Los hijos del doctor Iglesias le impidieron casarse más veces

27 / 02 / 2006 0:00
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La despedida al doctor Iglesias reunió en el tanatorio de Tres Cantos a cuantos le habían querido, propiciando reencuentros obligados.

26/12/05

A lo largo de nuestro corretear mundo adelante, yo mandado por un Antonio Asensio que admiraba el éxito internacional del entonces incipiente triunfador le vi en muchas tesituras, hazañas, ataques con derribo y bastante desilusiones:

–Vienen por tu dinero, papá (nunca Papuchi) le advertía su hijo cantante que, pese al romanticismo empalagoso de sus temas salidos del fracaso con Isabel Preysler, maldecía los enamoramientos paternos. Un donjuán y un señor, algo truhán y trovador. Así era el doctor y también su hijo famoso. De ahí el rechazo que sintiera, la vida cual espejo, hacia los tenoriescos episodios del progenitor. Eran como dos gotas de agua, incluso más allá de lo físico. Recuerdo mañanas en el Copacabana carioca –todos alojados en el Río Palace que inicia uno de los tramos, el sur– de la mitificada playa, paseando a primeras horas con el que fue eminente ginecólogo, una profesión luego abandonada, igual que posteriormente haría Carlos, su otro hijo, para convertirse en permanente envidiador de Alfredo Fraile aunque con mañas para enriquecerse mejor. El doctor, siempre con calzonazo hasta la enflaquecida y bailona rodilla llena de multiarrugas casi grietas, haciendo playa se desahogaba conmigo como no podía hacerlo con sus fiscalizadores hijos, de tal palo tal astilla. Algún día habrá que contar, descubrir o exponer el trasfondo de semejantes vidas artísticas siempre rodeadas de tentaciones –y débil es la carne– ofrecimientos o conquistas. Lo viví desde la entonces pimpante Sidney Rome a la hija del entonces presidente Sadad, Jannine, cuando nos recibió en audiencia veraniega en su palacete de Alejandría antes de que Julito –así le llamaba el extinto doctor– actuara para obras benéficas de madame Sadad delante de Farah Diba exiliada en El Cairo. Fue un concierto ante las Pirámides, en la piscina del Mena House Oberoi donde solía invernar Churchill. Me tenía cual paño de lágrimas. Mi entonces juventud se encandilaba con sus lógicas expresiones de pesar o penar:

–Es que Julito no me entiende. No sabe que puedo enamorarme con más entusiasmo que él, mucho más joven. Me tienen muy jodido, venga a ponerme cortapisas.

En nuestra playa carioca sufría por no poder consolidar o meter en el equipaje conjunto a una imponente abogada que le “robó el alma”. Me lo contaba tristón con cierta exageración. El doctor parecía escapado de una comedieta italiana con bigotito incluido. Un tipazo que me producía ternura, complicidad y ganas de ayudarle:

–Yo lo he dejado todo para seguir a Julito. Por cierto, ¿Peñafiel y tú ya os habréis hecho millonarios con las exclusivas de mi hijo?

–Doctor, pero qué dices, si sólo me pagan 20.000 pesetas por reportaje, refutábamos. Hablo de los años 80, década de su despegue internacional: lo mismo conté su debú en el Festival de San Remo donde Isabel Preysler se reía –Uribarri y Alicia de testigos– ante los jerseys que Julito pretendía adquirir que cuando Carla Leone –esposa de Serge– le acosó al recibir la Gondola D’Argento de Venecia. El doctor cautivaba, siempre atusándose el bigotillo facha, mucho más que su ya hastiado primogénito siempre pendiente del “me olvidé de vivir”.

Amistad viajera

Juntos viajamos también a Suráfrica, tiempos de apartheid con safari en el Parque Krüger: Castellví se prendó de un guía –lo entendí–, también a Egipto y a un Israel donde Julio me hizo entrar de su brazo aunque no tenía visado. Era de una popularidad arrolladora. Imponía personalidad. Impactaba y se rendían con él mientras papá iba haciendo, a veces celestineado o escondido o tutelado por Fernando Bernáldez, abogado y cómplice. En Suráfrica, a la luz viva de un fuego de campamento en mitad de la selva, nos anunciaron que “vamos a dar una vuelta”. Causó asombro tal anuncio de safari nocturno sin rifles, guías ni linternas.

–¿A estas horas, y sin nada alrededor? Vivíamos en confortables bungalows con techo de paja, la sabana era el entorno.

–Es que nos han dicho que a estas horas los leones salen a cazar, inventaron como disculpa.

–¿No será que buscáis alguna tigresa?, se sonrojaron como quinceañeros pillados en falta. Eran inefables y los conocíamos como el Dúo dinámico.

