El arte de actuar

31 / 08 / 2016 Rolf Dobelli
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¡Gracias!

Cuando justificas tu conducta te encuentras con mayor tolerancia.

 Justificación tipo “porque”

Cualquier pobre excusa

Atasco en la autopista entre Los Ángeles y San Francisco. Causa: repavimentación. Pasé media hora abriéndome paso lentamente hasta que el caos se convirtió en una lejana escena en mi retrovisor. Al menos eso fue lo que creí. Treinta minutos después volvía a estar en medio de una caravana: más trabajos de mantenimiento. Lo curioso es que esa vez mi nivel de frustración fue mucho menor. ¿Por qué? Pues porque a lo largo de la autopista unos alegres y tranquilizadores carteles proclamaban: “¡Estamos renovando la autopista para usted!”.

El atasco hizo que recordara un experimento realizado por Ellen Langer, la psicóloga de Harvard, en los años setenta del siglo XX. Con ese fin, entró en una biblioteca y aguardó junto a la fotocopiadora hasta que se formó una cola, entonces se acercó al primero de la cola y dijo:

–Perdón, tengo que fotocopiar cinco páginas. ¿Puedo usar la Xerox? Tengo prisa.

En el 94% de los casos, se lo permitieron. Es comprensible: cuando las personas tienen prisa a menudo dejas que pasen al primer lugar de la cola. Intentó otra manera de abordar el asunto y esa vez dijo lo siguiente:

–Perdón. Tengo cinco páginas. ¿Puedo pasar por delante de usted para fotocopiarlas?

El resultado fue extraordinario: pese a que el pretexto era francamente pobre –todos estaban haciendo cola para hacer fotocopias– la dejaron pasar al primer lugar en casi todas las ocasiones (93%).

Cuando justificas tu conducta te encuentras con una mayor tolerancia y amabilidad. Al parecer, que tu excusa sea buena o no tiene poca importancia. Utilizar la sencilla validación del “porque“ es suficiente. Un cartel que proclama: “Estamos renovando la autopista para usted” resulta totalmente redundante. ¿Qué otra cosa podría estar haciendo un equipo de mantenimiento en la autopista? Si antes no lo notaste, basta asomarte por la ventanilla para darte cuenta de lo que ocurre. Y, sin embargo, saberlo te tranquiliza, porque a fin de cuentas no hay nada más frustrante que no saber qué está pasando.

Puerta A57, en el aeropuerto JFK, esperando para embarcar. De pronto, por megafonía se oye: “Atención, pasajeros, el vuelo 1234 tiene tres horas de demora”. ¡genial! Me acerco al mostrador para averiguar a qué se debe el retraso y regreso sumido en la ignorancia. Me siento furioso: ¿cómo osan dejarnos esperando sin darnos la menor explicación? Otras aerolíneas tienen la decencia de anunciar: “El vuelo 5678 se retrasa por motivos operativos”. Se trata de una razón que deja bastante que desear, pero que basta para satisfacer a los pasajeros.

Las personas parecen sentir adicción por la palabra “porque”, hasta el punto de que la empleamos incluso cuando resulta innecesaria. Si eres un líder lo habrás comprobado, desde luego. Si haces un llamamiento, la motivación de los empleados disminuye; no basta con que digas que el propósito de tu fábrica de calzado consiste en hacer zapatos. No: en la actualidad, lo importante son los propósitos más elevados y los hechos que hay detrás de la historia, tales como: “Queremos que nuestros zapatos supongan una revolución en el mercado” (signifique eso lo que signifique); “¡mejor soporte para el arco para un mundo mejor!” (signifique eso lo que signifique); Zappo’s afirma que su negocio es una forma de la felicidad (signifique eso lo que signifique).

Si la bolsa sube o baja medio punto, los analistas bursátiles jamás te dirán los auténticos motivos: que se trata de la culminación de un número infinito de movimientos del mercado. No: la gente quiere una razón palpable, y el analista no tiene inconveniente en escoger una. Cualquier explicación que ofrezca carecerá de sentido y a menudo le adjudicará la culpa a los pronunciamientos de los presidentes del banco de la Reserva Federal.

Si alguien te pregunta por qué todavía no has acabado una tarea, lo mejor es contestar: “Porque aún no me he puesto a ello”. Es una excusa lamentable (si la hubieras utilizado, la conversación no tendría lugar), pero, en general, funciona sin necesidad de que busques motivos más plausibles.

Un día observé que mi mujer separaba la ropa sucia negra de la azul. Que yo sepa, dicho esfuerzo es innecesario. Ambos colores son oscuros, ¿verdad? Semejante enfoque lógico ha evitado durante muchos años que mi ropa se manche de otros colores.

–¿Por qué haces eso? –pregunté–.

–Porque prefiero lavar las prendas por separado.

Para mí supone una respuesta perfecta.

