sin apenas mobiliario; una sala de estar con la moqueta gastada y llena de manchas; una cocina anticuada y sin mesa en tonos magnolia y pino.

Era un piso con muchas vidas. Mucha gente había mirado por aquellas ventanas y se había acostado en aquellas camas. Ahora que Caroline no estaba, Michael tenía que empezar otra vez. De forma que respondió a Peter y le dijo que sí. En parte porque el piso parecía más una estrategia para ganar tiempo que un nuevo inicio. Pero también porque sabía que Peter solo estaba haciendo lo que le había pedido Caroline. Intentar cuidar de su marido y ayudarle. Michael confiaba en que, en cuanto él se hubiera instalado en Londres, Peter empezaría a desempeñar aquella tarea con menos diligencia. Confiaba en que, una vez él estuviera alojado, su amigo pensara que ya lo podía dejar en paz.

Cuando Michael y Caroline se mudaron de Londres a Gales, habían alquilado el camión más grande de la compañía de mudanzas para que llevara la suma de sus posesiones a Coed-y-Bryn. Los dos habían llevado vidas independientes y la mayor parte del tiempo sin parejas hasta la treintena, y aunque ninguno de los dos había echado raíces durante mucho tiempo, eran más dados a acumular cosas que a deshacerse de ellas. Michael tenía sus libros y pertenencias desperdigados por guardamuebles y habitaciones libres de amigos a ambos lados del Atlántico mientras que los detritos de sus años de adolescencia seguían en el desván de la casa de sus difuntos padres, en Cornualles. Caroline, a pesar de su estilo de vida nómada, había desarrollado una atracción de urraca por los artefactos, los zapatos y los muebles. Entre los dos, a lo largo de una década de distintos apartamentos y pisos, habían acumulado suficientes pertenencias para llenar una casa el doble de grande que la hacienda de Gales.

Los domicilios que había tenido Caroline antes de Coed-y-Bryn formaban un mapa de las regiones que había cubierto en calidad de corresponsal extranjera para una cadena de televisión por satélite norteamericana. Tras licenciarse en la universidad, había tenido casas en varios continentes. A menudo no eran más que sitios de paso. Una serie de estudios, pisos de empresa y habitaciones en casas compartidas de Ciudad del Cabo, Nairobi, Sydney, Berlín y Beirut. En 2001, antes de cumplir los treinta, ya la habían destinado para acompañar a una división uzbeka de la Alianza Norte en plena campaña militar hacia Kabul. En 2003 había celebrado su trigésimo cumpleaños con una botella de Jack Daniels y un marine norteamericano en la parte de atrás de un vehículo blindado en las afueras de Bagdad. Hasta conocer a Michael, su vida había sido una sucesión de emociones erráticas. Los aeropuertos la relajaban, como si el tránsito fuera su dominio natural. Las llegadas y las salidas eran los recuerdos más fuertes que enmarcaban los capítulos de su vida. Para Caroline, entregarse al ritmo de los acontecimientos constituía una especie de libertad. Que la mandaran a hacer un artículo sin apenas avisarla con antelación; no poder decidir en absoluto adónde iba ni cuándo. Y además le resultaba una experiencia familiar. Había nacido en Ciudad del Cabo, se había criado en Melbourne y había ido a la universidad en Boston. Siempre había sido la recién llegada, la que venía de fuera, la que dejaba sus pertenencias en un almacén entre mudanza y mudanza.

Mientras se amoldaba a su trabajo de corresponsal, entre los veinte y los treinta, empezó a enorgullecerse de su capacidad para la asimilación, de su desapego del apego. Cuando hacía una conexión aérea en Ámsterdam, su piel bronceada hablaba de desiertos rocosos, zocos y bazares. En los clubes y en los bares, los hombres notaban su transitoriedad como si fueran feromonas. Pronto se habría marchado. Eso era lo que intentaba comunicar con aquella mirada directa que se las apañaba para darle presencia a su cuerpo menudo. Casi nunca llevaba maquillaje y a menudo no tenía el pelo rubio tan bien lavado como las demás mujeres que había apostadas en el bar del hotel. A veces, si acababa de aterrizar, todavía le quedaba en la ropa un tenue aroma a sudor rancio.

Pero seguían viniendo a ella. Hombres que trabajaban en oficinas, con unos cuerpos que seguían moldeados por los trajes aun cuando ya no los llevaban. En los cafés, en los pubs abarrotados, a veces incluso en la calle, venían a ella, reconocían su brevedad, como si ella fuera un cometa que ellos sabían que solo iba a atravesar su noche una vez en toda la vida.

Ella presenció las consecuencias del horror. Vio lo que los seres humanos eran capaces de hacerse los unos a los otros. Perdió amigos. En Bosnia, Afganistán, Líbano, Sri Lanka, Irak. Una noche, en Kabul, se encontró en el sofá de su casa el cadáver sin ojos y sin lengua de su intérprete. Se quedó destrozada, y su familia preocupada por ella. Pero para Caroline aquellas muertes, por mucho que las sintiera, eran un rito de paso más. Ellas y el dolor que dejaban tras de sí eran el precio de la vida. Se las tomaba con filosofía, igual que todas sus demás partidas y amistades perdidas.

No siempre era feliz. A medida que se adentraba en la treintena reconoció que se estaba volviendo una persona efímera; que todo lo que fuera profundo –en el tiempo o en las relaciones– tenía tendencia a sacarla de quicio. Pero estaba cómoda. Tenía la sensación de que la vida era un instrumento, y que el truco era encontrar la melodía que sabías tocar. En este sentido, se consideraba afortunada. Había encontrado su melodía pronto y la estaba tocando bien.

Y luego un día se despertó sola en una habitación de hotel de Dubai y se sintió distinta. Como si la misma cadena de experiencias que le había enseñado el precio de la vida le hubiera revelado finalmente aquella mañana también su valor. Fue una lección por omisión. No se la estaba impartiendo lo que hacía, sino lo que no sabía. Su tía había muerto la semana antes y ella no había viajado a Australia para el funeral. Su madre le había dicho que no pasaba nada, que todo el mundo lo entendería. Caroline nunca estaría segura de si aquella llamada telefónica había sido el catalizador. Por entonces habría dicho que no. Pero fuera cual fuera el impulso, de pronto quiso que aquello parara, quiso tocar una melodía distinta. Quiso despertarse y saber dónde estaba sin tener que pensarlo. Quiso que alguien la quisiera, la echara de menos y la necesitara, no solo que la entendieran. 

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