Políticos y famosos en los desfiles madrileños
La alcaldesa Ana Botella y la delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, coincidieron en la pasarela Cibeles, pero no quisieron posar juntas.
Más separatismo, ya no resisto más. Asusta que un nuevo peligro autonómico se cierna en nosotros, casi inquieta y desazona más que el crecido y firme independentismo catalán. Aquí también temo lo peor tras lo visto, o más bien padecido, en la antigua Pasarela Cibeles, modernizada con aires internacionales como Mercedes Fashion-Week. Allí soltaron lágrimas por el banquero Emilio Botín y ese Isidoro Álvarez que subió El Corte Inglés a lo más alto de las empresas mundiales. También se sintió en lo más jondo el decaimiento de la ya sesentona –feliz cumpleaños pese a todo– pasarela madrileña, donde antaño hasta desfiló Penélope para Victorio & Luchino, con dinero de los perfumistas Puig, eso sí, y hasta la robusta Claudia Schiffer.
Lo que antes suponía distinción, clasificación, privilegio, aupamiento o crédito social, poderío económico, aval estiloso o casi título nobiliario –hoy también a la baja– ha sido remplazado por gentes sin posición, renombre y proyección popular, salvo en el caso de Belén Esteban, que derramó lágrimas emocionadas ante el primer desfile de su vida. Repasé y comparé. Solté suspiros añorantes, donde antes se sentaban los bien pulidos y prestigiosos traseros de Tessa de Baviera, Natalia Figueroa y los suyos, la incansable princesa de Orleans, Mar Flores, Marta Chávarri, Laurita Valenzuela, ahora octogenaria, Elena Cué, Mirian Cortina o la exquisita y nonagenaria condesa de Romanones, asignaron a la irreconocible Yola Berrocal, Nuria Bermúdez y a un Octavio Aceves que, enchalecado bajo chapas, intentó situarse junto al Pedrojota Ramírez de luminosos calcetines naranja y su hija Cósima, ya lo más de la nueva generación. Enseguida lo movieron por evitar sofocos, algo que contempló perpleja Biandra Fitz James, hija de la condesa de Siruela, cuya pechuga descolocaba al gran Antonio Herrero en sus combativas mañanas de la COPE. Vi impertérrito desde su fina estampa de largas piernas blanquísimas a esta nieta DJ de la gran Cayetana, que en las Dueñas sevillanas montó ya el cuartel de invierno. Vive pero no vegeta, presta al ordeno y mando. Aún madruga para realizar por las estancias la ritual “prueba del algodón”. Sabe cuándo le han movido de sitio un biscuit, controla las cajitas de colección, recoloca las miniaturas mientras ojea qué collares y medias de rejilla ponerse para ir entonada de cabeza a pies. Sus casi 90 años no le restaron coquetería, genio ni figura.
Maniquí revelación.
Y guardando distancias, lo mismo cabría aplicar a esa Alicia Borrás maniquí revelación, resurrección de este aniversario exhibidor. La colección de Nuria Sardá estaba inspirada en el uniforme de las azafatas como años atrás ya hizo en Iberia Pertegaz, con lunares y mangas de volantes que causaron escándalo por su españolización. Aconsejada por Alex Stilles, que es un archivo, Nuria Sardá recuperó a la barcelonesa Alicia Borrás, exmiss España 1965, una grandísima de otro tiempo, estrella del extinto maestro Pertegaz, que les imponía una dieta de nueces para mantenerlas como un lápiz. Cultivó la “mujer cisne” y Audrey Hepburm fue su icono antes de que Givenchy la cogiese por banda continuando la estilización. “Era un cisne, tal cual, un cisne”, solía contarme el maestro del buen gusto en su relajante salón de la Diagonal barcelonesa que muchas veces acogió a doña Carmen Polo.
