El paraíso según Gauguin

08 / 10 / 2012 13:02 Pedro García
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El Thyssen-Bornemisza se rinde a uno de los creadores más enigmáticos de la historia. Sus viajes en busca de lo primitivo y lo exótico pusieron patas arriba el canon occidental.

“Cierro mis ojos para ver”. Agazapado en el puesto de vigía que levantó detrás de sus pupilas, Paul Gauguin (París, 1848 - Atuona, Islas Marquesas, 1903) desarrolló su método artístico con los párpados pegados. Su arma pictórica era la mirada interior. Cerrar los ojos y dejar que el espejo del alma se impregnase de colores, formas y verdades para luego blandir el pincel y plasmar esa visión. No importaban las escuelas, ni las academias, ni los cánones previos; solo la metáfora, el embarazo visual, el viaje. O más bien los viajes: uno interior, en busca de la visión subjetiva y sin contaminar, y otro físico, con varias etapas y rumbo a los confines de la Tierra, hacia las Antillas y hacia Tahití, donde según su olfato descansaba el paraíso. Un paraíso iluminado y reconstruido bajo la luz de su exótica y primitiva paleta.

El pintor francés y sus periplos en busca de la utopía terrenal son uno de los principales atractivos del otoño cultural madrileño. El culpable, el museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, que a partir del 9 de octubre abrirá sus puertas a Gauguin y el viaje a lo exótico, una muestra en la que el inclasificable maestro posimpresionista, precursor del grupo de Pont-Aven e inspirador de los simbolistas Nabis y del fovismo, desplegará su arrebatador encanto a lo largo de más de 111 obras que el público podrá contemplar rodeadas de creadores contemporáneos e inmediatamente posteriores a los que inspiró, como Matisse, Macke, Rousseau, Marc, Kirchner, Nolde, Kandinsky o Klee. Una cita ineludible que toma el testigo -dentro del programa de celebraciones del 20º aniversario del Thyssen-Bornemisza– de otra de las exposiciones más interesantes del año, la monografía sobre Edward Hopper que reventó las taquillas este verano.

Pero volvamos a Gauguin, paradigma del artista viajero de la modernidad. En 1890, unos meses antes de poner rumbo a la Polinesia tras su experiencia en Panamá, las Antillas y Bretaña, le escribe a su mujer: “Acaso llegue el día, quizá muy pronto, en que me perderé en las espesuras de alguna isla de Oceanía para vivir en el éxtasis, la calma y el arte. Con una nueva familia, y lejos de esta lucha europea por el dinero. Allí, en el silencio de las hermosas noches tropicales de Tahití, podré escuchar la dulce, murmuradora música de los latidos de mi corazón, en armonía con los misteriosos seres que me rodeen. Libre, al fin, sin problemas de dinero, podré amar, cantar y morir”. Dicho y hecho.

El artista salvaje.

Como Marlow en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, Gauguin se adentró en las profundidades del paraíso para descubrir que al final de la utopía se levantan las puertas del infierno. Lo explica Paloma Alarcó, jefa de Conservación de Pintura Moderna del Thyssen-Bornemisza y comisaria de la exposición: “Él llegaba a lo que creía que era el paraíso, y le sorprendió ver lo que estaba ocurriendo allí, pero la diferencia es que Gauguin se rebeló contra el sistema establecido”. Desde su llegada, el pintor francés se dio cuenta de que Tahití no era precisamente un edén. “Cuando llega -explica Alarcó- intenta que la colonización francesa no provoque la pérdida de las costumbres, el arte, el folclore o los bailes locales. De hecho, llevó una política bastante antisistema”.

Cuadros que son estudios etnográficos y antropológicos de la cultura maorí con la naturaleza suntuosa como paisaje de fondo. Gauguin estudia las fuentes literarias y gráficas antiguas de viajeros que habían pasado por las islas para reinterpretarla a su gusto. Según Paloma Alarcó, “Gauguin lleva a cabo una recuperación imaginaria de un modo de vida que está en extinción”. Un catálogo imaginario. El inicio de la visión poscolonialista del paraíso, una nueva relación de poder.

