Los Zelmenianos

24 / 08 / 2016 Moyshe Kulbak
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Desarrollaron a lo largo de generaciones un olor propio a heno almacenado.

Así es el patio de reb Zélmele:

Un viejo edificio de dos plantas con el revoque descascarillado, y dos filas de pequeñas casas repletas de zelmenianos. Por lo demás, establos, sótanos y buhardillas. Todo el conjunto ofrece el aspecto de un estrecho callejón. En verano, en cuanto amanece, el primero que asoma en el patio suele ser el menudo reb Zélmele, todavía con sus largos calzones, unas veces transportando algún ladrillo y otras, recogiendo afanosamente la basura ayudado por una pala. ¿De dónde provenía reb Zélmele? Según la versión que circulaba por la familia, de la “Rusia profunda”. Sea como sea, nada más llegar se casó con la abuela Bashe, naturalmente todavía una muchacha por entonces. Aquí en este patio es donde empezó a tener hijos. La abuela Bashe, según se dice, parió uno tras otro sin cálculo alguno, con una especie de despreocupación, y de su vientre salía cada hijo espigado, moreno y con anchas espaldas, un auténtico zelmeniano. Al cabo de algún tiempo, la crianza de los hijos pasaba a ser responsabilidad de reb Zélmele. No precisamente como nodriza, se entiende, sino que solía esperar algunos años a que crecieran y, a continuación, los colocaba como aprendices en manos de artesanos. A uno de sus hijos, a Folie, ya a la edad de diez años, y a raíz de algún episodio relacionado con un caballo, lo confió a un curtidor de pieles. Sin que nadie se diera cuenta, los hijos de reb Zélmele empezaron a engendrar sus propios hijos. A la familia se incorporaron nueras con diferentes niveles de fecundidad, así como toda clase de yernos, hasta el punto de que los nuevos refuerzos dieron lugar a que los vecinos del patio se sintieran molestos por la falta de espacio. Las casas rebosaban de vivarachos y morenos Zélmeles. Rubios apenas había entre ellos; en todo caso, solo entre las niñas un pequeño grupo que casi no se notaba. En los últimos años, no obstante, se sumaron unos pocos pelirrojos. Cómo se colaron en la familia es algo que no se ha aclarado hasta el día de hoy.

Los zelmenianos son morenos, huesudos, tienen la frente ancha y baja y la nariz carnosa. Y también hoyuelos en las mejillas. El zelmeniano es, en general, persona tranquila y callada y mira de soslayo a los demás. No obstante, especialmente entre la generación joven, también los hay habladores y habladoras de lengua suelta, incluso insolente, aunque en el fondo, siendo tímidos como los demás, por influencia ajena fingen no serlo. Son pacientes, nada irritables y de pocas palabras, tanto en su tristeza como en su alegría. Lo cual no quita que también haya otra versión zelmeniana capaz de enardecerse como el hierro candente.

Los zelmenianos desarrollaron a lo largo de las generaciones un olor propio, una especie de suave aroma a heno almacenado mucho tiempo, mezclado con algo más. Sucede a veces que en el tren, en un vagón abarrotado de judíos que bostezan en la fría madrugada, de pronto uno de ellos se frota los ojos y pregunta a otro:

–Perdone, ¿no procederá usted de N...?

–Sí, de ahí provengo.

–¿No será usted, por casualidad, nieto de reb Zélmele?

–Sí, soy nieto de reb Zélmele.

El judío, entonces, enfunda las manos en sus mangas y continúa el viaje. En mitad de su sueño había olfateado el aroma de reb Zélmele. A nadie que no fuera de esa ciudad le pasaría por la cabeza que los zelmenianos tenían un olor propio. Y otra característica adicional había en la familia, más bien específica de los hombres: a un zelmeniano le agrada, sin mayor motivo, suspirar, inspirar aire y luego soltarlo entre los labios con una especie de alegre y suave relincho, parecido al que solo se puede oír en el establo cuando los caballos mastican la avena. Todo esto viene a demostrar que reb Zélmele provenía de alguna aldea campesina. También puede revelarnos que un zelmeniano es un ser extremadamente sencillo, algo así como un trozo de pan. Nunca hubo en la familia una mujer yerma, ni tampoco una muerte prematura. Aparte de la tía Hesie. Y en cuanto a la calvicie, hasta una pequeña señal de ella revelaría que no eres descendiente de reb Zélmele, incluso si olieras como un almiar de heno.

