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La fuente de la que bebimos.

06 / 07 / 2015 Luis Algorri
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Una novela “de las de antes” recrea las tres cuartas partes del siglo XX español. Es peor lo vivo que lo pintado.

Se acaba de publicar una novela de las que ya no se suelen escribir: La fuente donde el agua llora, de Lola Moreno (ed. Umbriel); un enorme edificio narrativo que abarca casi tres cuartas partes del siglo XX español. Y a veces resulta útil abordar un libro de esta envergadura a través de otros, que son, a fin de cuentas, aquellos en los que la autora ha nacido.

De Alejo Carpentier en El siglo de las luces aprendimos que el escritor, para contar una guerra o, por mejor decir, un momento en el que el mundo cambia, no necesita subirse a una colina para verlo todo mejor y que el lector tenga una visión de conjunto de las tropas, como hacía Julio César; le basta con poner los pies en el suelo y dejar que unos pocos personajes transmitan, con su pequeña peripecia personal, toda la intensidad, todo el horror y todo el asco que produce la guerra grande. Eso mismo es lo que hace Lola Moreno con la guerra del Rif y con la matanza civil española.

De Victor Hugo en Los Miserables aprendimos que un personaje puede no estar solo en el espacio y en el tiempo narrativos que el escritor le asigna. Es posible que antes hubiese otros sin los cuales ese personaje se entiende peor o sencillamente se vuelve incomprensible. Es lo mismo que le pasa a la vida: los hechos que vivimos no suceden ni se presentan aislados, como repentinas erupciones de un volcán, sino que son efecto de otros hechos anteriores y a su vez causas de otros hechos que vendrán después. Y lo mismo sucede con los personajes: Hugo los hacía nacer, fluir y desaparecer; los entrechocaba o los hacía transcurrir paralelos sin que ellos lo supiesen, y así la novela se convierte en una especie de río en el que los personajes van y vienen arrastrados por una fuerza superior (la historia grande) que solo el lector ve. Eso mismo es lo que hace Lola Moreno en esta novela que no puede, en rigor, llamarse coral, aunque haya en ella mucha gente, sino más bien fluvial, como un cambiante curso de agua que trae y lleva a aquellos a quienes alcanza sin que ellos lleguen a saber por qué.

Grande y pequeño. De Liev Tolstói en Guerra y paz aprendimos que una historia grande está forzosamente tejida de muchas historias pequeñas que, sin embargo, para quienes las protagonizan son lo más importante que hay en el mundo, porque se trata de sus propias vidas, amores, odios o muertes. Y que no es posible construir verosímilmente una historia grande si cada una de las historias pequeñas que forman los hilos del tapiz no son, con la misma intensidad, verosímiles, creíbles y trascendentales. Eso es lo que hace Lola Moreno al entretejer, con la misma pasión narrativa, lo que le pasa a Antonio Moreno, a Francisco Franco, a Isabel o a los abogados laboralistas asesinados en Atocha.

De Camilo José Cela en La colmena aprendimos algo complementario a lo anterior: que una historia nunca es una historia sino muchas, y que el lector no debe esperar un hilo narrativo que le dé todo masticado como un puré y lineal como un cuento infantil, sino que saltará de una celda a otra, de un tiempo a otro, de una clave a otra, gracias a la sola voluntad del autor, que crea un zumbido general elaborado con todos los aleteos, mínimos pero indispensables, de cada uno de los personajes. Eso, que es muy difícil y lleva mucho tiempo y mucha estrategia, es lo que hace Lola Moreno en este libro: algo así como el que ahora llamamos efecto mariposa, y que consiste en que lo que hace un personaje en una punta de la historia tiene una influencia decisiva, sin que él lo sepa, en lo que les pasa a otros en la otra punta.

De García Márquez en Cien años de soledad y de Ernest Hemingway en Por quién doblan las campanas aprendimos que no hay una sola guerra civil que sirva para maldita la cosa, que sea ganada por alguien, que separe salomónicamente a todos los buenos en un lado del campo y a todos los malos en el otro. Todas esas devastadoras guerras (y los españoles sabemos esto probablemente mejor que nadie en el mundo desde hace 200 años) sirven para que muera mucha gente que no debía morir, para que el rencor se herede de padres a hijos como si el rencor tuviese la más mínima utilidad, y para que los ciudadanos se comporten, de generación en generación, como los dos pobres bobos de aquel cuadro de Goya, Lucha a garrotazos: dos personajes hundidos en la tierra hasta la cintura, que no pueden moverse del sitio y que, en vez de ayudar al otro a liberarse, se dedican a golpearse hasta la extenuación, sin que el espectador sepa cuál es el bueno y cuál es el malo. Porque ninguno de los dos es ni bueno ni malo. Solo son dos idiotas que se sacuden en nombre quizá de agravios que ya eran viejos cuando sus abuelos nacieron; agravios que casi nadie recuerda ya, que muchos tratan de reavivar cada cierto tiempo repintándolos con colores cada vez más falsos. Eso es lo que hace Lola Moreno con algunos de sus personajes; no diré cuáles porque eso deberán descubrirlo ustedes.

Lola Moreno no escribe como Carpentier, ni como Tolstói, ni como Hemingway, ni como Cela. Lola Moreno escribe como Lola Moreno y como nadie más, y eso, creo yo, es lo mejor que se puede decir de alguien que se pone a levantar un libro tan tremendo como este.

Si ustedes son de esas personas que tienen todas las ideas claras, todos los dogmas en primer tiempo de saludo y su bandera arrojadiza preparada en el bolsillo del pantalón; si ustedes tienen perfectamente claro quiénes son y han sido siempre los buenos y quiénes los malos, pues lo mejor será que no lean este libro porque no les va a servir de gran cosa. Pero si ustedes conservan la capacidad de pensar, de reflexionar, de hacerse preguntas y de aprender, esta novela les resultará difícil, pero profundamente útil. Tomen su propia decisión.

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