La burguesía nacionalista tiembla frente al abismo

23 / 10 / 2017 Jesús Rivasés
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Nadie se atreve a decirlo, pero los mercados ya han recibido la señal de que la independencia de Cataluña es remotamente probable, pero tampoco imposible.

La historia no se repite, aunque a veces lo parece. El futuro, sin embargo, “depende de nosotros mismos”, como ya explicó Karl Popper. Los últimos siglos están repletos de ejemplos de cómo la burguesía de turno reclama e impulsa grandes cambios –incluso revoluciones– y luego es devorada por los radicales que se apoderan y controlan la nueva situación. La Revolución Francesa y la Rusa son los ejemplos más paradigmáticos, pero hay muchos otros. La burguesía catalana, al menos una gran parte, ha sido la verdadera impulsora de las reivindicaciones nacionalistas en Cataluña. Lo hizo a principios del siglo XX hasta la Guerra Civil, incluida la mitificada declaración de independencia de Lluís Companys de 1934, y volvió a enarbolar la misma antorcha desde el minuto cero de la Transición, tras la llegada de Adolfo Suárez a la presidencia del Gobierno, en julio de 1976, aunque es cierto que en los estertores de la dictadura franquista ya tomó posiciones con adelantados como Jordi Pujol. La burguesía catalana, de forma mayoritaria y durante mucho tiempo, no fue independentista, pero sí radicalmente nacionalista y como tal planteó y obtuvo una gran parte de sus reivindicaciones, sobre todo económicas, a pesar de que Pujol, en su momento, por tacticismo político, rechazó el concierto económico –como el vasco– que le ofreció el Gobierno español.

El nacionalismo burgués catalán ha logrado durante casi cuarenta años beneficios y ventajas y también, hay que admitirlo, algún desplante, aprovechado con habilidad para utilizarlo como bandera victimista. En los últimos años, al menos una parte, ha contemplado con algo más que benevolencia la deriva independentista con la confianza de que, al final, se alcanzaría algún tipo de acuerdo y, de paso –el gran objetivo–, volvería a arrancar ventajas económicas, sobre todo. Lo que casi nadie calculó –o por lo menos no lo dijo, salvo las excepciones más conocidas de José Luis Bonet (Freixenet) y José Manuel Lara (Planeta)– era que el llamado procés acabaría dirigido por radicales de izquierda, extremistas y antisistema. Un empresario de los que han cambiado la sede de empresa, que se reconoce nacionalista y admite haber “tonteado” con el independentismo, explica que, por ejemplo, en el País Vasco, el PNV siempre tuvo relaciones con Batasuna y el mundo aberzale, pero a la hora de gobernar nunca contó con los radicales –salvo en alguna pequeña localidad– y buscó votos y aliados en las filas socialistas. “Aquí, sin embargo –comenta con amargura–, nos hemos echado en manos primero de la ERC más radical y luego de la CUP y empezamos a darnos cuenta de que una independencia a su medida sería una catástrofe y no sabemos si ya es muy tarde para enderezar el rumbo”.

El cambio de sede social –ya van más de 700– y su traslado fuera de Cataluña ha sido la gran luz roja de alarma que se ha encendido con escándalo y ha mostrado el abismo a muchos. El empresario Ferrán Rodés, independentista confeso, ha sido uno de los que ha advertido de que “el referéndum, que no pudo ser pactado, es insuficiente para ser homologado internacionalmente”. No ha sido el único, aunque sí de los más significativos, una vez que el precipicio está ahí mismo. Un veterano banquero, en la recepción de la Fiesta Nacional en el Palacio Real, desnudó la verdad de la salida masiva de empresas de Cataluña. Dijo en voz alta y con claridad lo que nadie se atreve a decir, pero que lo explica todo. Bancos y empresas trasladan sus sedes fuera de Cataluña porque aunque sea algo muy improbable, remotamente posible, la independencia no les parece imposible a ellos, a los fondos de inversión que tienen como accionistas y también como financiadores, y otros actores económicos.

El banquero, ya en retirada de su actividad profesional, desgranó otro elemento añadido en la motivación de bancos y empresas –y en la actitud de esa burguesía que empieza a preocuparse–, y que no es otro que la casi certeza de que el futuro pasa por un Gobierno de la Generalitat –autonómico en el más probable y mejor de los casos– de cariz radical izquierdista-pseudorrevolucionario. “Y todo eso son señales muy malas. Nadie quiere decirlo para no alarmar, pero es así”, remataba mientras algún que otro exministro de Felipe González asentía. Las reacciones de algunos extremistas que presumen de que la salida de Cataluña de Caixabank o Sabadell no afectará, que han llegado al exabrupto de que es mejor tener una “República que no esté en manos de una banda de mafiosos”, solo confirma los peores augurios, igual que el teórico autismo del vicepresidente Oriol Junqueras, con sus sorprendentes explicaciones de que no pasa nada y la confianza de que las empresas volverán, algo que la historia –la de Quebec– dice que no es así.

El abismo, pues, se abre ante la burguesía nacionalista que, sin duda, no calculó que el procés, como tantas otras revoluciones, puede devorar a algunos de sus impulsores originales y que hace tiempo que está en manos de radicales, que incluso utilizan a los Jordis de ANC y Ómniun, ahora en prisión, como arietes, como fuerza de choque y coartada hacia una república que no es imposible, pero que también es el mejor camino para la catástrofe y para empobrecer a toda una generación.

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