Fernando Rueda: mucho más que una de espías

15 / 10 / 2010 0:00 Incitatus
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¡Gracias!

El periodista español que más sabe sobre los servicios secretos publica su primera novela: La voz del pasado, un fascinante relato sobre el espionaje, la lealtad y el dolor.

Si ustedes andan metidos en el patio de vecindonas de Facebook, sabrán que, a la hora de elaborar el perfil que los demás leerán sobre ti, hay una casilla en la que uno puede sugerir su “situación sentimental”. A las opciones habituales (casado, soltero, divorciado, etc.) se agrega una deliciosa: “Es complicado”. Eso es lo que nos pasa a Fernando Rueda y a mí. Nos queremos mucho y somos grandes y viejos amigos, sí. Pero lo nuestro es complicado. Lo ha sido siempre.

Primero él fue mi jefe. Luego yo lo fui suyo. Más tarde volvió él a serlo mío, y supongo que ese vete y ven nos ha creado un desbarajuste mental al que hay que llamar, como mínimo, complicado.

No seré sino justo. Como jefe de redacción, Fernando Rueda (en adelante, Fer) era lo más parecido que yo he visto al cineasta Cecil B. de Mille, el de las gigantescas producciones del Hollywood de los 50, cuya frase favorita, según él mismo admitió, era esta, y la decía con megáfono: “Aquellos cuatro mil de la derecha, ¡que se adelanten dos pasos!”. Fer era casi igual. Le recorría el espinazo un éxtasis casi místico, casi erótico, cuando se abalanzaba sobre ti (tú estabas en tu mesa, tan tranquilo, tan feliz, terminando una crónica o un breve o algo) y bramaba: “¡Inci! ¡Te vas esta tarde a Siberia! ¡Corre a casa y haz la maleta, el avión sale a las tres!”. Y tú, claro, te cagabas vivo, y eso era precisamente lo que a él más feliz le hacía. Porque era verdad, el avión salía a las tres. Y contigo dentro.

Como colaborador era inolvidable. Yo llegué a pedirle un artículo en un plazo de dos horas, y me lo dio. Vaya que si me lo dio: desde la mitad de un desierto manchego olvidado de toda misericordia humana, donde se le había reventado el coche, Fer, sin saber si alguien en el mundo iba a tomarse la caridad de rescatarles a él, a su familia y a aquel pobre trasto agonizante que no hacía más que suspirar agua y humo por todas las rendijas, localizó un boli y unos kleenex, sanscribió quince líneas de oro molido y me las dictó, sílaba a sílaba, por el móvil. Yo las copié como si fuesen los pergaminos de Melquíades, el de Cien años de soledad. Y lo publicamos.

Ése es Fernando Rueda.

Cómo no lo vas a querer.

Todos supimos, unos antes y otros después, que aquel chaval de ojos azules y de aspecto tan perennemente alegre que parecía recién salido de unas jornadas catecumenales de la juventud, andaba, en realidad, en muy malos pasos. Sabía más que ningún otro periodista español sobre los servicios secretos, de este país y de otros. Se estaba metiendo en una ciénaga en la que no era bienvenido. Y le acechaban los peores cocodrilos. Una mañana nos asustamos cuando Fer, siempre sonriente pero pálido como un aparecido, no logró evitar que nos enterásemos de que alguien había entrado de noche en nuestra redacción para fisgar en su ordenador y revolver sus papeles. Nos alarmamos (y le admiramos) aún más cuando Tiempo publicó las fotos en las que Fer, con carita de San Luis Gonzaga, paseaba por la calle con el coronel Perote, uno de los jaguares más colmilludos y agazapados del Cesid de entonces.

Pero Fernando Rueda la armó como nunca cuando publicó La Casa (Temas de Hoy), un libro que dejó con su secretísimo culo al aire a todos los entorchados generalazos y a todas y cada una de las más subterráneas zahúrdas de los espías españoles, con sus obras, sus pompas y sus tristes vergüenzas al aire. La Casa fue el primero de los seis libros trinitrotoluénicos que Fer escribió sobre los servicios secretos. Nunca el público había sabido tanto sobre todo aquello que era muy conveniente que no se supiera. Nunca entendimos por qué Fer no tenía un accidente al cruzar la calle.

La voz del corazón.

Lo que pasa es que Fer escribió todo aquello en periodista: una catarata de datos, de descripciones y narraciones que, con el solo nitrógeno líquido del sujeto, el verbo y el predicado, eran capaces de derribar a un tiranosaurio.

Pero en todo aquello faltaba algo que sabíamos que Fer tenía. El corazón. La magia del contar. El latido en síncopas que se distingue en el rastro por la acera de un espía recién decepcionado.

Fernando Rueda se acaba de ir de esta casa, la mía, en la que nunca antes había estado, después de encharcarme el sofá con una ilusión que raras veces se había derramado aquí. Me conmueve que, como espía, sea tan malo: mi salita está poblada de símbolos que yo estaba seguro de que él identificaría y que ni siquiera ha visto, pero sin duda eso se debe a que su ilusión de padre primerizo no le deja distinguir nada más: después de tantos libros ha escrito su primera novela, La voz del pasado (Martínez Roca), y eso le tiene medio tonto porque el viejo desvelador de secretos que deberían haber sido guardados algo más lejos de su inexorable nariz sonríe ahora como un niño chico que ha descubierto el prodigio de inventar: “No puedes pensar en otra cosa... Estés donde estés, los personajes se mueven en tu cabeza, están vivos, hacen esto o lo otro... Y te mueres por llegar a casa”.

El resultado es asombroso. Pongo mi huella herrada de caballo senatorial sobre eso: asombroso. Harto como está ya uno de tantos gilipollas (ustedes perdonen, pero se llaman así) que se inventan lo que no saben sobre historia, y que siguen una falsilla diez mil veces fracasada a fuerza de plagiar el juego del escondite de Dan Brown y todos sus filisteos, da gloria ver cómo Fer ha creado una estructura desde los cimientos. Hay espías, claro que sí, cómo no va a haber espías, ¡por fin un tipo que escribe una ficción sobre lo que sabe, cagüenlaleche, y que no se limita a vender patrañas estúpidas sobre templarios o cátaros que insultan a la inteligencia de cualquiera que se haya asomado al Medievo en el bachillerato!

Pero lo mejor de todo es, queda dicho, el corazón. Fer construye una catedral narrativa que se apoya en dos pilares. Uno es la voz de un espía muy viejo, Manuel Langares, que grabó unas cintas en las que va pelando las cuentas de un rosario hablado en el que uno de los protagonistas es el legendario Kim Philby. La columna B del relato, la más penumbrosa, es la conmovedora descripción de lo que le pasa hoy a la nieta de Manuel, o sea Ela Langares, tercera generación de espías de la familia y directora (supuesta) de la división operativa del CNI. En medio de todo esto, alguien conspira para asesinar a un nieto de la reina Isabel II de Inglaterra. Y Ela debe impedirlo.

¿Una de espías? No, mucho más. ¿Novela negra? Para nada. Es el corazón. Fer ha escrito una narración apasionante en la que el lector puede hallar cosas como esta: “En lugar de lamerse las heridas, miró hacia delante para no perder el rumbo de sus sueños”. Le ha costado años de insomnio y de ilusión concluir este magnífico relato. Porque escribir, al menos como lo hace Fernando Rueda, se parece a las más interesantes relaciones en Facebook: es complicado.

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