El erotismo insular de Andrè Breton

07 / 09 / 2016 Antonio Puente
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Este 9 de septiembre se cumple medio siglo de la desaparición del fundador del surrealismo.

 ¿Fue Andrè Breton (Tinchebray, 1896-París, 1936) uno de los más genuinos visionaros del siglo XX o el gurú de una de las sectas con mayor capacidad de proselitismo, dado el irresistible encanto de sus propuestas de redención y emancipación universales, a través de la creatividad cultural y artística? Es probable que fuese una síntesis de ambas cosas, desde su lúcida cabeza de Jano, a la vez detenida y giratoria. Lo cierto es que, en el hervidero de ismos y subismos de vanguardia, en el periodo de entreguerras, ninguno resultó tan sólido y fecundo, ni tan adosado a un nombre propio de reconocimiento universal, como el Movimiento Surrealista de Andrè Breton. Diabólica cifra del triple seis
 –el número del Apocalipsis–, murió en 1966 –hace medio siglo justo este 9 de septiembre–, nació en 1896 –hizo en febrero 120 años– y, sobre todo, han pasado ochenta años desde que, en 1936, escribiera y publicara El castillo estrellado, esa breve pero intensa Biblia del surrealismo, en la que erige al pico Teide en el altar mayor de su movimiento. “Sobre el flanco del abismo, construido en piedra filosofal, se alza el castillo estrellado”. Así concluye el escaso centenar de páginas en que Breton da apasionada cuenta de su visita a Tenerife en mayo del año anterior, en compañía de su primera esposa, Jacqueline Lamba, y del más leal amigo y correligionario, Benjamín Péret, con motivo de la II Exposición Internacional del Surrealismo, promovida por los redactores de Gaceta de arte, a instancias del pintor Óscar Domínguez, residente en París.

“Lamento haber descubierto tan tarde estas zonas ultrasensibles de la Tierra”, se lamenta en ese Le château étoilé, publicado el mismo año, primero en la legendaria revista bonaerense Sur, de Victoria Ocampo, Borges y Bioy Casares, y luego en París, en su Minotaure, para incorporarlo al año siguiente como quinto capítulo a su célebre L´amour fou. Esas sagradas “zonas ultrasensibles” (y también “mazos de universalidad”) de las que habla “el príncipe de los surrealistas” son las islas del Atlántico, que, empezando por Canarias y la estela “infinita” que proyecta el Teide, le conducen a su Martinica encantadora de serpientes, otro de sus textos canónicos, con escalas en múltiple islas, como República Dominicana y su prolongación de Haití, pero también la isla de Manhattan o hasta las del DF y el Caribe mexicano; e incluso el pequeño gueto de los indios Hopis en el desierto de Arizona… Todo un mapa heteróclito con el que Breton cree redimir, incluso, en una especie de reconquista justiciera, la expansión de la antigua Conquista europea, erigiendo a las islas en la capital mundial del surrealismo. Pues la propia parcelación de los territorios, bañados por la espuma oceánica, se le sugiere como la más cabal analogía de la fragmentación textual y la “escritura automática” que propugna.

En El castillo… Breton entremezcla la ofrenda lírica al Teide, como el gran pecho totémico del surrealismo, y el desarrollo de las tesis y preceptos de su Manifiesto, de 1924. Sus páginas rezuman el fervor erótico que predicaba como la más certera redención universal, ya desde esta lúdica finta del inicio: “El Pico del Teide, en Tenerife, está hecho de los resplandores del puñalito de placer que las lindas mujeres de Toledo guardan día y noche en su seno”.

Para Breton, las islas representan la más sensual feminidad al descubierto, al punto de que, como expresa Eugenio Granell en su Isla cofre mítico, otro texto imprescindible del surrealismo, la principal razón que movilizó a los surrealistas por su periplo insular atlántico fue, “según Apollinaire, que los isleños lo llevaron [a Breton] a sus huertos para que recogiese frutos semejantes a mugeres”. Y agrega que hasta el propio Colón describe la nueva isla descubierta (de América) tal que “fuese como una teta de muger allí puesta”. 

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