La historia es sinuosamente irónica y paradójica. Si bien Gauguin trató de frenar los estragos de una colonización, la francesa, que arrasaba siglo a siglo los vestigios de la cultura que amaba, su visión, su producción artística y su legado visual dieron forma a la nueva mirada de la modernidad hacia lo exótico, hacia lo primitivo. Occidente y el paraíso, lejano, simple, austero. Un lugar donde escapar del auge de las grandes ciudades, del cientifismo, el maquinismo, la rapidez o el dinero. Un cliché, una mirada eurocentrista y castradora.

Un lugar para huir.

“Resulta un poco paradójico -resume Alarcó-, pero a pesar de lo que hizo por lo maoríes, él mismo se aprovechó de ese colonialismo francés para viajar, ya que iba con un billete pagado por el Ministerio de las Colonias. Así que sí, es un personaje paradójico y difícil de entender porque, por otro lado, los viajeros anteriores se movían con un científico, con un afán claramente colonizador, y él es el primero que se pone del lado del otro. Otra cosa es que luego toda una generación de jóvenes de principios del siglo XX, como fueron los expresionistas alemanes, llevaran a cabo una recreación exótica del mundo nativo primitivo en sus talleres de Dresde o Berlín”. Literalmente, Gauguin fue el germen de un experimento colonialista en toda regla: “Quisieron traerse lo exótico a la ciudad”, matiza Alarcó.

Otros decidieron seguir sus pasos, como Henri Matisse en 1930, que viajó siguiendo la estela de Gauguin sumido en una crisis de creatividad. Objetivo: impregnarse de la luz y la sencillez que habían bañado la cara de su admirado Gauguin unas décadas antes. “No encuentro fácilmente a Gauguin aquí. Hace falta que busque más”, le escribe a su mujer en abril de ese año.

Los viajes y las enfermedades -sífilis, paludismo, disentería, cojera, ceguera parcial...- marcaron la vida de Gauguin, pero contra lo que se podría esperar -contra el mito del genio adolescente-  fue un artista más bien tardío. Hijo del periodista anarquista Clovis Gauguin y de Aline Marie Chazal, y nieto de la pensadora feminista Flora Tristán, el golpe de Estado de Napoleón III en 1851 fue el comienzo de su primer viaje. Era apenas un bebé cuando su familia, cercenada por la muerte de su padre durante el trayecto, llegó a Lima, en Perú, exiliada por los nuevos vientos de la patrie.

A su vuelta, en 1855, el joven Paul se instala junto a su familia en casa de un tío en Orleans, desde donde realizará varios viajes a bordo de barcos de la marina mercante francesa. Así hasta 1870, cuando decide volver a Orleans y trabajar en una oficina de bolsa con cierto éxito. Y es entonces, solo entonces, cuando recibe la llamada de la pintura. Ocurre al descubrir la obra de Camille Pisarro en una de las exposiciones impresionistas de 1874. Nada más y nada menos que con 26 años a sus espaldas. “Antes de ese momento, durante su juventud, había sido un pintor de domingos”, sentencia Alarcó.

Hacia los mares del Sur.

¿Qué tuvo o tiene en común Gauguin con Mario Vargas Llosa, Herman Melville, Henri Matisse, Joseph Conrad, Sommerset Maugham, Marcel Schwob, Jack London y Robert Louis Stevenson? Su destino: todos, escritores la mayoría, pusieron rumbo en algún momento de su vida a los mares del Sur, la frontera de la utopía, el paraíso emocional de Occidente. En la obra de Gauguin, que marca el paso firme de la abstracción abriéndose camino en los albores del siglo XX, las formas planas, la desaparición de la perspectiva, la utilización visual de los colores y los choques visuales conforman la genética de un autor que influyó a los expresionistas, tanto a los fovistas franceses como alemanes del grupo  El Puente. “Líneas sinuosas, imágenes planas, cuerpos descoyuntados, se salía completamente del canon occidental anterior”, explica Alarcó.

Gauguin siempre buscó las raíces de lo primitivo. Las buscó en las Antillas y luego en Tahití, pero antes ya las había buscado en casa, en Bretaña, donde entre 1886 y 1891 se convirtió, mientras escarbaba en los orígenes del pueblo bretón, en el epicentro del influyente grupo de simbolistas de Pont-Aven. Acto seguido llegaron los dos tormentosos meses en Arlés junto a Vincent Van Gogh. Sobre aquella inolvidable convivencia Gauguin escribió: “Cuando estuvimos juntos, los dos locos, estábamos en una guerra constante por los colores. A él le gustaba el amarillo, y hacía bien, yo amaba el rojo”.

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