Fue otra devota de su buen gusto a quien él recomendó prodigar collares de perlas “que darán brillo a su cara, señora”. “Siempre pagó religiosamente, yo mandaba las facturas a la casa civil”, contaba. Lo mismo hizo con doña Sofía, entonces princesa de España, que vestía con rigidez germánica y quedaba hierática. Al diseñarle suaves terciopelos marrón para ser recibida por Pompidou, Manolo le aconsejó usar medias azul noche, ¡qué anticipado!, que estilizaban sus tobillos. “¡Parecerá que estoy muerta!”, objetó sin entender el mensaje sutil de la hoy madre de Felipe VI. Pertegaz no dijo más. El barcelonés la vistió en su rompedora etapa neoyorquina con escaparates en la Quinta Avenida, cuando debió de sentirse nuevo Cristóbal Colón a la caza de mercados inexistentes. Entre copa y copa, Ava Gardner lo prefería a otros siendo la más guapa del mundo. Pertegaz no era el déspota implacable que ahora algunos retratan. Perfeccionista y autoexigente, sí, pero cálido, divertidísimo, amigo de su gente y nada hermético. Lo conocí bien, primero con sus sobrinas Sionin y Dionne. Luego con Bibis Samaranch, a la que creó un rompedor traje-cala, o con Antonio Mesa y Ángel, su hálito en los últimos 30 años. Pasó de chófer a socio y controlador de unas franquicias que anualmente generan nueve millones de euros. Todo lo evocamos Alicia Borrás y yo mientras la revestían con encajes negros de gran dama que siempre fue, aunque con 69 años vaya en moto. Casó con un millonario suizo igual que Noelia Alfonso y Tita Cervera hicieron con Santy Puig y Thyssen.
Nos conocemos bien y de lejos y fuimos íntimos cuando compartíamos alocada residencia pretendidamente estudiantil –pero había de todo– en la barcelonesa Gala Placidia, vecina a la agencia operística donde Carlos Caballé guiaba la carrera de su hermana Montse, diva irrepetible y eterna que aún sigue y descubría a Josep Carreras, la Obratzova o Juan Pons. Fuimos el primer club de fans de la rubia Alicia, que dio clase magistral de cómo pasar estilo luego aumentado por la gauche con el entusiasmo de Antonio de Senillosa, Vázquez Montalbán, Antonio Gades, Xavier Corberó, que empezaba pasión con Elsa Peretty, la gran diseñadora de Tiffany´s ya emblanquecida hasta de semblante, Óscar Tusquets, Pedro Portabella, Pitito y los hermanos Xavier, Georgina y Oriol Regás. Ellos eran el alma, corazón y vida de aquel Bocaccio que marcó época, estilo, modus vivendi y una vitalidad generadora del boom hispanoamericano que nació en el club modernista de Muntaner, donde Gabriel García Márquez discutía con Carlos Barral y Mario Vargas Llosa con CarmenBalcells.
Itinerario en la Ciudad Condal.
La llegada de Jordi Pujol, ídolo con pies de barro y fraude, apagó aquella “Barselona triunfant”. Ahora el alcalde Trías proyecta un itinerario turístico del boom recuperando las mediocres casas, pisos y hasta bajos vividos por José Donoso, Lezama, Gabo y Vargas, que estrena nueva comedia protagonizada por José Sacristán, ya que Ana Botella quiere recuperar todo el teatro del Nobel peruano, “no dejo de releer La casa verde”, a quien don Juan Carlos hizo marqués español.
Y fue la autocesada mandamás madrileña quien protagonizó casi momento vodevilesco digno de paso a dos, como los bailes que Antonio Najarro y su Ballet Nacional creó para su amigo Duyos. Ocurrió en el desfile de un Torreta que “priva, me priva” a Ana Botella aunque parezca repetitivo o nada original como Bibiana, la recinchada Alaska y la sempiterna cabreada Loles León amadrinando o amparando a una Belén Esteban debutante en primera fila exhibicionista.
Lagrimeó de emoción y no dejó de dar gracias por codearse aplaudiendo la andrógina modernidad de David Delfín. Lo mejor de esa pasarela, con la coreografía del Ballet Nacional, que deberían hacer fijo, puso en pie al público enfervorizado como no se había visto en 60 años, marcó duelo –las lenguas por espada– casi teatral cuando Ana y Cristina Cifuentes rehusaron posar juntas como amigas, ya no rivales. Momentazo para la inmortalidad donde la señora Aznar rebajaba tensiones con su ligero traje blanco y la delegada del Gobierno solo aflojaba coleta presentando a su hija Cris, de 24 años, exazafata de Cibeles ahora trabajando para la cosmética de Yves Saint Laurent.