Nunca salgas de casa sin un “porque”. Esta modesta palabra literaria engrasa las ruedas de la interacción humana. Úsala sin reservas.

La fatiga de la decisión

Decidir mejor, decidir menos

Llevas semanas trabajando en una presentación hasta el límite de tus fuerzas. Las diapositivas de PowerPoint están impecables. Cada cifra de Excel es irrefutable. El tono es un paradigma de lógica cristalina. Todo depende de tu exposición. Si obtienes permiso del director, vas camino de un ascenso. Si no sale bien, vas camino de la oficina de empleo. Su secretaria te propone los horarios siguientes: ocho de la mañana, once y media de la mañana o seis de la tarde. ¿Cuál escoges?

En una ocasión, el psicólogo Roy Baumeister y su colaboradora Jean Twenge llenaron una mesa de centenares de artículos baratos, desde pelotas de tenis hasta velas, pasando por camisetas, chicles o latas de Coca-Cola. Roy distribuyó los alumnos en dos grupos. A los del primero los llamó “decisores”, y a los del segundo, “no decisores”. A los del primer grupo les dijo: “Os mostraré series con dos artículos aleatorios, y cada vez tendréis que decidir cuál preferís. Al final del experimento, os daré uno que podréis llevaros a casa”. Se les inducía a creer que sus decisiones tenían que ver con el objeto que querrían llevarse. A los del segundo grupo les dijo: “Escribid lo que pensáis de cada artículo, y al final cogeré uno y os lo daré”. Inmediatamente después, pedía a cada estudiante que metiera una mano en agua helada y la mantuviera ahí todo el tiempo posible. En psicología, este es un método clásico para evaluar la fuerza de voluntad o la autodisciplina; si tienes poca o no tienes, sacarás la mano del agua enseguida. Resultado: los decisores sacaban la mano del agua helada mucho antes que los no decisores. La toma de decisiones intensiva había debilitado su fuerza de voluntad, efecto confirmado en muchos otros experimentos.

Tomar decisiones es agotador. Lo sabe bien cualquiera que haya configurado alguna vez un ordenador on line o preparado un viaje largo –vuelo, hoteles, actividades, restaurantes, clima–: tras tanto comparar, sopesar y escoger, estás exhausto. La ciencia lo denomina “fatiga de la decisión”.

La fatiga de la decisión es peligrosa: como consumidor, te vuelves más vulnerable a los mensajes publicitarios y a las compras impulsivas. Como alguien que toma decisiones, eres más propenso a la seducción erótica. La fuerza de voluntad es como una batería. Con el tiempo, se acaba y hay que recargarla. ¿Y esto cómo lo haces? Haciendo una pausa, relajándote o comiendo algo. Si tus niveles de azúcar en la sangre disminuyen demasiado, la fuerza de voluntad cae en picado a cero. Ikea lo sabe muy bien: en la caminata por sus laberínticas áreas de exposición y sus altísimos estantes de almacén, aparece la fatiga de la decisión. Por este motivo, sus restaurantes están situados justo en medio de las distintas secciones. La empresa está dispuesta a sacrificar algo de su margen de beneficios para que puedas recuperar tus niveles de azúcar con delicias suecas antes de reanudar tu búsqueda de los candelabros perfectos. Cuatro presos en una cárcel israelí solicitaron al tribunal su puesta en libertad anticipada. Caso 1 (programado para las 8.50 h): un árabe condenado a treinta meses de prisión por estafa. Caso 2 (programado para las 13.27 h): un judío condenado a dieciséis meses por agresión. Caso 3 (programado para las 15.10 h): un judío condenado a dieciséis meses por agresión. Caso 4 (programado para las 16.35 h): un árabe condenado a treinta meses por estafa. ¿Cómo decidieron los jueces? La fatiga de la decisión fue más significativa que la filiación de los detenidos o la gravedad de sus delitos. Los jueces aceptaron las peticiones 1 y 2 porque su nivel de azúcar en la sangre todavía era elevado (debido al desayuno o el almuerzo). Sin embargo, rechazaron las solicitudes 3 y 4 porque no habían sido capaces de reunir la energía necesaria para afrontar las consecuencias de una liberación anticipada. Optaron por la solución fácil (el statu quo), y los hombres siguieron encarcelados. Un estudio llevado a cabo con centenares de veredictos pone de manifiesto que, en una sesión de juicios, el porcentaje de decisiones judiciales “valientes” desciende gradualmente desde el 65% hasta casi cero y, tras un receso, vuelve al 65%. Pues vaya con las prudentes deliberaciones de la Dama de la Justicia. Pero, mientras no tengas ningún juicio a la vista, no todo está perdido: ya sabes cuándo exponer tu proyecto ante el director.

El sesgo de contagio

¿Llevarías el jersey de Hitler?

