El crimen social de la corrupción

04 / 05 / 2017 Agustín Valladolid
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Más indignante que el latrocinio en sí es la tolerancia con los corruptos de quienes les auparon al poder.

Se diluía como azucarillo el tramabús de Rubén Juste, autor de Una historia herética del poder en España –hasta no hace mucho libro de cabecera de Pablo Iglesias y probable best seller gracias al afán que le están poniendo algunos en confirmar lo que en sus páginas se dice–, cuando el juez Eloy Velasco se lió la manta a la cabeza y decidió reventar la operación Lezo. A su señoría le empezaban a escamar algunas informaciones que le llegaban sobre posibles filtraciones y sabía que, dada la magnitud del asunto que se traía entre manos desde hacía más de un año, se agotaba el tiempo y tocaba actuar. Y debía hacerlo rápido; y a lo grande. Se decidió dejar pasar la Pascua de Resurrección, quién sabe si para evitar símiles con la Cavalleria rusticana, aunque no tenga demasiado que ver la caballería con la obra y el libreto de Verga y Mascagni.

Se programaron al detalle fechas y horas de detenciones, registros y hasta el envío de telegramas para presentarse ante el juez acompañados de abogado. Todo en función de la relevancia penal de los presuntos delitos cometidos y la proyección pública de los investigados. En lo esencial, el trabajo estaba hecho y las ilegalidades cometidas, razonablemente documentadas. Al menos en lo que se refería al núcleo de los ahora acusados. Así que solo quedaba la traca final, montar el conocido espectáculo de personajes más o menos ilustres entrando y saliendo –no todos–, de la comandancia de la Guardia Civil, del juzgado, de los registros en domicilios o en sedes de empresas o despachos profesionales. Se optó, eso sí, por un perfil medio. Nada de esposas, nada de funcionarios colocando la mano en la coronilla del detenido, como aquella vez con Rodrigo Rato, pobre. Si acaso, alguna fotografía robada para dejar constancia del histórico momento en el que la Justicia, por obra y gracia del que fuera director general del Gobierno del Partido Popular en la Comunidad Valenciana, metía la mano en el avispero podrido del PP madrileño.

Hasta ese momento, miércoles 19 de abril, San Expedito, lo que se sabía del asunto era que el juez Velasco apuntaba maneras, pero las piezas de caza no pasaban de tener un tamaño intermedio. Nadie había previsto un desenlace tan catastrófico. Y, sin embargo, había suficientes indicios de que algo así podía pasar. Desde que en enero de 2016 PSOE, Podemos y Ciudadanos pusieran en marcha en la Asamblea madrileña una comisión de investigación para aclarar las actividades en Iberoamérica del Canal de Isabel II, que se confirmara el grave quebranto patrimonial que sufrió la empresa pública del agua en la Comunidad de Madrid al adquirir la empresa brasileña Emissao era solo cuestión de tiempo. 

Décadas de inmunidad

¿Por qué entonces, hasta hace tan solo dos o tres meses –cuando al parecer reciben el primer aviso de que pueden estar siendo objeto de seguimientos: “Ignacio ve con cuidado”– las indagaciones del Juzgado de Instrucción número 6 de la Audiencia Nacional no provocan en los implicados una preocupación mucho mayor de la que venían demostrando? Sin duda porque, tras décadas de inmunidad, no contaban con que la nueva presidenta del Gobierno de la Comunidad de Madrid iba a dar el visto bueno a una operación limpieza que, de no haberse producido, se la habría llevado también a ella por delante; antes o después. No contaban con que, a pesar de lo que en principio pareció un intento grosero de limitar los daños, la Fiscalía acabaría cumpliendo con su obligación; y no contaban con que un juez que había trabajado anteriormente para el Partido Popular se atreviera a darle el tirón definitivo a la manta. Dicho de otro modo: contaban con lo que siempre han contado. Con sistemas de control fallidos porque eran ellos los que los gestionaban; con la complicidad de otros políticos que preferían mirar para otro lado y acelerar su ascenso en el escalafón; con una Justicia infiltrada y monitorizada, con muchos de sus miembros también interesados en no dejar pasar cualquier oportunidad de enganchar el ascensor profesional.

Porque Ignacio González, como Francisco Granados o Luis Bárcenas, cada uno con sus peculiaridades, han sido, hasta que se les acabó el carrete, alumnos aventajados de un sistema paralelo en el que, más allá del presunto latrocinio del que se les acusa, es si cabe más indignante constatar ahora hasta qué punto se han reído de todos nosotros y han gozado de la tolerancia de quienes les dieron responsabilidades y poder.

Si yo cuento aquí que los 23 millones de euros que, según el sumario, se han estafado a los madrileños, solo en una de las operaciones bajo sospecha, se podrían haber utilizado para pagar 390.000 días de hospitalización, 200 transplantes de corazón o casi 4.000 plazas escolares, no faltará quien opine que estoy siendo un punto demagogo. Pero qué quieren que les diga: me apunto a la demagogia si con ello consigo hacer más visible el crimen social que comporta el ejercicio sistemático de la corrupción.

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