Los seis Felipes de España

16 / 06 / 2014 Antonio Puente
  • Valoración
  • Actualmente 0 de 5 Estrellas.
  • 1
  • 2
  • 3
  • 4
  • 5
  • Tu valoración
  • Actualmente 0 de 5 Estrellas.
  • 1
  • 2
  • 3
  • 4
  • 5
¡Gracias!

El acertado nombre de Felipe VI colocará al Príncipe de Asturias en la bisagra central de los Austrias y los Borbones, con el valor añadido del constitucionalismo.

Uno de los primeros aciertos para apuntalar la carrera hacia la coronación de Felipe VI fue la elección de su nombre de pila. Si, la próxima semana hubiese pasado a llamarse, desde el máximo tópico, Juan Carlos II, habría perdido fuerza el súbito plan-renove  en la imagen de las precintadas y deterioradas compuertas de la Casa Real. Y, en atención a los nombres propios más comunes en la monarquía española, coronarse como Alfonso XIV, por ejemplo, reforzaría la asociación subliminal de la República contigua a su bisabuelo. O si Fernando VIII, lo habría colocado a renglón seguido de uno de sus ascendentes más despóticos, ridiculizado por la imaginación popular: “Cuando Fernando VII usaba paletó...”. Y si se llamara Carlos, la memoria histórica se convulsionaría en el paródico recordatorio de las guerras carlistas, pues, del mismo modo que su abuelo Juan no llegó a reinar, tampoco lo hizo su directo ancestro Carlos María Isidro de Borbón y Borbón (1788-1855), autoproclamado oficiosamente con el Carlos V (de España) que ahora le habría correspondido a De Borbón y Grecia.

Pero, casi en coincidencia, en el tiempo, con las barricadas del mayo francés de 1968, el año en que nació, su partida bautismal rezaría Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón Schleswig-Holstein y Grecia, para desbrozarse muy pronto, a los 7 años de edad, en Príncipe Felipe a secas, o de Asturias, el número 35 en la historia de España (con su mujer y su hija Leonor, 37), desde que se creara el título, en 1388. Llamarse Felipe VI lo coloca, en cambio, en la bisagra central de las dos dinastías españolas, los Austrias (en su onomástica, hasta Felipe IV) y los Borbones (desde Felipe V), con el valor añadido del constitucionalismo, frente a aquella sarta de absolutistas tonantes.

Cada uno de sus predecesores, en esa era del felipismo español quintuplicado –que abarcó de 1506 a 172–, fue objeto de un mote específico. Así, por orden de aparición, los Felipes se apellidaron el Hermoso (FI), el Prudente (FII), elPiadoso (FIII), el Rey Planeta (FIV) y elAnimoso (FV). Cinco epítetos que, en cierto modo, podrían caberle a este Felipe VI de contradictoria imagen pública: mutista, pero más ágil y eficaz orador que su campechano padre; afable, pero hiperceloso, como un felino rubio, de su vida privada, y, extrañamente, a la vez, impaciente y distendido, próximo pero distante. Dos rasgos le distinguen: a sus 46 años de edad, va a ser, con diferencia, el monarca in pectore que más tarde se proclama en la historia de España (incluso, casi un decenio mayor que su progenitor). Y, demorado también en contraer nupcias –al menos, en las primeras–, y único en hacerlo con plebeya, y previamente divorciada, Felipe VI ostenta una singularidad propia del Guinness: con 1,97 de estatura (12 centímetros más que su ya esbelto padre) será también el rey más alto.

El más corpulento.

Lo que no quiere decir el más corpulento; un título que ostentaría, en todo caso, Felipe IV (Valladolid, 1605-Madrid, 1665), que era una especie de oso impávido, como un Gérard Depardieu pelirrojo y feo, como lo muestra –seguro que con retoques favorecedores– Velázquez, su pintor de cámara. En él se inspiró Gonzalo Torrente Ballester para componer El rey pasmado, y cuentan que era tan hierático en sus gestos que solo se le veía mover los despaciosos labios. Rey desde los 16 años, permaneció en el cargo 44 años y 170 días (solo superado por Felipe V), hasta morir de disentería. ¿Puntos en común con Felipe VI? Como este, era el tercer hijo de su padre rey (Felipe III) precedido por dos hermanas, lo que le propició igualmente el trono. Y dato curioso: padeció la llamada Sublevación de Cataluña, cuando Pau Llaris proclama la República de Catalunya, y solo tras años de asedio, en batallas en las que él mismo participó, volvió a recuperar la anexión. Una enseñanza útil: echó de la Corte, por corrupto, a su valido, el conde-duque de Olivares. Gran mecenas de pintores, fue muy aficionado a la caza menor, en el campo y en sus aposentos. Tuvo 20 hijos, como mínimo: 12 de sus dos matrimonios (entre ellos, Carlos II, su sucesor sin descendencia), y, para orearse tal vez de la asfixiante endogamia de Palacio, otros ocho extramatrimoniales –que se sepan–, con actrices y cortesanas. Es seguro que mujeres más o menos parangonables, como Isabel Sartorius o Eva Sannum, lo habrían tenido más fácil para reanudar posibles intermitencias libidinales en aquel Escorial sin paparazzis.