“Resultaría un posado absurdo aunque con morbo, lo reconozco. Pero no hay guerra entre nosotras”, tranquilizó Cifuentes, que lo tiene más claro que Mariano Rajoy. Casi lo mismo se intuyó en la regidora que, tras esta bien escenificada pipa de la paz casi de pasarela, soltó a un grupo de fotógrafos que “una va de trepa” (¿se referiría a Cifuentes?), y la otra (¿Esperanza?) “se ha pasado”. Pero “¿no lo estaréis grabando?”, se asustó del desahogo pese a que estuvieron cerca, próximas, casi rozándose con la medianera física acaso intuyendo malestares, de Luis Eduardo Cortés con Cuca Solana quejándose de las muelas y Fermín Lucas por testigos.
Reunión en la embajada de Francia.
Álvarez del Manzano no fue, apuntándose a la desbandada que, pese a esta espantá concurridora, permitió que Jorge Vázquez alardease muy autonómico montando su muestra en la embajada de Francia, que siempre acoge con la cordialidad del embajador Jérôme Bonafont, la tierna risa de su marido hindú y el gancho de Lola Alcáraz. Reunió a todo Madrid, lo nunca visto, el no va más: reaparecieron Eva González blanquinegra y sin tensiones (“todo marcha”, confió tras volver con Cayetano, o Cayetano con ella, suena mejor) y Elizabeth Reyes tras casarse con Sergio Sánchez. Resplandeció con túnica plateada como la santificada Tamarita, que sigue saliéndose con Kike –el peque de la adorable Carmen Tello– mientras justificaban la ausencia profesional de Jon Kortajarena, supuestamente obsesionado con un actor inglés que podría retirarlo como no lo hizo el maravilloso Tom Ford en maniobra de usar y tirar. ¿O fue al revés? Sería tan penoso como los doce kilos ganados por Tania Llasera al dejar de fumar, bien captados por Carmen Lomana desmintiendo que su novio holandés sea pianista, “aunque toca como nadie”, insistió en el desfile de uno de sus diseñadores favoritos, Dolce&Gabbana, como María Teresa Campos reverenciando a Hannibal Laguna y obsesionada en no enseñar a Bigote “llamadlo Edmundo”: “Hemos estado en Málaga y no pude bañarme porque nos seguían cámaras y fotógrafos”, lamentó, conocedora de cómo están rendidos con ella. O tal comentaron Gemma Ruiz, exmujer de Álvarez Cascos, que ya no tiene labios que rellenar; una discreta Mar Flores; la momificada Pilar Medina Sidonia, doliente por no ser duquesa; la modelo María José Suárez presumiendo con su novio gallego; Javier Lorenzana, o las tres hermanas García Vaquero: Begoña Trapote, Mar, mujer de Felipe González, y Carmen prodigando pantalones.
Mientras tanto, Patricia Olmedilla, duquesa de Terranova, recibía pésames por la muerte de su abuela. Margarita Vargas ya no admite duelos por el “ahí te quedas” de su multimillonario padre. Y lo demostró receñida en vistoso amarillo. Realzó su tipazo que las anula o cabrea al aire de Diego Osorio con deportivas de plataforma o Macarena Gómez, que ya rueda La que se avecina con Verónica Forqué aunque no coincidan, entonada en aleopardado con su amado Aldo.
Emoción, impacto y tensión.
La guapa presentadora Paula Vázquez brilló en gris plata, mientras Raquel Revuelta iba pegada a su novio torero, el Tato, y Cósima Ramírez se paseaba bajo peluca rosa encasquetada, como la que la cantante Celia Gámez popularizó en El águila de fuego, una opereta donde encajaría el divertido diseño de la diseñadora Agatha Ruiz de la Prada, que incluía una falda paraguas y traje de novia compuesto por 1.500 pop–its. Lo emocionante del Ballet Nacional, el impacto de la llorona Belén Esteban, Princesa del pueblo, y la tensión generada entre la alcaldesa de Madrid, Ana Botella, y la delegada del Gobierno, Cristina Cifuentes, resultó mejor que la lánguida, pobretona y abaratada primera fila. Fue diversión extra donde no había que ver.