Un trabajo secreto en Afganistán

10 / 09 / 2010 0:00 ANTONIO RODRÍGUEZ [email protected]
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La muerte del intérprete nacionalizado español Ataolá Taefy Alili ha sacado a la luz a un colectivo que es reclutado por el CNI y que se juega la vida por 4.000 euros al mes.

Fue el tercer muerto en todas las crónicas del último atentado terrorista de Qala-i-Naw, el intérprete “nacionalizado español” al que se le añadía la coletilla “de origen iraní” como si hubiera españoles de primera y de segunda. Al final, la gente sólo se empezó a preguntar quién era Ataolá Taefy Alili cuando supo que había llevado una apacible vida en Zaragoza desde hacía más de 30 años con su negocio de alfombras venido a menos por culpa de la crisis económica, su esposa española, sus dos hijos universitarios y su religión pacifista bahaí por la que tuvo que huir de joven de su Irán natal.

Pero detrás de su historia personal está un colectivo, el de los traductores, que desarrolla una labor imprescindible para el trabajo de los contingentes españoles en el exterior. Una labor, por cierto, envuelta en un halo de misterio.

Prueba de ello es que el Gobierno no tiene inconveniente en informar del número de militares y guardias civiles que hay en Afganistán (1.565 y 40, respectivamente), pero se niega en redondo a decir cuántos compañeros de profesión dejó Taefy Alili en el país asiático. ¿A qué se debe este celo con los intérpretes, como si su trabajo fuese equiparable al de los infiltrados entre los talibanes o al de los espías del Centro Nacional de Inteligencia que trabajan sobre el terreno?

La respuesta está en lo delicado y vital de su cometido, sobre todo en Afganistán. Por un lado tienen acceso a información privilegiada, al traducir de un idioma a otro las conversaciones de índole político o militar que mantienen los españoles con los afganos. Por el otro, en un país sumido en el drama del analfabetismo, es esencial la figura del intérprete para que los españoles se entiendan con la población local cada vez que salen de patrulla fuera de la base o se desplazan a un proyecto de cooperación.

Fuentes militares consultadas por esta revista cifran en una treintena, como mínimo, el número de traductores que debe haber en Afganistán si se tiene en cuenta la experiencia de Iraq, donde al principio los españoles tuvieron que buscar a intérpretes entre la población local para llevárselos al cuartel general de Diwaniya. “Se le pidió al Centro Nacional de Inteligencia (CNI) que reclutase gente y los reclutó sobre el terreno. Fue complicado porque al comienzo hubo que buscarlos en zona, sin ninguna referencia, aunque luego se fue mejorando el proceso de selección”, rememora a esta revista un oficial que estuvo allí en 2003.

El proceso de selección.

Lo ideal para los contingentes españoles es captar, reclutar y formar a intérpretes que procedan de la zona de conflicto, tengan pasaporte español y lleven mucho tiempo de arraigo en nuestro país, tal y como era el caso de Taefy Alili. Al inicio de una misión en Afganistán, primero fue el Estado Mayor de la Defensa el que informó de sus necesidades y luego el CNI se encargó de contactar con posibles candidatos, a los que hizo un llamamiento restringido, según la terminología militar, para preguntarles si querían participar en un operativo que conllevaría grandes riesgos.

En misiones como la afgana, si la respuesta inicial es afirmativa, los servicios secretos comprueban luego si el candidato tiene una gran capacidad idiomática (para allí se pide conocer el dari, el farsi o el pastún), si es competente para labores de traducción y si tiene posibles vínculos con otros servicios de inteligencia. “Los controles son muy rigurosos y hay muchos candidatos que no los pasan”, subraya un portavoz del CNI a Tiempo. Y es que el servicio de inteligencia que dirige Félix Sanz Roldán tiene agentes que pueden “interpretar un susurro en 30 idiomas”, como se encargó de precisar el director del CNI en una de sus primeras intervenciones públicas tras acceder al cargo.

El que los intérpretes sean residentes en nuestro país es una condición sine qua non para pasar los exámenes del CNI, aunque en circunstancias especiales el contingente español en Afganistán ha echado mano de intérpretes locales con contratos temporales sobre la marcha. Fue el caso de Roohulá Mosavi, un afgano de Herat que en septiembre de 2007 perdió la vida junto a los soldados Germán Pérez y Stanley Mera, al explotar una mina talibán bajo el blindado en el que viajaban. La mujer y la hija recién nacida de Mosavi quedaron desamparadas y a merced de los insurgentes, que se encargan de castigar a la familia del que colabore con los ocupantes cruzados.

Los ejemplos de Taefy Alili y Mosavi son una muestra palmaria de cómo se dividen los intérpretes en grupos o castas en función del lugar de origen: los traductores que vienen de España, en su gran mayoría iraníes exiliados tras la revolución islámica de los ayatolás, visten uniforme castrense aunque no forman parte del Ejército, cobran unos 4.000 euros al mes, van rotando con cada relevo del contingente y cuentan con un seguro de vida entre otros privilegios “porque si no, nadie iría allí”, tal y como reconoce un general en la reserva. Los locales afganos, por el contrario, que superan los filtros de seguridad y que acaban trabajando para los españoles, reciben únicamente una paga mensual que ronda los 500 euros al mes, cinco veces más de lo que puede ganar un militar o policía afgano en la actualidad.

En todo caso, reclutar sobre el terreno conlleva riesgos enormes. “En Iraq, nuestro problema era la lealtad de esta gente”, recuerda el oficial que estuvo allí tras la caída del régimen de Sadam Hussein. “Tienen que ser de fiar al máximo. Ha habido casos de darles la nacionalidad española (como en Bosnia o Kosovo), pero son muy pocos porque el local, al final, está sujeto a riesgos y le pueden extorsionar”, concluye. El ejemplo a seguir es el Ejército británico, que cuenta con su propia escuela de traductores.

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