La ley de Murphy y la teoría del ventilador

13 / 10 / 2014 Jesús Rivasés
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Era inevitable. El ébola llegaría a Europa este otoño. Francia y el Reino Unido tenían todas las papeletas para ser los primeros países en acoger al virus letal. Contra todo pronóstico, ha ocurrido en España.

El contagio en Madrid de la enfermera Teresa Romero con el virus del ébola parece otra confirmación empírica, siempre inquietante, de la famosa ley de Murphy, cuyo enunciado más conocido es que “si hay alguna posibilidad de que las cosas salgan mal, saldrán mal”. Su descubridor, Edward A. Murphy, un ingeniero que experimentaba con cohetes para las fuerzas aéreas estadounidenses en 1949, en la base aérea de Edwards, se sintió frustrado cuando fallaron todos los instrumentos en una prueba porque unos sensores fueron cableados al revés, y entonces, según otro ingeniero presente, descargó la culpa en su asistente con la expresión “si una persona tiene una forma de cometer un error, lo hará”. Quizá sea cruel, pero la realidad demuestra con demasiada frecuencia que Murphy, sin que eso justifique que se culpa a nadie, tenía razón.

El Gobierno, no sin alguna polémica, aunque es cierto que muy menor, decidió repatriar al misionero Manuel García Viejo, contagiado de ébola, que finalmente falleció el 25 de septiembre en el hospital Carlos III de Madrid. Semanas antes el también misionero Miguel Pajares también fue traído a España y atendido en el mismo centro, sin que se pudiera salvar su vida. Ambos traslados, es obvio, como los que se hicieron con norteamericanos contagiados a Estados Unidos, tenían riesgos y, en teoría, se adoptaron las precauciones necesarias, tanto en los traslados como en las atenciones posteriores. Sin embargo, la seguridad absoluta y el riesgo cero tampoco existen en medicina y, como explica la ley de Murphy, existía alguna posibilidad de que algo saliera mal, o alguien cometiera un error, y salió mal. No debía haber ocurrido, pero ocurrió y, una vez más, todos los pronósticos fallaron, porque los expertos en enfermedades infecciosas habían calculado que era inevitable que el ébola llegara a Europa este otoño, como también ha llegado a Estados Unidos. Francia tenía un 70% de probabilidades de ser el primer país en el que se detectara un caso; le seguía el Reino Unido con un 50% y España quedaba más atrás, con un no despreciable, pero menor, 14%de posibilidades. La realidad, una vez más, se ha encargado de romper los pronósticos y la ley de Murphy se ha cumplido en Madrid, en la persona de la enfermera Teresa Romero, miembro del equipo que atendió a Manuel García Viejo. Ahora, antes incluso de depurar responsabilidades –y de la demagogia habitual que acompaña sus peticiones– lo más importante era detectar cómo se contagió la enfermera, controlar la situación y, por supuesto, evitar en todo lo posible alarmas histéricas de un virus cuya propagación es difícil y que exige contacto físico directo. El ébola es muy letal, pero no se transmite con facilidad. Los datos están ahí. En los países africanos más afectados ha habido unos 3.000 fallecidos, que son muchísimos, pero pocos comparados con los millones de muertos que produjeron algunas de las epidemias de gripe –que se transmite por el aire– más mortíferas del siglo XX. Por lo tanto, toda precaución es siempre poca, pero sin caer en alarmismos o pánicos exagerados y alimentados por los habituales profetas de la catástrofe de turno.

La aparición del ébola en España coincide, Murphy otra vez, con uno de los momentos políticos más complicados de los últimos tiempos. Coincide con el enredo catalán, el escándalo de las tarjetas de Caja Madrid –pendientes las irregularidades de Catalunya Caixa y Caixa Galicia– y el descrédito general de los partidos políticos tradicionales, mientras los líderes de Podemos, con Pablo Iglesias a la cabeza, se frotan las manos con uno de los mejores escenarios soñados por ellos, con el ventilador de la corrupción a pleno funcionamiento, en sus momentos más utópicos. Artur Mas sigue empeñado en avanzar con decisión hacia nadie sabe dónde, hasta el extremo de que él mismo ha reconocido que “nadie sabe al cien por cien cómo acabará esto”, casi al mismo tiempo que la irrupción del ébola en España apartaba, aunque fuera por unos días, el enredo catalán del primer plano de la actualidad.

El escándalo de las tarjetas black de Caja Madrid y sus 86 beneficiarios, cuya última víctima ilustre ha sido, hasta el miércoles 8, Rafael Spottorno, anterior jefe de la Casa del Rey, además de Miguel Blesa y Rodrigo Rato, imputados por el juez Fernando Andreu, completa un escenario de fin de época y que impacta en la línea de flotación de los partidos PP, PSOE e Izquierda Unida, los sindicatos UGT y CCOO y las patronales CEOE y CEIM. Es la irregularidad, por llamarla así, perfecta, porque a la disposición, como una forma de sobresueldo, de cantidades desorbitadas se une la elusión fiscal. Todo indica, por mucho que algunos aleguen desconocimiento, que ha habido burla al fisco, aunque en muchos casos todo esté prescrito. Parece que las tarjetas eran retribución en especie. Caja Madrid tenía obligación de imputarlo así y los beneficiarios de declararlo, y el que la entidad financiera no lo hiciera no exime de responsabilidad a los titulares de las tarjetas. El chanchullo es tan burdo que repele a la inteligencia y a la decencia. Y sigue. Luis de Guindos ya ha anunciado que en Caixa Catalunya y Caixa Galicia se han detectado otros 20 tipos de posibles irregularidades, que se remitirán a la fiscalía. Las cifras empequeñecerán los 15 millones de las tarjetas de Caja Madrid. Una extensión de la ley de Murphy, formulada por Gattuso, afirma que “nunca nada es tan malo como para que no pueda empeorar”. El ébola está aquí y el ventilador de la porquería pasada funciona a pleno rendimiento. Mariano Rajoy y Pedro Sánchez están condenados a entenderse. Inevitable. Es la supervivencia.

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