Cuando comenzaron a brotar los retoños de la cuarta generación, empezó reb Zélmele a prepararse para el final de su camino. Escribió su testamento por detrás de la cubierta de un libro de oraciones, dio unos paseos más durante algún tiempo, sin otra cosa que hacer, y a continuación exhaló su último suspiro.

Había sido un hombre sencillo. El testamento lo escribió en yiddish, intercalando las adecuadas expresiones en lengua hebrea. Dado que quién sabe adónde habrá ido a parar ese libro de oraciones, tal vez sea conveniente recuperar aquí el texto escrito, a fin de preservar su memoria:

Lunes, semana correspondiente al capítulo de la Torá: Beshaláj. Año del calendario hebreo, 56... (ilegibles las dos últimas cifras).

He aquí cómo pienso repartir mis bienes entre mis hijos, después de que haya vivido los años que me haya tocado vivir. Estimo el reparto como sigue: mis hijos pueden seguir residiendo en mi jótzer; la parcela de karke que poseo debe ser vendida y cobrar por ella alrededor de cuatrocientos rublos; mi asiento en la sinagoga también debe ser vendido, cobrando alrededor de ciento cincuenta rublos; y por otra parte, tengo ocultos, debajo del sexto ladrillo en el horno a la derecha, alrededor de mil rublos, que deben ser divididos del siguiente modo: livní Itche, cincuenta rublos porque él ya recibió ciento cincuenta ad lejeshbon durante mi vida; livní Zishe, doscientos rublos y livní Yuda también doscientos; livní Folie, asimismo, doscientos rublos y le’bití Jaye-Mashe cien rublos; le’bití Matle también cien rublos y le’bití Rashe otros cien rublos; a Hurvitz debe devolvérsele ciento cincuenta rublos, más veinte que tomé prestados de él para entregárselos a Itche ad lejeshbon, aún en vida; es una deuda que debe ser pagada. Veinticinco rublos deben entregarse a la beneficencia, y los demás son para cubrir los gastos de mi viaje al mundo eterno. En cuanto a los enseres de la casa, pertenecen le’ishtí Sore-Bashe. Después de que ella haya vivido cien años, que las tres hijas se repartan los enseres, aunque dos almohadas deben ser entregadas a Jayke, la besule de Itche. Todo lo demás que se lo repartan entre las tres hijas, salvo mis malbushim que deben pertenecer a los hijos. La pelliza de piel de cordero, que se la lleve quien lo necesite o a quien le toque en suerte, pero sin disputar por ella. Que todo se haga de buen acuerdo, tal como yo mismo lo he repartido y no por la decisión de un extraño, y que cada uno esté contento con su parte y lo disfrute. Es lo que os deseo de todo corazón. Y una cosa más: después de que viva lo que me haya tocado vivir, que no me olviden y que al menos se acuerden de rezar el kaddish en mi memoria, si es posible.

Firmado: Zalmen-Elie, hijo de reb Leib Jvost

La abuela Bashe vivió muchos años más que el abuelo y se puede decir que aún vive hasta el día de hoy. Cierto que no ve como quisiera ver, ni oye como quisiera oír, ni tampoco camina como quisiera caminar, pero lo importante es que vive. Más parece una gallina vieja que una persona y, desde luego, no es consciente de que nuestro mundo, mientras tanto, se ha vuelto diferente.

La abuela Bashe vive exclusivamente en su propio mundo y, si es que piensa, seguramente lo hace con pensamientos muy extraños, hechos de un material completamente distinto y nada parecido al de los pensamientos habituales. Sucede alguna vez por la tarde que, dando vueltas en la penumbra, agarra un pañuelo de cuello de color rojo y se dirige a él:

–Mótele, ¿por qué no vas a la sinagoga a rezar?