Tras el hundimiento del Imperio Carolingio en el siglo IX, Europa, sobre todo Francia, cayó en la anarquía. Condes, jefes militares, caballeros y otros gobernantes locales estaban permanentemente enredados en batallas. Los implacables guerreros saqueaban granjas, violaban a mujeres, destrozaban campos, secuestraban pastores e incendiaban conventos. Tanto la Iglesia como los desarmados campesinos eran impotentes ante el salvaje belicismo de los nobles.

En el siglo X, un obispo francés tuvo una idea. Pidió a los príncipes y caballeros que se congregaran en un campo. Entretanto, sacerdotes, obispos y abades recogieron todas las reliquias de la zona que pudieron y las expusieron allí. Era una imagen sorprendente: huesos, trapos manchados de sangre, ladrillos, baldosas... cualquier cosa que hubiera estado alguna vez en contacto con un santo. Entonces el obispo, a la sazón una persona respetada, invitó a los nobles, en presencia de las reliquias, a renunciar a la violencia desenfrenada y a los ataques contra la gente desarmada. Para reforzar su petición, agitó frente a ellos las ropas ensangrentadas y los huesos sagrados. Los nobles debían de tener una gran veneración por esos símbolos: la extraordinaria apelación del obispo a la conciencia de aquellos hombres se extendió por toda Europa, lo que promovió la “Paz y Tregua de Dios”. “No hay que subestimar nunca el miedo a los santos en la Edad Media y a las reliquias de los santos”, dice el historiador americano Philip Daileader.

Como persona inteligente que eres, esta estúpida superstición solo puede hacerte reír. Pero, un momento; vamos a expresarlo de otra manera. ¿Te pondrías un jersey recién lavado que en otro tiempo llevó Hitler? Seguramente no, ¿verdad? Así pues, parece que las fuerzas intangibles aún te merecen respeto. En esencia, este jersey ya no tiene nada que ver con Hitler. No conserva ni una sola molécula de sudor del líder nazi. Sin embargo, la mera posibilidad de ponértelo te revuelve las tripas. Es algo más que una cuestión de respeto. En efecto, queremos proyectar una imagen “correcta” ante los demás y ante nosotros mismos, pero nos frenamos incluso cuando estamos solos e intentamos convencernos de que tocar ese jersey no significa de ninguna manera apoyar a Hitler. Es difícil superar esta reacción emocional. Incluso a quienes se consideran totalmente racionales les cuesta mucho desterrar por completo la creencia en fuerzas misteriosas (me incluyo).

No es posible desactivar sin más estos poderes misteriosos. Paul Rozin y sus colegas investigadores de la Universidad de Pensilvania pidieron a diversos participantes en un test que trajeran fotos de seres queridos. Estas se sujetaron en el centro de varias dianas, y los individuos tenían que lanzarles dardos. Acribillar una imagen con dardos no causa daño alguno a la persona, pero, aun así, las dudas de los participantes eran palpables. Eran mucho menos precisos que los de un grupo de control que antes habían lanzado a dianas normales. Los individuos del test se comportaban como si una fuerza mística les impidiera impactar sobre las fotografías.

El sesgo de contagio explica que somos incapaces de pasar por alto la conexión que sentimos ante determinadas cosas –sean de hace tiempo o estén relacionadas solo indirectamente (como pasa con las fotos)–. Una amiga mía fue muchos años corresponsal de guerra para el canal France 2 de la televisión pública francesa. Igual que los pasajeros de un crucero por el Caribe llevan a casa souvenirs de cada isla –un sombrero de paja o un coco pintado–, mi amiga coleccionaba recuerdos de sus aventuras. Una de sus últimas misiones fue en Bagdad en 2003. Unas horas después de que las tropas americanas irrumpieran en el palacio de gobierno de Sadam Husein, entró sigilosamente en las dependencias privadas. En el comedor, descubrió seis copas de vino bañadas en oro y se las agenció al punto. Cuando hace poco asistí a una de sus cenas en París, las copas doradas ocupaban un lugar de honor en la mesa. “¿Son de las galerías Lafayette?”, preguntó alguien. “No, son de Sadam Husein”, respondió ella con naturalidad. Un invitado horrorizado escupió el vino en la copa y se puso a farfullar sin control. Yo tenía que hacer mi aportación: “¿Se da cuenta de cuántas moléculas ha compartido ya con Sadam Husein solo respirando? –dije–; aproximadamente mil millones cada vez”. La tos del invitado se agravó.

El problema de los promedios

¿Por qué no existe nada parecido a una guerra promedio?

Imagina que estás en un autobús con otros cuarenta y nueve viajeros. En la siguiente parada, sube la persona más gorda de América. Pregunta: ¿cuánto ha aumentado el peso promedio de los pasajeros? ¿El 4%? ¿El 5%? ¿Algo así? Supongamos que el autobús vuelve a pararse, y se sube Bill Gates. Esta vez no nos interesa el peso. ¿Cuánto ha aumentado la riqueza promedio? ¿El 4%? ¿El 5%? ¡Qué va!