–Mi hijo es el mejor artista de todos los tiempos, ninguno se le parece –exageraba en el Olympia parisiense tras su debú apoteósico ante una Isabel con corte de honor guardada por Anita Obregón, Bea Valdenebro y una Carmen Martínez-Bordiú entonces duquesa de Cádiz:

–Isabel se ha empeñado en alojarse en el Ritz, aunque Julito no puede permitírselo aún. Pero lo hace para darle gusto. Se quejaba viendo que su nuera pasaba de la primera parte y llegó al estreno después del intermedio, tras bien cenar con sus amiguitas. Ahí comenzó el principio del fin.

Inefable humanidad siempre reidora. La evoqué el frío atardecer serrano tras su sorprendente muerte. Los recuerdos se agolpaban como seguramente cuando Alfredo Fraile acudió a despedirlo tras veinte años sin hablar con Julio después haberlo creado. El cantante fue ingrato, mordió al que lo había lanzado, juntos permanecieron durante los mejores quince años, los del encumbramiento y la fama mundial, siempre pertrechados por papá Iglesias. Luego, ingratitud, reproches inmerecidos, oportunistas, preparados para el reemplazo cual si fuesen mozos cara al servicio militar. Fraile se hartó: marchó antes de ser despedido y no volvieron a decirse nada hasta la tarde crematoria en los aledaños del Madrid prenavideño. Julio, deshecho de dolor, apenas lo reconoció, quizá por claroscuros más que ambientales. Se tomó tiempo para reaccionar y pensar qué decir:

–¿Ah, eres tú? –y se echó sobre el hombro izquierdo del mejor amigo que ha tenido, la fidelidad hecha carne –y hasta carnaza– deshecho en lágrimas. Son momentos en que todo se revuelve y renace: lo bueno y lo ínfimo de tanto tiempo gestado a dúo lo que fue suceso internacional, hablo de otro mundo. Recordarían aquel debú en el Poliorama barcelonés donde la cena fue anulada y devoraron bocadillos porque la taquilla no dio para más.

Devoción franquista

O cuando, con Isabel y María Eugenia, se hacían México de Tijuana a Tapachula comprando sandwiches para ir tirando en el camino: paso a paso, hito a hito, país a país hasta ganar el orbe entero. Yo lo compartí como espectador y a veces excepcional confidente del aporreado doctor:

–Es que no me dejan ser feliz, protestaba razonadamente ante la cerrazón que encontraba su amor y pasión por Begoña, una canaria con la que estuvo casi diez años. Años 80, Charo de la Cueva se negaba a cualquier tipo de separación aunque ya era real a nivel de convivencia. Vivían de la apariencia. La que el conocía como Begoñita era una mujer de físico atractivo pero no agresivo, acomodaticia pero no corregidora, que entendía el mundo en el que se movían y los perdonaba. Un físico amable como su trato, mujer tan entregada al médico como la venezolana Virginia La Flaca lo estuvo a su descendiente, buen contraste a la plana delantera de la siempre inexpresiva Isabel.

–A Julito le encantan con mucho pecho, en eso también ha salido a mí. Clónicos dije y repito: incluso en una devoción franquista que convirtió al doctor en novio con uniforme de la Vieja Guardia opuesto a las blancuras nupciales de Charo de la Cueva y también que Julito tuviera en la cabecera de Indian Creek un busto del Generalísimo hecho de plomo. Gentes como de otro tiempo aunque Julio se recicló acaso renegado: nunca olvidaré su reprobable y racista teoría acerca de que “los países con cultura de cabras, de Egipto para arriba son países de mierda y miseria”.

–Julito no deja que me case, pero peor es Carlos tan adorador de su madre.

Y así lo tuvieron, más bien mantuvieron como esclavizado a la fama, por no deshacer el cliché tan bien vendido de familia ejemplar rezadora del santo Rosario.

Pasión por las faldas

–Adoraba a Charo, pero me perdían las faldas, nunca he podido contenerme. De él cuentan y no acaban en los difíciles y nada comprensivos cincuenta. Un estilo a lo Alfredo Mayo sin la galanura inocente de Cary Grant. Lo veía, saltarín y como apresurando, llegando o despidiéndose, en el frío crepúsculo serrano de su adiós terrenal tras dos fulminantes paros cardiacos.