El moreno Mótele, que poco a poco ya va oliendo a heno, se le acerca, enrolla el pañuelo, lo pega al oído de la abuela y grita:

–Abuela, ¡yo ya soy un Pionero!

La abuela asiente con la cabeza:

–Sí, sí. Ya has rezado, ¿y dónde has rezado?

En resumen, que la abuela se marchará de este mundo cuando llegue su hora y con el alma tranquila. Para ella el patio sigue siendo el mismo que cuando reb Zélmele lo dejó y en su entorno observa cómo cada año llega una nueva hornada de morenos y callados zelmenianos. Al llegar el verano la abuela Bashe sale al patio, se sienta en el portal y disfruta viendo brotar por cada puerta pequeños reb-zélmeles, como las negras semillas de una amapola. Un gran sol resplandece sobre la nueva cosecha zelmeniana. Así es la abuela Bashe.

La segunda generación de zelmenianos se ramificó en tres ríos principales y varios ríos menores. Los pilares de la familia fueron desde siempre, y siguieron siendo hasta hoy, el tío Itche, el tío Zishe y el tío Yuda.

El tío Folie es un caso aparte. El tío Folie sigue su propio, independiente y laborioso camino en la vida. Se desentiende del patio de los zelmenianos porque considera que cuando era pequeño, allí se cometió una injuria contra él. Es glotón y le gustan especialmente los pasteles de patatas. Pensamientos que se le ocurran no se conocen porque no los revela. Los restantes hijos de la familia ya son de menor importancia y en ellos raramente aflora su raíz, aunque también se hayan formado bajo la supervisión de reb Zélmele y vayan por el mundo con su peculiar olor.

Lugar especial en la familia lo ocupa el tío Zishe, a quien todos en el patio consideran un privilegiado. Relojero de profesión, algo entrado en carnes, de frente cuadriforme lo mismo que su barba, es de constitución débil o quizá solo finge serlo. Años atrás solían acudir a él con las comunicaciones oficiales para que las leyera. El tío Zishe retiraba del ojo su monóculo de relojero, invitaba al visitante a sentarse y silabeaba con paciencia cada palabra. Y cuando no conseguía leerlo, a menudo tenía la habilidad de decir de memoria lo que en el papel estaba escrito. El tío Zishe poseía una buena mollera. Además, la virtud principal de su lectura consistía en que solía ofrecer en el acto algún consejo, gracias a su “ingenio”. Hay quienes decían que, además, guardaba grandes poderes ocultos. Dos hijas le trajo al mundo su esposa, la tía Guite, con muchas más dificultades de lo habitual entre los zelmenianos. Una de ellas, Tonke, salió a su padre y es una pura zelmeniana; en la mayor, Sonie, hay algo de la dulce melancolía que la tía Guite –sin que esto deba verse como un reproche– infiltró en la familia. Un detalle que debía perdonársele, pues todos consideraban que la culpa no era de ella sino de que provenía de una familia de rabinos.

En cuanto al tío Itche hay que decir que, ciertamente, era pobre de solemnidad. Debido a ello, no pudo esperar más y, todavía en vida de reb Zélmele, recogió su parte de la herencia a cuenta, ad lejeshbon. Trabajaba como sastre, en realidad sastre remendón. Su máquina de coser, alta, estrecha y trasnochada, no paraba de tabletear día y noche. Esa máquina ensordecía al patio. El tío Itche produjo muchos auténticos zelmenianos, de la más pura estirpe. Se cree que en este aspecto incluso superó al propio reb Zélmele. Por otra parte, junto a los demás rasgos comunes a la familia, el tío Itche desarrolló uno específico: sus estornudos iban acompañados de un auténtico alarido. Por motivo de un estornudo suyo, en cierta ocasión, cayó desmayada una vecina. Durante el tumultuoso tiempo de la guerra civil, esos estornudos causaban en el patio verdadera alarma. El tío Zishe consideró incluso necesario visitar a su hermano y tener una conversación con él.