Veamos el segundo ejemplo. Supongamos que cada uno de los cincuenta individuos seleccionados al azar tiene activos por valor de 54.000 dólares. Este es el valor estadístico promedio, la media. De pronto se incorpora al grupo Bill Gates, con una fortuna que ronda los 59.000 millones de dólares. La riqueza promedio ha subido hasta los 1.150 millones de dólares, un incremento de más del 2.000.000%. Un simple valor atípico ha alterado drásticamente el escenario haciendo que el término “promedio” carezca de todo sentido.

“No cruces el río si tiene (en promedio) más de metro y medio de hondo”, avisa Nassim Taleb, de quien tomo los ejemplos anteriores. El río será poco profundo en largos tramos –apenas unos centímetros–, pero acaso se transforme en un torrente embravecido de seis metros de profundidad en el centro, en cuyo caso corres peligro de ahogarte. Manejar promedios es una empresa arriesgada, pues estos suelen ocultar la distribución subyacente: la manera de comparar los valores.

Otro ejemplo: la cantidad promedio de rayos ultravioleta a la que estás expuesto un día de junio no es perjudicial para tu salud. Pero si te pasaras todo el verano en una oficina oscura y luego fueras a las islas Barbados y te tumbaras al sol sin crema protectora durante una semana seguida, tendrías un problema; aunque, según el promedio, en el conjunto del verano no recibieras más rayos ultravioleta que alguien que estuviera habitualmente al aire libre.

Todo esto está muy claro, y quizá ya eras consciente de ello. Por ejemplo, te bebes un vaso de vino cada noche en la cena. No es malo para la salud. De hecho, muchos médicos lo recomiendan. Sin embargo, si no bebes alcohol en todo el año y el 31 de diciembre te trincas 365 vasos, lo que equivale a sesenta botellas, tendrás un problema aunque el promedio del año sea el mismo.

He aquí la puesta al día: en un mundo complejo, la distribución está volviéndose cada vez más irregular. En otras palabras, observamos el fenómeno de Bill Gates cada vez en más ámbitos. ¿Cuántas visitas recibe una página web promedio, típica? La respuesta es: no hay páginas web típicas. Unas cuantas páginas (como las del New York Times, Facebook o Google) acumulan la mayoría de las visitas, y muchísimas otras tienen relativamente pocas. En estos casos, los matemáticos hablan de la denominada “ley de potencias”. Veamos las ciudades. En el planeta hay una ciudad con más de treinta millones de habitantes: Tokio. Hay once ciudades cuya población oscila entre los veinte y los treinta millones de personas. Existen quince ciudades con un número de personas comprendido entre diez y veinte millones. Hay cuarenta y ocho ciudades que tienen entre cinco y diez millones de habitantes. Y miles (?) que cuentan entre un millón y cinco millones. Esto es una ley de potencias. Unos cuantos extremos dominan la distribución, y al final el concepto de promedio no tiene valor alguno.

¿Cuál es el tamaño promedio de una empresa? ¿Cuál es la población promedio de una ciudad? ¿Qué es una guerra promedio (en función de muertes o duración)? ¿Cuál es la fluctuación diaria promedio del índice Dow Jones? ¿Cuál es el sobrecoste promedio en los proyectos de construcción? ¿Cuántos libros hay en una estantería promedio?

¿Cuál es la magnitud promedio de los daños causados por un huracán? ¿Cuál es el dividendo promedio de un banquero? ¿Cuál es el éxito promedio de una campaña de marketing? ¿Cuántas descargas se hacen de una aplicación promedio del iPhone? ¿Cuánto dinero gana un actor promedio? Puedes calcular las respuestas, desde luego, pero sería una pérdida de tiempo. Estos escenarios aparentemente rutinarios están sometidos a la ley de potencias.

Veamos el último ejemplo. Unos cuantos actores se llevan a casa más de diez millones de dólares al año mientras que a miles y miles apenas les alcanza para vivir. ¿Aconsejarías a tu hijo que se dedicara al cine porque el sueldo medio no está mal? Es de esperar que no; sería una razón equivocada.

Conclusión: si alguien utiliza la palabra “promedio”, piénsalo bien. Trata de averiguar la distribución subyacente. Aunque una anomalía individual casi no tiene influencia en el conjunto, el concepto sigue valiendo la pena. No obstante, cuando dominan los casos extremos (como el fenómeno Bill Gates), no hemos de tener en cuenta el término “promedio”. Deberíamos pensar en las palabras del novelista William Gibson: “El futuro ya está aquí; lo que pasa es que no está distribuido de forma muy equitativa”. 

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