Claro que doña Letizia Ortiz Rocasolano nada tiene que ver con el estoicismo resignado de algunas de sus predecesoras. Aunque, por momentos, albergue en la mirada un brillo intenso semejante al de Pilar López de Ayala en su papel estelar, estaría muy lejos de sucumbir al encierro y la locura de una Juana I de Castilla frente a la hermosura militante de su Felipe I (Brujas, 1478-Burgos, 1506). Gran deportista, al margen de la casi obligada cinegética, este murió joven, a los 28 años, de un infarto, al término de una dura partida de pelota. Aunque también Leonor se llamó su primogénita, el segundo hijo fue el emperador Carlos I de España y V de Alemania (remoto ancestro, ay, de Angela Merkel). Si hay un precedente capaz de ilustrar la relación –e incluso, las formas en el inminente trasplante coronario– entre Juan Carlos I y Felipe VI, es la que el emperador sostuvo con su hijo, Felipe II (Valladolid, 1527-Madrid, 1598).

También Carlos I abdicó, “por enfermedad y cansancio”, en el Rey Prudente, quien, coronado a sus 29 años (42 en el cargo, hasta su muerte), fue preparado a conciencia, desde su pubertad, para llevar las riendas de la globalización de la época (“En España nunca se pone el sol”). Según las crónicas, el padre dio mucho bombo a su abdicación, con banquete de despedida, pero, en cambio, la coronación del hijo fue tan austera que tuvo lugar en los aposentos privados de Palacio. “Toma, hijo, aquí tienes la Corona”. Curiosamente, el historiador Joseph Pérez, último premio Príncipe de Asturias, es biógrafo y especialista en la figura del Rey Prudente, un hombre tan celoso de su intimidad que prohibió la publicación de cualquier biografía suya en vida y mandó destruir sus cartas. Heredó de su padre un pufo de 20 millones de ducados y no solo devolvió una Hacienda mejor que saneada, sino que reforzó y amplió el latifundio (Portugal, Filipinas, casi Inglaterra...). Fue el pionero en radicar la Corte en Madrid y creador del magnánimo y austero monasterio de El Escorial, a su medida de ultracatólico y tres veces viudo prematuro.

Su hijo, Felipe III, el Piadoso (1578-1621) –único superviviente de sus siete vástagos, y que nació, por cierto, un 14 de abril–, murió joven, a los 43 años, entre fiebres de erisipela, con terribles sarpullidos de infección en la piel. Embutido en la longeva brillantez de su padre y de su hijo, se le considera “el menor” de los Austrias, durante el periodo en que reinó la Paz Hispánica. No por nada, fue el creador de la subsidiaria figura del valido: en su caso, el corruptísimo duque de Lerma, a quien tardíamente acabaría expulsando. Durante su reinado, se anexionaron territorios del norte de África e Italia, y fue decretada la expulsión de los moriscos (300.000, en 1609), acusados de complicidad con turcos y berberiscos.

Rey a su pesar.

Uno de los doce vástagos legítimos de Felipe IV también se llamó Felipe, y aunque a tiempo de ser nombrado Príncipe de Asturias, no alcanzó los 5 años de edad. El único superviviente varón, y a duras penas –comido por la enfermedad y la hipertrofia de la endogamia: semejante al fruto de un incesto, según los expertos– fue el menor de ellos: Carlos II, el Hechizado. A la muerte de este último Austria, sin descendencia alguna, reinaría su sobrino nieto, Felipe V, el Animoso (Versalles, 1683-Madrid, 1746), en medio de fuertes y perennes conflictos de sucesión. El primer Borbón ha sido el rey más longevo de la historia de España, con 45 años y tres días de ocupación.

Si bien, a todas luces, contra su voluntad de hombre taciturno y melancólico. Pues, cuando llevaba 24 años de reinado, también Felipe V abdicó en su hijo, Luis I; pero, a los pocos meses este falleció, y el exrey hubo de recuperar la corona. No obstante, la leyenda dice que quien de veras la recuperó fue su segunda esposa, Isabel de Farnesio. Luego de Luis I, su primogénito –el rey más breve de la historia de España: 229 días–, tuvo otros dos infantes Felipe, fallecidos en la niñez, y fue el cuarto de sus hijos, único superviviente del primer matrimonio, con María Luisa de Saboya, el que se coronaría, como Fernando VI. Al morir este sin descendencia, alcanzaría el trono Carlos III, su primogénito con la Farnesio. Así, el primer Felipe-Borbón ostenta la paternidad de dos reyes. Todo un gesto, por su parte, para compensar, tal vez, el eslabón perdido del futuro rey nonnato don Juan de Borbón. Según algunos cronistas, el Felipe que antecede a Felipe VI fue muy diligente en el primer periodo de su reinado; pero, tras la abdicación fallida y el trono recuperado de rebote, caería en una profunda abulia y desencanto. A menudo, se le retrata deambulando en pelota picada por sus aposentos y, hasta la coronilla de la Corona, firmando sucesivas cartas de renuncia al trono que Isabel de Farnesio iría destruyendo. De esta se cuenta también que pronunciaba discursos con la recurrente muletilla “El rey y yo...”. No sería descabellado imaginar esta fórmula en algunos discursos de doña Letizia, si le permitieran recuperar (difícilmente en los movedizos inicios de Felipe VI) su espontaneidad primigenia.

Grupo Zeta Nexica