–Itche –le dijo–, ¿te das cuenta de que a causa de tus estornudos tememos por nuestras vidas?

Cierto, pero ¿qué podía el tío Itche responderle a esto? Tanto sus estornudos como los alaridos le salían de modo involuntario. Todos se esforzaban en idear soluciones para el problema, pero a la hora de la verdad fue la tía Málkele quien lo resolvió del siguiente modo: al ir a estornudar, el tío Itche se sujeta la nariz y cae en la cama. Enseguida, la tía Málkele arroja sobre él una almohada y ella misma se tumba encima o, si no dispone de tiempo, sienta a un niño en su lugar. Debajo de la almohada el tío Itche puede estornudar a gusto y, al terminar, se sacude las plumas y vuelve a su trabajo. En tiempos de paz, afortunadamente, desaparece el peligro. ¡Al contrario, incluso! En el verano, de madrugada, cuando la mitad del patio todavía duerme en la penumbra, el tío Itche se sienta, ya aseado, ante la ventana abierta y pone a tabletear su máquina de coser. De pronto suelta un estornudo, acompañado de un desgarrador chillido, como el de un agonizante. El patio se despierta con un sobresalto, la gente se frota los ojos, y algunos saltan de las camas:

–¿Qué sucede?

–Nada –dicen–, el tío Itche, que acaba de estornudar.

–¡No es nada, no es nada! –se corre la voz–.

Entretanto, ventanas y ventanucos se abren por todas partes, asoman toda clase de tempraneras cabezas zelmenianas, oscuras y enmarañadas, y se grita desde diversos lados:

–¡Salud, tío!

–¡Larga vida, tío!

–¡Salud y larga vida, tío!

Diferente persona, en cambio, es el tío Yuda; diferente y extraña a la vez. Carpintero de profesión, delgado y con una pequeña y reluciente barbita, pese a que lleva lentes sobre la punta de la nariz siempre mira por encima de ellas; y aunque eso le da un permanente aire de enfadado, seguramente solo usa las gafas por presumir y por darse aires de dignidad. Suele ponérselas para cepillar la madera y también para comer. Para dormir, parece que no. El tío Yuda es filósofo y viudo. Su esposa, la tía Hesie, había muerto tendida al lado de un matarife ritual, cuando entraron las tropas alemanas. Fue una muerte nada honrosa, desde luego. Aquel nefasto día, el tío Yuda se encerró después en la sinagoga con intención de guardar allí las preceptivas siete jornadas de luto. Se sentó detrás de la estufa y no deseaba levantarse nunca más. Decidió renunciar a todos los asuntos mundanos y ocuparse solo de sus pensamientos; una ocupación, hay que admitir, muy respetable. La gente de la ciudad, no obstante, insistió y él volvió al taller.

¿Qué le había sucedido a la tía Hesie?

Nuestra ciudad se hallaba sometida en aquellos días a intenso fuego de artillería. A lo largo de la calle, las amas de casa cerraron con llave sus viviendas y bajaron al sótano del edificio de reb Zélmele. De pronto, a la tía Hesie se le antojó tomar un caldo de gallina. ¿Y por qué? En aquel ambiente sofocante, estuvo tanto tiempo con la mirada puesta en reb Yejezkl, el matarife ritual, que llegó a sentir esas ganas irresistibles. Agarró una gallina, el matarife su cuchillo, y ambos salieron al patio para sacrificar el ave. Súbitamente se oyó una fuerte detonación en el patio que, acompañada de un voraz incendio, hizo estallar todos los cristales. Al poco rato, un vecino llamó a la puerta del sótano pidiendo que todos salieran. La tía Hesie yacía en el suelo, inmóvil y pálida, como si no hubiese sucedido nada. A su lado estaba la cabeza del matarife, con la barba apuntando hacia arriba y su cuerpo yacía apoyado contra la valla derrumbada, con el cuchillo en la mano. Junto a ellos la gallina, puesta en pie, filosofaba. 

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