De fondo, un runrún de presunciones: ¿por qué Ronna marchó sin él, y enfadada, conociendo que deseaba pasar las Navidades reconciliándose con el siempre antagonista Carlos? No entendían que antepusiera premonitor semejante festejo a estar al lado de su pequeño Jaime, de 3 añitos, fruto de sus quince años protegido por Ronna? La que en principio provocó repudio, recelos y desconfianza, fue bastón de una vejez apacible aunque viajera. Pero finalmente con pareja estable y no desestabilizadora. Proclamaban que Begoñita se le quedó un apartamento, cuando el de Canarias estaba a su nombre, posiblemente comprado conjuntamente. Los de Peñíscola, patrimonio “de toda la vida”, seguían en propiedad del histriónico doctor Iglesias Puga y bien lo sabía la fidelidad siempre demostrada de Marily Coll, la llorona incontenible Anita Obregón que “estoy destrozada al ver a Julio, siempre tan fuerte, realmente hundido” o Paloma Cuevas contando puntualmente con Enrique cuanto acontecía en la sala 17 del tanatorio. La imaginaron incapaz para ingentes masas de amigos que, fatalmente, no acudieron. Y mientras no hubo alguien dando la cara y manteniendo puntualmente informado a medios por los que Julio da la vida, sí advirtieron a las fuerzas vivas que mandaron cuatro números de la Policía Nacional. Incomprensible medida, más aún al ser obedecida. ¿A quién temían? no dejé de preguntarme mientras veía el empaque sobrio de Palomita Cuevas enlazada a Enrique Ponce, morenos tras su reciente llegada de los éxitos mexicanos. Hermanados en amor del bueno y también en el cachemir de sus abrigos negros, el de la guapa con aberturas laterales en la espalda. El matador que encabeza escalafón lucía favorecedora barba de cuatro días. Un recién estrenado gesto bohemio casi censurado por su suegro Victoriano Valencia cerca de la tierna madre Paloma. Cuqui Fierro destacó presentándose con cruz a cuestas, era de rosas blancas, José Luis posiblemente recordó cómo el banquete nupcial de Isabel y Julio fue pagado a plazos y Lucio cómo disfrutaba el doctor con sus bullangueras noches de la Cava Baja, el Madrid que no protege Ruiz-Gallardón.

Especial Rocío Jurado

Sobrecogedor silencio en esas afueras de tufillo USA, con la urbe intransitable por el tráfico navideño. Se entiende que Viajar proclamase a Barcelona mejor ciudad del mundo no situando los madriles en ninguno de sus veinte primeros puestos.

Rocío Jurado –espléndida de voz en el especial televisivo que emitieron la noche en vela, aunque exagerada y sin contención en los alargamientos a su canciones interminables, ya no digamos cuando caldeaba fríos bajo visón gris mientras Ortega Cano apoyaba su rehabilitación con dos bastones. Baute se dejó ver por ver qué sacaba de promoción al contrario que un Raphael –¡con Natalia vestida de blanco!, el luto japonés– tan madrugador que no consoló a la afligida familia nuevamente dispersa: Ronna optó por pernoctar en su casa de San Francisco de Sales por aquello de recordar in situ, palpables los cariños perennes del doctor, mientras la parentela –Julio José, Carlos y Julio, Miranda y Mamen López Quesada– escogieron un cuatro estrellas de la zona acrecentador de frialdad marmórea. Hotel de diseño minimalista casi fúnebre. La viuda eligió quedarse con la evidencia de una vida rota cuando esperaban al segundo de sus hijos, no olvidemos que el doctor tuvo fama como introductor en España de la fecundación in vitro. Sabía hacerlos.

Destino final

Cábalas acerca de cómo esparcerían el polvo eras –¡y cómo!– y en polvo te convertirás. Podría ser la natal Orense ya apenas frecuentada o esa Peñíscola a la que permanecía fiel medio siglo después. Finalmente, Marbella acogió este polvo enamorado por comodidad de Julio y Carlos con residencias veraniegas en Ojén –la que compró a Curro– y en la carísima Quinta donde el pequeño rehizo tras cometer infracciones urbanísticas. Casas de mil millones de pesetas, el dinero con que contaba todavía y que valoraba el inefable doctor desaparecido con 90 años. José María García lo resumió bien, lapidariamente:

–Vivió como le gustaba vivir y ha muerto como le hubiera gustado, no se puede pedir más.

Y aunque esta es crónica más de vivitos que de difuntos, cómo pasar por alto personaje con tanto influjo en los medios, el mismo caso de Cayetana Alba: la duquesa reapareció en estreno matinal e infantil llevando a los hijos de Cayetano a presenciar En tu fiesta me colé, versión descafeinada del millonario Hoy no me puedo levantar, con entradas agotadas hasta marzo. Cayetana retozó, se encandiló y palmeó cual quinceañera conjuntamente con Arancha de Benito y sus dos niños, Carmen Manzano y cuatro descendientes, los peques de Cuéntame y un José Manuel Lorenzo productor ufanado paseando a su crío en brazos. Cayetana me confirmó que Gonzalo Miró pasará las fiestas con ellos, ya variopinta familia renovada con plebeyos.

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